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domingo, 10 de junio de 2012

ENTREVISTA A HORACIO GONZALEZ

"Cacerolear es una creación ilusoria"

La huelga del campo reactivó la memoria del enfrentamiento con el Gobierno en 2008. El principal referente de Carta Abierta reflexiona sobre cómo afectó y afecta el orden simbólico, su dimensión en la subjetividad colectiva, el republicanismo y el rol de los medios.

Por Jorge Fontevecchia
10/06/12 - 01:16
"Cacerolear es una creación ilusoria"Prestigio. Intelectual reconocido, director de la Biblioteca Nacional y miembro de Carta Abierta, González explica las múltiples tensiones instaladas en la sociedad.

El director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, respondió por escrito un cuestionario sobre el papel tanto instituyente como destituyente del campo durante el conflicto entre los ruralistas y el Gobierno en 2008, reavivado recientemente. El texto no era para publicar sino que era parte de un trabajo para el seminario “Ambitos sociales, institucionales y comunitarios en la construcción y transformación de la subjetividad”, dictado por el profesor Cristian Varela dentro de la Maestría de Estudios Interdisciplinarios de la Subjetividad, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que el director de PERFIL cursó. Las preguntas fueron construidas con textos de La institución en la dialéctica de Sartre, que Varela produjo para la Universidad de París en junio de 2009, y del mismo Varela el libro La institución argentina.
Tanto el cuestionario como las respuestas tenían un fin académico, fueron combinadas antes de que el tema del campo volviese al centro de la escena y tenían una perspectiva histórica. Pero la huelga rural hizo que este texto universitario tuviese valor periodístico, que se publica con expresa autorización tanto de la cátedra del seminario como de Horacio González, quien pide que se aclare que sus respuestas fueron escritas a “vuelapluma”.
—¿Podríamos afirmar, en relación con los días de la 125 y del conflicto con las patronales agrarias, que 150 años después de los escritos de Alberdi (en “Bases”) persiste una tendencia que retrae lo público hacia lo individual y deshace la unidad en particularidades?
—Creo que el conflicto en torno a la Resolución 125 contenía tanto potencialidades escisionistas (respecto del Estado y la nación) como individualistas y particularistas, propias del productor atomizado del mercado que no percibe las complejas intervinculaciones del proceso real de producción. Es conocida la fuerte intermediación de empresas que poseen tecnologías de sembrado y monopolio de semillas, que son parte del brusco cambio de la cultura agraria argentina. Este nuevo tipo de explotación agrícola y de una extraordinaria diversificación de las posibilidades de obtener nuevas lógicas de rentabilidad alberga tendencias centrífugas respecto al Estado-Nación. Es adecuado recordar a Alberdi, quien pensó este y otros temas, en su época, pero a la luz de premisas fuertemente constitutivas (en lo constitucional y en lo productivo) que presuponían una unidad territorial, moral e intelectual de la Argentina. Esto estaba lejos del liberalismo, que partía de la autonomía rentística de los sectores sociales. Al contrario, Alberdi parte del examen del sistema rentístico desde un punto de vista de un liberalismo universalista, que hoy nos puede resultar bastante ingenuo, pero contenía la idea de un “mundo real” basado en fuerzas económicas y libertades efectivas emanadas de la división del trabajo internacional, tan alejado del “individualismo posesivo” como de un agrarismo utópico-capitalista sin Estado. Si bien su héroe es el ingeniero Wheelright y no los soldados de la independencia –cuya fase militar había concluido–, no se privaba de postular otros núcleos simbólicos que, junto a su confianza en la “globalización” –palabra que no emplea–, implicaban una nación entendida no meramente como una suma de individuos, sino como un drama colectivo de libertades.
—¿El reciente cacerolazo en protesta por el aumento de la valuación inmobiliaria en la provincia de Buenos Aires refleja algún punto de continuidad con el de la 125 de hace cuatro años?
