Ciudadanía con poder de veto: la política en la calle
Las protestas durante la crisis del campo, la caída de Ibarra como consecuencia de Cromagnon y las asambleas en Gualeguaychú mostraron la emergencia de una nueva sociedad civil, consciente de su poder de presión y dispuesta a ponerlo en práctica Por Laura Di Marco
Un intenso movimiento social, que duró casi cuatro meses y desembocó en cacerolazos urbanos y cortes de ruta rurales, terminó torciéndole el brazo a la Presidenta con las retenciones móviles, una medida que había anunciado como intocable. Antes, la protesta por las pasteras de Botnia había interpelado largamente al poder K. También la presión de las víctimas de Cromagnon, en medio de un clima general de impugnación, obligó a Aníbal Ibarra a dejar el Ejecutivo porteño, experiencia que vivieron otros intendentes y gobernadores destituidos o suspendidos desde 2001 hasta la actualidad. También en los años de Néstor Kirchner, la presión ciudadana en reclamo por la inseguridad, cristalizada en la Cruzada por Axel, dejó al desnudo la falta de una política de seguridad y forzó al oficialismo a pagar el costo por esta carencia.
Tal vez haya que ubicar la matriz política de este nuevo veto ciudadano, simbolizado por los cacerolazos o los cortes de ruta, en el estallido de 2001, que terminó desalojando a Fernando de la Rúa del poder: fue esa foto la que hizo visible el primer cacerolazo de efectos concretos.
¿Nació entonces, en 2001, una ciudadanía con características nuevas y capacidad de veto, cuyas claves parecen escapársele a la clase política actual, que sigue leyendo con lentes viejos fenómenos nuevos?
Y, en esa misma línea: el intenso movimiento social que obligó a girar las retenciones móviles al Congreso, ¿puede incluirse en esta modalidad de veto o fue otra cosa? ¿Existe en la Argentina, como en otras democracias occidentales, una tendencia de la gente a la autorrepresentación, en un escenario de partidos débiles e instituciones frágiles?
Hay una realidad muy palpable, más allá de cualquier otra posible lectura de los hechos: después de 2001, en la Argentina, ningún presidente o gobernador duerme tranquilo si las encuestas de opinión le dan mal o existe la amenaza concreta de un cacerolazo o una protesta callejera. En una palabra: la amenaza latente del cacerolazo y la presión virtual de las encuestas, nuevas brújulas de las democracias contemporáneas, se han convertido en los nuevos alternadores anímicos de cualquier político, ya sea del oficialismo o de la oposición.
La preocupación en el poder puede desatarse a partir de una protesta relativamente menor, como le ocurrió a la Presidenta días pasados cuando vio desplegarse la violencia en el ferrocarril Sarmiento, o como consecuencia de un conflicto mucho más complejo como fue la guerra con el campo. Como apunta Eduardo Fidanza, director de la consultora Poliarquía, la clase media ha encontrado un arma para aterrorizar políticos y la usa con éxito. "Es claro que ningún gobierno post 2001 podría tolerar un muerto", explica.
Pero esta ciudadanía siglo XXI, con claves propias, no parece ser un fenómeno exclusivamente argentino, aunque en la Argentina de 2001 se dio con características criollas. Se trata, por el contrario, de un movimiento social que muchos politólogos e investigadores vienen estudiando y que se da, con particularidades propias en cada caso, en las democracias occidentales. Nadie todavía comprende muy bien esta dinámica, admite el politólogo argentino Aníbal Pérez Liñán, desde la Universidad Pittsburgh, "por eso es fácil entrar en pánico cuando las cacerolas empiezan a sonar".
Quien le ha puesto en la Argentina lupa a los efectos generados por los movimientos sociales nacidos en 2001, con el "que se vayan todos", es el investigador Isidoro Cheresky y su equipo del Conicet, integrado por los politólogos Federico Montero y Darío Rodríguez. La investigación de Cheresky tiene una hipótesis central: el cacerolazo es una forma novedosa de veto ciudadano y, a la vez, es el "nuevo consenso" de una ciudadanía diferente, cocinada en el horno político del comienzo del nuevo milenio.
