EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI
Acabo de enterarme, por un diario europeo, de que el Palacio de Buckingham, sede de la corona británica (a la que le costó tanto digerir la informalidad, el alto perfil y la condición mediática de Lady Di), está patentando la marca Middleton, apellido de la esposa del príncipe Guillermo de Inglaterra, embarazada del que algún día podría ser heredero del trono… Y de una marca con menos boato pero rendidora.
En rigor, Middleton siempre pareció, más que un nombre con clase, una buena marca, aún antes de la boda, que además prosperó por el efecto colateral del carisma de Pippa, la hermana de Kate, convertida en una celebridad que vive de lo que factura la prosaica empresa de eventos de la familia y desde ahora también, patentes mediante, de su participación en una marca real con grandes aspiraciones comerciales.
Hace unas semanas, el Daily Telegraph informó que la Oficina de Patentes está registrando todo tipo de productos que puedan ser vendidos bajo la marca Middleton, propiedad de la Fundación de los Príncipes. Hace tres años, los titulares de la Fundación ingresaron alrededor de 700.000 euros en donativos. Un año después, la cifra ya rondaba 1,2 millones de la misma moneda, lo que impulsó la medida de patentar la marca.
El propósito de registrar la propiedad de remeras, zapatillas deportivas y gorras es prepararse para competir legalmente con la presunta cascada de productos falsos que la popularidad de los Middleton amenaza con generar. Kate, añade el diario, encabeza tendencias, lo que explica que ya suscite interés en grandes tiendas internacionales por incorporar las prendas y objetos Middleton a sus catálogos. Una de las primeras en hacerlo en España sería la cadena Zara.
El auge de las marcas personales se sustenta en la inmediatez de Internet para conectar directamente con los fans a nivel global. En este terreno, todo vale. “No encuentro un zapato”, confesaba hace unos años en Twitter Kate Moss, como ardid para vender la marca que usa y por la que cobra. Ejemplos de este tipo se multiplican día a día.
Pero mantenerse como marca exige no pocos esfuerzos y desvelos. La competencia se juega principalmente en las redes sociales, y muchos son los que están dispuestos a “sacrificar”, es un decir, su propia intimidad para mantenerse al tope. El marido de Demi Moore, Ashton Kutcher, puso una vez la foto de la estrella planchando en bragas. Demi primero se ofendió y amenazó con dejarlo, pero después de que Kutcher enviara medio millón de disculpas por el mismo medio, que terminaron por ponerlo a él y a ella a la altura de popularidad de Barack Obama, la pareja se reconcilió. Negocio redondo para ambos que viven de su fama.
Hasta hace quince o veinte años, el grado de renombre de una persona se medía por la cantidad de fotógrafos y paparazzi que seguían sus pasos adonde fuera. Hoy es diferente; el rating lo da el número de sus seguidores por Internet.
El trámite de una marca personal puede seguirse a través de las iniciativas de los más famosos cocineros de la televisión. Comenzaron por publicar libros con sus recetas y consejos; luego algunos abrieron sus propios restaurantes hasta decidirse a explotar sus propias marcas. Como no hay nada nuevo bajo el sol, conviene recordar que el primero de la serie fue “Gato Dumas”, a mediados de la presente década.
Convertidos los medios en detonantes de marcas personales, desde las que identifican a prendas que se visten o comidas que se ingieren, hasta los valores que están en boga, no extraña que una vez puesta en marcha públicamente una tendencia ya no se la pueda parar. Pantone, la firma encargada de elegir “el color del año”, esta vez se decidió por esmeralda, casualmente el que llevaba Kate Middleton en varios eventos a los que asistió el año pasado.
Tiene razón Daniel Boorstin cuando dice en “The image” (1961), un libro de lectura imprescindible para los estudiosos de las comunicaciones y relaciones institucionales, que “Los británicos viven con un gran número de ficciones legales. La monarquía es solo la más prominente de ellas”.
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