—Indudablemente, sí. Por más que esta acción siempre corona en algún tipo de reu-nión pública (por ejemplo, en las esquinas de Callao y Santa Fe o de Coronel Díaz y Libertador), tiene un potencial disolutorio de la misma condición ciudadana. Las que practican el cacerolazo –me exime de los heterogéneos ejemplos históricos recientes que le dan más colores a este acto– son esencialmente personas unidas por el mismo vínculo que une a los televidentes entre sí. Eso es: la ilusoria creación de grupos fugaces que establecen una circulación de signos de descreencia sobre lo público-estatal. ¿Por dónde circulan? En primer lugar, por la red televisiva adversa al Gobierno, por una razón más profunda que los desa-cuerdos compartidos por tal o cual política oficial, sino porque revelan un nuevo tipo de subjetividad alegórica. La llamo así porque, por más que proviene de sentimientos que caracterizaríamos como “de clase”, hay un desfondamiento interno de esta noción, pues ahora son una suma de signos que está a la espera de que se consume la receptividad social. En este sentido, son una continuidad pero también una discontinuidad respecto a los meses en que se debatió la 125, pues se mueven con fugacidad facciosa entre esquinas de barrios simbólicos (o a los que convierten en simbólicos) y la propagación que permite el móvil del canal televisivo que actúa como “síntesis de múltiples determinaciones”. Todo esto no excede el cambio de los signos, pues carecen de nexos sociales fundantes; por eso son alegorías, pero introducen un elemento temible, como toda alegoría y, desde luego, tienen temibles potencialidades. Son un aglomerado externo de signos en acción rápida, sintomática. Carecen de correlato social, en el sentido de algo inherente al sujeto activo, pero son formas pasivas que revisten un fuerte sentido de sustitución de las formas activas. Son formas de acecho, espera, circunloquio, digresión. Pero en su capacidad de remedo de los hechos de 2008, muy evocativas.
—Reflexionando históricamente sobre el lugar de las instituciones en la constitución de la sociedad argentina, y en virtud de que “la institución vence al tiempo”, ¿podría afirmarse que cargamos con el peso de una republica inconstituida que todo el tiempo se revela como destituyente?
—Lo que hoy llamamos República debe ser reconstituido. No como pide el republicanismo abstracto ni tampoco negando la pertinencia histórica de este gran concepto, sino demostrando que sólo hay república si hay un doble movimiento de constitución que sea trascendente y a la vez inmanente, esto es, la República debe nutrirse de formas democráticas capaces de radicalizar la idea misma de República, y debe acudir a su historia interna de formación y coordinación entre los poderes del Estado. Pero todo lo que hay adentro de la República es tan importante como lo que hay afuera. Y así como los grandes medios de comunicación utilizan el concepto de una manera difusa o metonímica (sólo para insinuar que hay “corrupción” o “inmoralidad”), es necesario tomar esta dialéctica entre lo inherente y lo trascendente de la República, para poder pensar los medios de comunicación desde la sociedad y no la sociedad desde los medios de comunicación. Esta inversión copernicana, que los genuinos medios de comunicación deberían ser los primeros en exigir, sería una refundación de la República, como condensación de sus poderes propios y los estímulos de todos los poderes sociales que se hallan en su exterior. Es verdad que la República está “inconstituida”, pero constituirla no es tanto la tarea del republicanismo táctico, sino de una República social que no es tanto que “venza al tiempo” sino que lo constituye como un tiempo necesario de larga duración, como decían los historiadores franceses no tan inactuales.
—Las carencias institucionales son producto de las carencias sociales, tanto demográficas como democráticas, y en el caso argentino se dio una rareza: la institución se anticipó a la masa, provocando ese desfasaje que califica a la Nación como “inconstituida”, o sea, destituida de población. ¿Cuál es hoy el principal factor destituyente?