Pérez Liñán le agrega un dato interesante y extiende su análisis al resto de América latina: lo novedoso aquí no es que existan movilizaciones para vetar políticas públicas o, incluso, para reclamar la salida de un gobierno, sino la frecuencia y el éxito que ha tenido esta estrategia. Las pruebas: a partir de los años ochenta, 18 gobernantes latinoamericanos perdieron el cargo a raíz de estallidos ciudadanos.
Pero, ¿qué características propias tiene este "modo de ser" ciudadano?
Hay que decir, para empezar, que se trata de una sociedad civil muy diferente de la que existía en la década del 80, donde todavía un candidato lograba movilizar a un millón de personas para un acto. Este modo de ser en el espacio público es, también, más virtual que real, pero no por eso menos potente. Digamos que todo lo contrario. Esta ciudadanía pesa decisivamente sobre las instituciones, aunque no esté presente. O, mejor, aunque su "presencia virtual" se da a través de las encuestas de opinión y de los medios masivos de comunicación, que amplifican cualquier protesta, por más pequeña que sea.
Además es activa, fluctuante, mucho más independiente que en el pasado de cualquier corporación (sindicatos, partidos políticos, etc.), y, sobre todo, tiene poder de veto al día siguiente de votar. Hay algo curioso aquí, dicen quienes se dedican a estudiar este mecanismo: los que votan suelen ser los mismos que vetan, como ocurrió con el conflicto del campo, en el que muchos de los que salieron a las rutas a protestar habían elegido a Cristina Kirchner en las urnas, pocos meses antes.
Es que, según esta mirada, la legalidad de los presidentes democráticos actuales ya no se consigue sólo en las urnas, como argumentaba el gobierno K durante la pelea con el campo. Según Cheresky, hoy la "otra columna" de una democracia occidental es la opinión o el peso que esta ciudadanía tiene en un escenario de identidades partidarias frágiles y relaciones fluctuantes con el líder político.
El hecho de que un 65 por ciento de la sociedad estuviera a favor de la protesta del campo -un porcentaje que, sin duda, se conectó con un malestar urbano previo, vinculado con la inflación y, quizá, con el estilo político de la Presidenta-, influyó decisivamente en el desarrollo del conflicto. Más aún, Fidanza revela que, de acuerdo con las mediciones de la firma Poliarquía, la imagen de Cristina empezó a subir desde el mismo momento en que decidió girar las retenciones móviles al Congreso e inició la serie de cambios "cosméticos" de su imagen. Del 20 por ciento en el que cayó, hoy subió aproximadamente al 30 por ciento.
La volatilidad del escenario se hace también evidente en lo que el sociólogo de Poliarquía llama "síndrome de extrañamiento de Néstor". Traducido al lenguaje común, esto significa que el ex presidente volvió a subir recientemente en las encuestas por dos razones: no surge en el horizonte una alternativa mejor y él se corrió de la escena, lo que deja espacio para evocar lo bueno de su gobierno, por aquello de que todo tiempo pasado fue mejor.
Toda esta novedad debe ser sazonada con un escenario post 2001 en el que se registra un retroceso de las corporaciones en general. Un escenario de instituciones débiles, que forman un terreno fértil para el nacimiento de ciudadanos que tienden, cada vez más, a la autorrepresentación, con todas las virtudes y todos los peligros que encierran estas movidas.
Pero, ¿no hay en la Argentina aparatos políticos que siguen funcionando muy bien? ¿Acaso Néstor Kirchner no sigue apoyándose en el aparato del PJ bonaerense para ganar elecciones? Cheresky recuerda que, en las últimas elecciones, hubo diez distritos del territorio bonaerense que desalojaron a intendentes muy enraizados, en un territorio que tradicionalmente es mucho más estable que la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo. En una palabra, el "pueblo" de los 70 y de los 80 parece haber sido reemplazado por la "gente": un conglomerado con plena consciencia de su derecho a tener derechos, que multiplica sus demandas.
Resulta lógico entonces que, desde esta mirada, la pulseada con el agro se haya convertido en un ejemplo perfecto, asimilable a los movimientos desatados por la tragedia de Cromagnon, la Cruzada de Axel o la protesta por las pasteras. En un reportaje reciente con LA NACION, Cheresky lo explicaba así: "El actor principal en la crisis del campo son los autoconvocados, que deliberan y votan al lado de la ruta. Vimos resurgir el asambleísmo, que es el signo de esta época, y que siempre emerge cuando hay problemas de representación política". Y agregó: "Los partidos ya no son los organizadores de la vida política, y no van a volver a ser lo que eran: se ha fracturado la identificación de los ciudadanos".
