El domingo último, el Papa Francisco, durante su habitual mensaje dominical a los fieles que colman la Plaza San Pedro, sacó otro conejo de su mágica galera, esta vez en clave de humor. Lo que hizo fue presentar una nueva “medicina” espiritual, “Misericordia”, como un producto farmacéutico convencional, en una caja que contenía un Rosario.
En las pantallas gigantes del lugar, se podía ver al Papa, visiblemente divertido, con la caja en cuestión en la mano derecha alzada en actitud de vendedor. La posología, impresa también en una instrucción en cuatro idiomas, recomendaba “usar una vez por día, y en casos urgentes, tantas veces como lo pide el alma”. No olviden de tomarlo, añadió, “porque hace bien al corazón, al alma y a toda la vida”. La idea, se supo, provino de un grupo de seminaristas polacos de visita en el Vaticano. Veinte mil unidades del “producto” fueron distribuidas entre el público asistente.
La primera lectura de este inusual remedio se vincula inmediatamente con el espíritu de apertura, renovación y acercamiento a los fieles, incluso a los de otras religiones y aún a los que no tienen ninguna, que encarna el Pontífice desde su designación. Pero atravesando la superficie de la simpática humorada, vuelve a aflorar su eximia habilidad comunicacional, más necesaria y oportuna que nunca para robustecer y expandir el “mensaje” de la fe a todos los rincones del planeta.
Y si me permiten, creo que hay lugar para otra vuelta de tuerca a este don espiritual, y llamar también la atención sobre la presencia de un recurso, el marketing, que puede sonar mal en los oídos de muchos que lo consideran, con razón, demasiado mundano e interesado, por su estrecho vínculo con el comercio y la promoción de productos y servicios. Sobre todo desde que el mal llamado “marketing político” malversó el verdadero significado de la herramienta, convirtiendo al proselitismo electoral en una forma lamentable del espectáculo televisivo.
Sin embargo, ni el marketing ni uno de sus principales afluentes, la publicidad, son malos o buenos por sí mismos; son herramientas, cuyos valores traslucen la conducta y la intención de quienes las emplean. Con el marketing se puede promover, de manera eficaz, la solidaridad y la difusión de las buenas causas, o por el contrario disimular la deshonestidad comercial, y más grave aún, favorecer la expansión de malos hábitos que destruyen bases de la familia y la sociedad en que se vive.
Creo que el propio Francisco no se escandalizaría ni cambiaría de humor si alguien le mencionara el “santo marketing” que acaba de practicar para difundir la Misericordia, de la misma manera que se vale de las modernas tecnologías de comunicación, desde los micrófonos hasta las pantallas de televisión y los celulares, con parecido propósito.
Por otra parte, la Iglesia nunca se alineó entre los más fervientes opositores de la publicidad. En una columna escrita para la revista Mercado en la década del ’70, cuando la imagen de la actividad no era precisamente la más favorable, recogí un comentario del Papa Paulo VI, quien al hablar ante una delegación de publicitarios que visitaba el Vaticano, comenzó por exhortarlos a evitar algunos de sus riesgos más dañinos. En esa misma ocasión definió a la actividad como “un fuerte estímulo para la compra de productos manufacturados y para la demanda de servicios…que contribuye intensamente al intercambio económico y a la elevación del nivel de vida de la sociedad”. Por eso extraña que la Iglesia siga teniendo aprensión para valerse de una herramienta tan poderosa como la publicidad, que conviene aclarar no se expresa únicamente mediante avisos, sino a través de una batería cada vez más amplia de recursos, entre los cuales se cuenta el manejo de las redes sociales, para optimizar el mensaje de Cristo en comunidades cada vez más escépticas y confundidas.
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