—No me parece mal ligar el pensamiento político a mayores preocupaciones por la cuestión demográfica. La demografía argentina es la historia social argentina. Pero reescribir hoy las Bases de Alberdi exigiría un esfuerzo mucho mayor que la noción de “gobernar es poblar”, a no ser que a esta célebre frase le adjuntemos una idea de pueblo que no excluya la demografía ni lo convierta en un ser metafísico. Pueblo es lo que se constituye en las fisuras de la Historia, siempre de modo cambiante y con retraducción de las voces que ya estaban configuradas. Siempre hay algo de destituyente en la acción social, y la dimensión política debe recuperarlo como estímulo. Siempre hay instituciones que parecen “estar de más”, pero es porque nunca una institución cumple estrictamente sus fines, sino cuando admite en su pensamiento que puede ser “sobrada” por lo inestable de toda vida social. Sin instituciones no podríamos hablar de nada, por eso es verdad que son producto de las “carencias sociales” y es verdad que muchas veces parecen inauténticas por ser apriorísticas respecto a la sociedad. Pero dudo mucho de que una fuerte actividad de cambios sociales adecuados pueda realizarse si no ocurren varias cosas simultáneamente: reformar instituciones preexistentes, inventar otras que parecen (o son) inconstituidas (o constituidas previamente a la representación social efectiva) y tener capacidad de reunir un pensamiento democrático y un pensamiento demográfico. Es decir, las instituciones navegan en medio de aglutinamientos poblacionales, por lo tanto hay que recurrir a nociones de “multitud” y otras, que sin hacer indebidas concesiones a bibliografías recientes, pueden aclararnos algo sobre el difícil papel del momento de la institución y el momento de la población en movimiento. Lo primero tiene una momentánea ausencia de movilización; lo segundo pone a las instituciones frente a su destino comunitario. Mucho de esto percibimos hoy como juego esencial de la reconstrucción de la democracia en la argentina.
—Tanto Alberdi como Sarmiento consideraban que la extensión del desierto argentino, por su efecto de la distancia y el aislamiento, debilitaba el vínculo social. ¿Cuál es hoy el mayor impedimento para la unidad institucional?
—El desierto fue una gran metáfora literaria de la que Sarmiento sacó mejor provecho que Alberdi, que no extrajo de allí una fantasmagoría social sino un programa de acción política basado en el doblamiento y el acatamiento de la división del trabajo internacional. Nunca el “desierto” impidió nada, y aun hoy la noción de desierto se transformó en otras, como el tipo de “metafísica de la presencia” que utiliza la televisión en programas como Cantando por un sueño. Allí hay una idea de “unidad nacional” a través de una institución (un acto “territorial” de la “televisión”, valga la paradoja) que produce cuerpos fugaces de unidad, en este caso a través de una antiquísima tradición del concurso con premios, revelaciones, sufrimientos, expectativas y consagraciones. Pero sigue un modelo de “poblar el desierto”, generando un terreno alusivo al federalismo, las representaciones regionales, el “alma simple” de las personas y las tradiciones musicales puestas en “formatos televisivos”. Doy este ejemplo porque no podemos pensar hoy en una “unidad” concesiva a una suma organizada por el “gerente de contenidos” del canal, heredero de una mala interpretación del “gobernar es poblar”, sino de una acción en términos de corrientes culturales efectivas que atraviesan el cuerpo demográfico nacional. Siempre considerando la demografía no desde la estadística sino desde una ciencia cultural. La unidad nacional no es que algo la impide. Es que nunca se constituirá como una totalidad cerrada. Aquí me permito recordar o evocar algunos de los tramos de la obra de Ernesto Laclau, que trata este tema con grandes recursos de reflexión y argumentación.
—Esa distancia vacía a la que hacía referencia Alberdi impide la institución, hoy con una población de 40 millones de habitantes. ¿Persiste ese aislamiento destituyente en el ámbito rural?
—Alberdi piensa, en efecto, el territorio argentino no como un vacío sentimental o una vaciedad humana, sino como una realidad social a la espera de políticas demográficas, a las que él mismo formuló del modo que hoy conocemos, llegando a veces a una idea extrema de “recambio étnico”, lo que no afecta la potencia de su pensamiento, con el que hoy seguimos discutiendo. Alberdi percibió “la campaña” como llena de vida y de impulsos civilizatorios, y así se lanzó a la discusión con Sarmiento. Es cierto que hoy tenemos que pensar otra vez la relación campo-ciudad, pero ahora es la relación campo-ciudad-movimientos sociales- tecnologías comunicacionales-tecnologías de sembradío y desconexión de las nuevas comunidades sociales alrededor de la revolución técnica agropecuaria, que combinan el antiguo horizonte imaginario de la Sociedad Rural con hipótesis sobre la “sociedad del conocimiento”, a las que se las toma acríticamente, como factor clasista de cuño neoconservador, pero con tintes de un simulacro que bien podría acudir a una deformación sorprendente del concepto de “sociedad de libre productores”. Sigue siendo interesante medir a Alberdi con estas grandes mutaciones que en el sector agrario han ocurrido desde la revolución de la soja en combinación con las ideologías tecnológicas. Alberdi hubiera aceptado con inteligencia muchas de estas evidencias, pero siempre criticando su aspecto faccioso y, a veces, fuertemente descomprometido del destino común de las instituciones republicanas nacionales.