Pueblo, gente, multitud
Pero, ¿no puede resultar riesgoso que, en un país con instituciones débiles como la Argentina, cualquier protesta se desmadre y termine en el desalojo de un gobierno? Los intelectuales oficialistas de Carta Abierta vieron en la crisis del campo un clima "destituyente", más que un escenario de ampliación de la democracia: ¿puede haber algo de eso aquí?
El sociólogo Ricardo Sidicaro, también investigador del Conicet, es uno de los que alerta sobre este costado destructivo de la "autorrepresentación". Lo explica así: sin instituciones que ordenen y compatibilicen las demandas, se puede volver al predominio de las corporaciones en la escena política, lo que es ajeno a la democracia occidental. Sidicaro admite que hoy los perjudicados directos tienen más posibilidades de plantear sus problemas en el espacio público, pero lo que no saben o no pueden es encontrar una solución; por eso hacen falta los partidos, para que éstos filtren esas demandas con criterios distintos a los enojos momentáneos.
"La demagogia encuentra tierra fértil en movilizaciones de indignación y ese es otro peligro para la democracia", alerta Sidicaro.
Pero Fidanza, que suele tomarle constantemente el pulso a la sociedad argentina través de sus sondeos, sale a tranquilizar con ironía: "Mientras la gente pueda comprar su electrodoméstico, ningún gobierno en la Argentina corre peligros extremos".
En efecto, aquí hay dos miradas y dos pronósticos: uno optimista; otro pesimista. Por un lado, están los que ven en esta ciudadanía un crecimiento de la democracia. Fidanza acerca un dato de ese crecimiento: "Los presidentes argentinos post 2001 saben que la legitimidad no podría tolerar ni un solo muerto en una manifestación; esto, comparado con los setenta, es un logro de nuestra democracia".
Hay temor de que los ciudadanos deliberen y gobiernen "más allá" de sus representantes, bromea Pérez Liñán. Y comenta una paradoja que se da en la interpretación de las protestas recientes en la Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela. "Cuando las movilizaciones tienen el signo ideológico o partidario "correcto", algunos políticos e intelectuales las celebran como verdaderas manifestaciones de la voluntad popular. Cuando, en cambio, la misma estrategia es empleada por manifestantes de signo opuesto, las movilizaciones son denunciadas como fascistas y antidemocráticas". Hay algo real, dice: en cualquier caso, la frontera entre peticionar a las autoridades y extorsionarlas es tenue.
Protestas y protestas
Cheresky también alerta sobre las aristas "antipolíticas" que, llevado al extremo, puede tener el veto ciudadano. Una de ellas es lo "imperativo" de las demandas: la necesidad de satisfacción inmediata se choca con los tiempos institucionales. Otra es que, en un escenario de debilidad institucional, existe el peligro de que aparezcan poderes de otro signo, como los mafiosos.
En sus investigaciones, sin embargo, su conclusión más fuerte es que los brotes de ciudadanía del siglo XXI no persiguen fines "destituyentes" ni proponen caminos alternativos. Más bien, los une el "no" ante algo. Otro de sus argumentos es que siempre se apoyó el camino de las urnas: esto se vio en la sucesión de Fernando de la Rúa y en el llamado a elecciones anticipadas de Eduardo Duhalde, tras la muerte de Kosteki y Santillán, que lo sacó del sillón de Rivadavia.
Hay que tener en cuenta que no todas las protestas son iguales: hay movilizaciones que buscan detener políticas concretas -como las movilizaciones contra la pastera en Gualeguaychú o las marchas por más seguridad en tiempos de Blumberg- y otras que explícitamente buscan la salida del presidente, como las movilizaciones contra Fernando Collor en Brasil, en 1992.
"El problema es que, en un contexto de crisis, las primeras pueden escalar hasta transformarse en las segundas", alerta Pérez Liñán.
¿Y qué deberían hacer entonces quienes tienen responsabilidades políticas? O, ¿cómo aprovechar esta activación de las demandas y, a la vez, minimizar los riesgos desestabilizadores?
Hay varias propuestas al respecto. Están quienes hablan de la necesidad de un republicanismo aggiornado , con instituciones más flexibles capaces de registrar estos cambios. Es el caso de Cheresky, que propone una reforma política que contemple una renovación de los mandatos, cuando haga falta. Otros recomiendan más responsabilidad a los líderes políticos a la hora de enfrentar estas protestas. Aconsejan evitar los discursos polarizantes y la demonización de los opositores, estrategias, todas, que serían el equivalente a ingerir sal en medio de un ataque de hipertensión. En términos de Peréz Liñán: "Son actitudes de las que echan mano los presidentes, pero que son contraproducentes porque pueden socavar el potencial democrático en este momento de cambio".
Lo que parece seguro es que el nuevo milenio abrió un nuevo juego político: un juego sin vuelta atrás, en el que el "pueblo" fue definitivamente reemplazado por la "gente" o, en términos más modernos, la "multitud".
Materia de estudio
El asambleísmo y el veto ciudadano no son fenómenos argentinos ni ocupan únicamente a los politólogos locales. Son materia de estudio de intelectuales en todo el mundo. Uno de ellos es el francés Pierre Rosanvallon, autor de La contrademocracia, un libro que hace eje en la idea de la desconfianza ciudadana en la representación. También el italiano Paolo Virno, autor de La gramática de la multitud, habla de este cambio cuando decreta la muerte del "pueblo" y su reemplazo por la "multitud", a la que describe como inclinada hacia formas de democracia no representativa. Así las cosas, mientras el "pueblo" converge en una voluntad general -de contenido positivo, si se quiere-, la multitud sólo converge "contra" algo.
La "contrademocracia" alude a los poderes indirectos de las democracias occidentales, como aquel que encarna, por ejemplo, la figura del defensor del pueblo. Rosanvallon asegura que la desconfianza es una clave de la nueva ciudadanía, que utiliza tres pilares: el control, el veto (el estallido) y la calificación de la actuación de los representantes.
El italiano Toni Negri, autor de Imperio, es otro que habla de la crisis de las instituciones tradicionales. Y en cuanto al término que usa Cheresky para denominar este fenómeno -"democracia inmediata"-, está tomado de su colega Dominique Schnapper, una politóloga francesa que habla de la tendencia contemporánea a la autorrepresentación.
Las protestas durante la crisis del campo, la caída de Ibarra como consecuencia de Cromagnon y las asambleas en Gualeguaychú mostraron la emergencia de una nueva sociedad civil, consciente de su poder de presión y dispuesta a ponerlo en práctica Por Laura Di Marco
Un intenso movimiento social, que duró casi cuatro meses y desembocó en cacerolazos urbanos y cortes de ruta rurales, terminó torciéndole el brazo a la Presidenta con las retenciones móviles, una medida que había anunciado como intocable. Antes, la protesta por las pasteras de Botnia había interpelado largamente al poder K. También la presión de las víctimas de Cromagnon, en medio de un clima general de impugnación, obligó a Aníbal Ibarra a dejar el Ejecutivo porteño, experiencia que vivieron otros intendentes y gobernadores destituidos o suspendidos desde 2001 hasta la actualidad. También en los años de Néstor Kirchner, la presión ciudadana en reclamo por la inseguridad, cristalizada en la Cruzada por Axel, dejó al desnudo la falta de una política de seguridad y forzó al oficialismo a pagar el costo por esta carencia.
Tal vez haya que ubicar la matriz política de este nuevo veto ciudadano, simbolizado por los cacerolazos o los cortes de ruta, en el estallido de 2001, que terminó desalojando a Fernando de la Rúa del poder: fue esa foto la que hizo visible el primer cacerolazo de efectos concretos.
¿Nació entonces, en 2001, una ciudadanía con características nuevas y capacidad de veto, cuyas claves parecen escapársele a la clase política actual, que sigue leyendo con lentes viejos fenómenos nuevos?
Y, en esa misma línea: el intenso movimiento social que obligó a girar las retenciones móviles al Congreso, ¿puede incluirse en esta modalidad de veto o fue otra cosa? ¿Existe en la Argentina, como en otras democracias occidentales, una tendencia de la gente a la autorrepresentación, en un escenario de partidos débiles e instituciones frágiles?