—¿Aquel gaucho desperdigado y desconectado en la inmensidad del territorio que era población pero no pueblo fue uno de los problemas de gobernabilidad de la argentina del siglo XIX porque sin pueblo no hay gobierno?
—El gaucho fue el pueblo, entendido como un ser real y literario al mismo tiempo, apto para su conversión en mito. Pero esto no le quita su pertenencia a una fase esencial de la historia social argentina. Actualmente, la metáfora del gaucho está por todas partes. Es cierto que como simulacro y astucia. El ruralista De Angeli apeló a fórmulas gauchescas que en realidad eran meramente chulas y vulgares, así como el torneo nacional de fútbol se llama Gaucho Rivero. No está mal disputar sobre esta herencia simbólica. Pero al hacerlo, es necesario tener en cuenta que en verdad estamos hablando sobre el modo en que se fue constituyendo, en sus diversos momentos, el pueblo argentino. Esta es la verdadera noción que hay que examinar, como realidad productiva, política, ausente y presente en el lenguaje político, y a la vez un vacío conceptual impresionante, que permite atraer hacia sí todo el pensamiento político de un momento histórico. Ante la carencia de razonamientos más genéricos, el gaucho aparece como figura idealizada que es reapropiada por los distintos sectores en pugna en la sociedad argentina.
—Asumiendo que la masa es la contrapartida de la distancia y el aislamiento porque la masa es implicación, ¿se podría decir que la concentración de inmigrantes del interior en el Conurbano bonaerense fue la base para la construcción del proyecto instituyente de Perón en los años 40 y 50?
—El Conurbano, me parece, es una idea más o menos reciente, que sin duda coincide con el surgimiento del peronismo. Todavía para Borges y Manzi, el Conurbano era un filón de las orillas de la ciudad y una forma desafiante del destino y del desconocimiento. (... “y más allá la inundación”). El peronismo vino de Berisso y Ensenada, de los grandes frigoríficos. El trans-Conurbano. Luego, se configuró en las provincias en alianza con distintos sectores del conservadorismo popular, y en la atmósfera intelectual, con alianzas de izquierda y derecha, que son bien conocidas. El “Conurbano” del primer peronismo es el que quiere superar la “Avellaneda de Barceló” y a lo sumo perdura una figura de ese mundo extinto, Solano Lima, en las alianzas peronistas de los años 70. No existían todavía las cuestiones vinculadas a la “existencia insegura”, tema tan traído y llevado, que ya pone la cuestión en un ámbito que supera la concepción del peronismo originario respecto a la inmigración del interior, que en su versión canónica venía a completar el necesario proceso de “sustitución de importaciones”. El film El bonaerense o la serie El puntero quieren retratar el nuevo Conurbano, donde dominan instituciones policiales que son encuadres simultáneos de la legalidad y la ilegalidad que organizan la vida social. El peronismo clásico quiso ser el control y la fundación de una legalidad social, Las actuales formas de actividad ilegal controladas por las propias instituciones conurbanas –que tienen un rostro dirigido hacia la ley y otro hacia la productividad de lo ilegal– son un horizonte nuevo que está atrayendo hacia sí todas las formas de la política. En este sentido, reponer una forma de la ley que atienda a estas modificaciones ocurridas en las formas de vida –sometidas a deficiencias conocidas, entre otras, la de la red de transportes– es una tarea que sólo puede encararse con nuevas nociones de lo político. No es que nadie haya hecho nada, pero se tropieza una y otra vez con el tipo de economías que las formas de existencia precaria permiten y alimentan. El peronismo sigue atendiendo estas configuraciones, pero ya es otra cosa.