Hay una realidad muy palpable, más allá de cualquier otra posible lectura de los hechos: después de 2001, en la Argentina, ningún presidente o gobernador duerme tranquilo si las encuestas de opinión le dan mal o existe la amenaza concreta de un cacerolazo o una protesta callejera. En una palabra: la amenaza latente del cacerolazo y la presión virtual de las encuestas, nuevas brújulas de las democracias contemporáneas, se han convertido en los nuevos alternadores anímicos de cualquier político, ya sea del oficialismo o de la oposición.
La preocupación en el poder puede desatarse a partir de una protesta relativamente menor, como le ocurrió a la Presidenta días pasados cuando vio desplegarse la violencia en el ferrocarril Sarmiento, o como consecuencia de un conflicto mucho más complejo como fue la guerra con el campo. Como apunta Eduardo Fidanza, director de la consultora Poliarquía, la clase media ha encontrado un arma para aterrorizar políticos y la usa con éxito. "Es claro que ningún gobierno post 2001 podría tolerar un muerto", explica.
Pero esta ciudadanía siglo XXI, con claves propias, no parece ser un fenómeno exclusivamente argentino, aunque en la Argentina de 2001 se dio con características criollas. Se trata, por el contrario, de un movimiento social que muchos politólogos e investigadores vienen estudiando y que se da, con particularidades propias en cada caso, en las democracias occidentales. Nadie todavía comprende muy bien esta dinámica, admite el politólogo argentino Aníbal Pérez Liñán, desde la Universidad Pittsburgh, "por eso es fácil entrar en pánico cuando las cacerolas empiezan a sonar".
Quien le ha puesto en la Argentina lupa a los efectos generados por los movimientos sociales nacidos en 2001, con el "que se vayan todos", es el investigador Isidoro Cheresky y su equipo del Conicet, integrado por los politólogos Federico Montero y Darío Rodríguez. La investigación de Cheresky tiene una hipótesis central: el cacerolazo es una forma novedosa de veto ciudadano y, a la vez, es el "nuevo consenso" de una ciudadanía diferente, cocinada en el horno político del comienzo del nuevo milenio.
Pérez Liñán le agrega un dato interesante y extiende su análisis al resto de América latina: lo novedoso aquí no es que existan movilizaciones para vetar políticas públicas o, incluso, para reclamar la salida de un gobierno, sino la frecuencia y el éxito que ha tenido esta estrategia. Las pruebas: a partir de los años ochenta, 18 gobernantes latinoamericanos perdieron el cargo a raíz de estallidos ciudadanos.
Pero, ¿qué características propias tiene este "modo de ser" ciudadano?
Hay que decir, para empezar, que se trata de una sociedad civil muy diferente de la que existía en la década del 80, donde todavía un candidato lograba movilizar a un millón de personas para un acto. Este modo de ser en el espacio público es, también, más virtual que real, pero no por eso menos potente. Digamos que todo lo contrario. Esta ciudadanía pesa decisivamente sobre las instituciones, aunque no esté presente. O, mejor, aunque su "presencia virtual" se da a través de las encuestas de opinión y de los medios masivos de comunicación, que amplifican cualquier protesta, por más pequeña que sea.
Además es activa, fluctuante, mucho más independiente que en el pasado de cualquier corporación (sindicatos, partidos políticos, etc.), y, sobre todo, tiene poder de veto al día siguiente de votar. Hay algo curioso aquí, dicen quienes se dedican a estudiar este mecanismo: los que votan suelen ser los mismos que vetan, como ocurrió con el conflicto del campo, en el que muchos de los que salieron a las rutas a protestar habían elegido a Cristina Kirchner en las urnas, pocos meses antes.
Es que, según esta mirada, la legalidad de los presidentes democráticos actuales ya no se consigue sólo en las urnas, como argumentaba el gobierno K durante la pelea con el campo. Según Cheresky, hoy la "otra columna" de una democracia occidental es la opinión o el peso que esta ciudadanía tiene en un escenario de identidades partidarias frágiles y relaciones fluctuantes con el líder político.
El hecho de que un 65 por ciento de la sociedad estuviera a favor de la protesta del campo -un porcentaje que, sin duda, se conectó con un malestar urbano previo, vinculado con la inflación y, quizá, con el estilo político de la Presidenta-, influyó decisivamente en el desarrollo del conflicto. Más aún, Fidanza revela que, de acuerdo con las mediciones de la firma Poliarquía, la imagen de Cristina empezó a subir desde el mismo momento en que decidió girar las retenciones móviles al Congreso e inició la serie de cambios "cosméticos" de su imagen. Del 20 por ciento en el que cayó, hoy subió aproximadamente al 30 por ciento.
La volatilidad del escenario se hace también evidente en lo que el sociólogo de Poliarquía llama "síndrome de extrañamiento de Néstor". Traducido al lenguaje común, esto significa que el ex presidente volvió a subir recientemente en las encuestas por dos razones: no surge en el horizonte una alternativa mejor y él se corrió de la escena, lo que deja espacio para evocar lo bueno de su gobierno, por aquello de que todo tiempo pasado fue mejor.
Toda esta novedad debe ser sazonada con un escenario post 2001 en el que se registra un retroceso de las corporaciones en general. Un escenario de instituciones débiles, que forman un terreno fértil para el nacimiento de ciudadanos que tienden, cada vez más, a la autorrepresentación, con todas las virtudes y todos los peligros que encierran estas movidas.
Pero, ¿no hay en la Argentina aparatos políticos que siguen funcionando muy bien? ¿Acaso Néstor Kirchner no sigue apoyándose en el aparato del PJ bonaerense para ganar elecciones? Cheresky recuerda que, en las últimas elecciones, hubo diez distritos del territorio bonaerense que desalojaron a intendentes muy enraizados, en un territorio que tradicionalmente es mucho más estable que la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo. En una palabra, el "pueblo" de los 70 y de los 80 parece haber sido reemplazado por la "gente": un conglomerado con plena consciencia de su derecho a tener derechos, que multiplica sus demandas.
Resulta lógico entonces que, desde esta mirada, la pulseada con el agro se haya convertido en un ejemplo perfecto, asimilable a los movimientos desatados por la tragedia de Cromagnon, la Cruzada de Axel o la protesta por las pasteras. En un reportaje reciente con LA NACION, Cheresky lo explicaba así: "El actor principal en la crisis del campo son los autoconvocados, que deliberan y votan al lado de la ruta. Vimos resurgir el asambleísmo, que es el signo de esta época, y que siempre emerge cuando hay problemas de representación política". Y agregó: "Los partidos ya no son los organizadores de la vida política, y no van a volver a ser lo que eran: se ha fracturado la identificación de los ciudadanos".
Pueblo, gente, multitud
Pero, ¿no puede resultar riesgoso que, en un país con instituciones débiles como la Argentina, cualquier protesta se desmadre y termine en el desalojo de un gobierno? Los intelectuales oficialistas de Carta Abierta vieron en la crisis del campo un clima "destituyente", más que un escenario de ampliación de la democracia: ¿puede haber algo de eso aquí?
El sociólogo Ricardo Sidicaro, también investigador del Conicet, es uno de los que alerta sobre este costado destructivo de la "autorrepresentación". Lo explica así: sin instituciones que ordenen y compatibilicen las demandas, se puede volver al predominio de las corporaciones en la escena política, lo que es ajeno a la democracia occidental. Sidicaro admite que hoy los perjudicados directos tienen más posibilidades de plantear sus problemas en el espacio público, pero lo que no saben o no pueden es encontrar una solución; por eso hacen falta los partidos, para que éstos filtren esas demandas con criterios distintos a los enojos momentáneos.
"La demagogia encuentra tierra fértil en movilizaciones de indignación y ese es otro peligro para la democracia", alerta Sidicaro.
Pero Fidanza, que suele tomarle constantemente el pulso a la sociedad argentina través de sus sondeos, sale a tranquilizar con ironía: "Mientras la gente pueda comprar su electrodoméstico, ningún gobierno en la Argentina corre peligros extremos".
En efecto, aquí hay dos miradas y dos pronósticos: uno optimista; otro pesimista. Por un lado, están los que ven en esta ciudadanía un crecimiento de la democracia. Fidanza acerca un dato de ese crecimiento: "Los presidentes argentinos post 2001 saben que la legitimidad no podría tolerar ni un solo muerto en una manifestación; esto, comparado con los setenta, es un logro de nuestra democracia".
Hay temor de que los ciudadanos deliberen y gobiernen "más allá" de sus representantes, bromea Pérez Liñán. Y comenta una paradoja que se da en la interpretación de las protestas recientes en la Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela. "Cuando las movilizaciones tienen el signo ideológico o partidario "correcto", algunos políticos e intelectuales las celebran como verdaderas manifestaciones de la voluntad popular. Cuando, en cambio, la misma estrategia es empleada por manifestantes de signo opuesto, las movilizaciones son denunciadas como fascistas y antidemocráticas". Hay algo real, dice: en cualquier caso, la frontera entre peticionar a las autoridades y extorsionarlas es tenue.
Protestas y protestas
Cheresky también alerta sobre las aristas "antipolíticas" que, llevado al extremo, puede tener el veto ciudadano. Una de ellas es lo "imperativo" de las demandas: la necesidad de satisfacción inmediata se choca con los tiempos institucionales. Otra es que, en un escenario de debilidad institucional, existe el peligro de que aparezcan poderes de otro signo, como los mafiosos.
En sus investigaciones, sin embargo, su conclusión más fuerte es que los brotes de ciudadanía del siglo XXI no persiguen fines "destituyentes" ni proponen caminos alternativos. Más bien, los une el "no" ante algo. Otro de sus argumentos es que siempre se apoyó el camino de las urnas: esto se vio en la sucesión de Fernando de la Rúa y en el llamado a elecciones anticipadas de Eduardo Duhalde, tras la muerte de Kosteki y Santillán, que lo sacó del sillón de Rivadavia.
Hay que tener en cuenta que no todas las protestas son iguales: hay movilizaciones que buscan detener políticas concretas -como las movilizaciones contra la pastera en Gualeguaychú o las marchas por más seguridad en tiempos de Blumberg- y otras que explícitamente buscan la salida del presidente, como las movilizaciones contra Fernando Collor en Brasil, en 1992.
"El problema es que, en un contexto de crisis, las primeras pueden escalar hasta transformarse en las segundas", alerta Pérez Liñán.
¿Y qué deberían hacer entonces quienes tienen responsabilidades políticas? O, ¿cómo aprovechar esta activación de las demandas y, a la vez, minimizar los riesgos desestabilizadores?
Hay varias propuestas al respecto. Están quienes hablan de la necesidad de un republicanismo aggiornado , con instituciones más flexibles capaces de registrar estos cambios. Es el caso de Cheresky, que propone una reforma política que contemple una renovación de los mandatos, cuando haga falta. Otros recomiendan más responsabilidad a los líderes políticos a la hora de enfrentar estas protestas. Aconsejan evitar los discursos polarizantes y la demonización de los opositores, estrategias, todas, que serían el equivalente a ingerir sal en medio de un ataque de hipertensión. En términos de Peréz Liñán: "Son actitudes de las que echan mano los presidentes, pero que son contraproducentes porque pueden socavar el potencial democrático en este momento de cambio".
Lo que parece seguro es que el nuevo milenio abrió un nuevo juego político: un juego sin vuelta atrás, en el que el "pueblo" fue definitivamente reemplazado por la "gente" o, en términos más modernos, la "multitud".
Materia de estudio
El asambleísmo y el veto ciudadano no son fenómenos argentinos ni ocupan únicamente a los politólogos locales. Son materia de estudio de intelectuales en todo el mundo. Uno de ellos es el francés Pierre Rosanvallon, autor de La contrademocracia, un libro que hace eje en la idea de la desconfianza ciudadana en la representación. También el italiano Paolo Virno, autor de La gramática de la multitud, habla de este cambio cuando decreta la muerte del "pueblo" y su reemplazo por la "multitud", a la que describe como inclinada hacia formas de democracia no representativa. Así las cosas, mientras el "pueblo" converge en una voluntad general -de contenido positivo, si se quiere-, la multitud sólo converge "contra" algo.
La "contrademocracia" alude a los poderes indirectos de las democracias occidentales, como aquel que encarna, por ejemplo, la figura del defensor del pueblo. Rosanvallon asegura que la desconfianza es una clave de la nueva ciudadanía, que utiliza tres pilares: el control, el veto (el estallido) y la calificación de la actuación de los representantes.
El italiano Toni Negri, autor de Imperio, es otro que habla de la crisis de las instituciones tradicionales. Y en cuanto al término que usa Cheresky para denominar este fenómeno -"democracia inmediata"-, está tomado de su colega Dominique Schnapper, una politóloga francesa que habla de la tendencia contemporánea a la autorrepresentación.
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