—La recurrente contradicción entre la ciudad y el campo en la Argentina, ¿es el resultado de la naturaleza hecha carne?
—Veo más bien la contradicción entre Conurbano (que es ciudad y campo a la vez, desde el punto de la imaginación política) y lo que brota ciertas noches del cacerolismo en Callao y Santa Fe. El viejo ensayismo nacional podría estudiar allí lo que nuevamente se prefigura como “las dos Argentinas”.
—¿En las ciudades están las instituciones y en el campo los instintos?
—No me parece adecuado plantear así el problema, pero aceptando que suele estar presente esta contraposición en muchas conversaciones, diría que a veces se podría decir lo contrario. Hay en las instituciones ciertos procesos instintivos soterrados y en el campo, por lo menos en lo que ahora llamamos así, procesos rotundos de racionalidad técnica.
—Hegel consideraba que la agricultura era la institución primaria, ¿hubo en el conflicto del campo un choque entre instituciones arcaicas y modernas?
—El campo tiene su fuerza en que es una región real y al mismo tiempo imaginaria donde lo arcaico y lo moderno se dan cita. Esta simultaneidad no se le había escapado a Alberdi; Sarmiento no quiere verla porque no conviene a su seductor régimen de denuestos e imprecaciones.
—Castoriadis, en su libro “La institución imaginaria de la sociedad”, escribe que “la sociedad instituye en cada momento un mundo como su mundo y su mundo como el mundo”, entendiendo por mundo un conjunto de significaciones. ¿Hubo en el conflicto con el campo un choque de dos mundos?
—Lo hubo, sí. El Gobierno hizo más esfuerzos en superarlo que los representantes de lo que llamamos “campo”, que en sus versiones más extremas postulaban la absorción total del Estado en una especie de autogobierno sin ciudadanos sino con un neopatriarcalismo rural encargado de las funciones educativas, productivas, sanitarias, etc. Hay un famoso discurso de De Angeli que lleva hacia allí una teoría del Estado agrario y técnico, sin mediación institucional, sólo con falansterios rurales produciendo con transgénicos y financiando escuelas y cuarteles. Esta utopía era profundamente reaccionaria, y contó por momentos con apoyo de sectores de la izquierda. La desaparición del Estado, por más discutible que sea su existencia, siempre sirve a pensamientos retrógrados.
—También sostenía Castoriadis que “lo que mantiene unida a una sociedad es el mantenimiento de un conjunto de su mundo de significaciones”. ¿Se podría deducir que lo destituyente del conflicto de la 125 no se debía a que buscara un golpe de Estado a la forma del siglo XX contra el Gobierno sino a que amenazaba destituir el conjunto de significaciones que venía instituyendo el Gobierno?
—En efecto, podría decirse eso. Sólo que no sería tan necesario buscar en Castoriadis; alcanza con escuchar lo que decían los más importantes dirigentes rurales en ese momento. Consistía en reabsorber todas las funciones sociales en ese peculiar reaccionarismo que brotaba al costado de las rutas, por más atractivo que pareciera tener esa manifestación de propietarios que por obra de las complejidades comunicacionales se transmutaban en campesinos mesiánicos a lo Thomas Muntzer.
—¿Qué poder es más cohesionante hoy, el político o el de las cosas?
—Un gran tema contemporáneo lo iniciaron los lingüistas del siglo XX, al decir que se hacían cosas con palabras. Tomando estas proclamas con cautela, es posible pensar que las cohesiones sociales, que se rehacen constantemente –he allí su secreto–, permiten pensar los discursos como cosas. De ahí la importancia no sólo de gobernar los discursos, sino de gobernar con discursos e incluso de trazar territorios de gobierno a través de actos discursivos. Pero es preciso ver también que esa fusión entre los discursos y las cosas debe dejar lugar a reservas importantes al respecto, pues no es bueno asimilar lo real a lo discursivo, sino pensar lo real como la materia social, técnica o territorial que excede lo discursivo. Sólo que la línea fronteriza entre todas estas cosas nunca está clara, sino que es la materia misma de la discusión social y de la discusión por el poder.
—Si en el pasado la distancia conspiraba contra la unidad institucional, en el sentido de disolución, actuando de manera centrífuga, ¿no es hoy lo político-ideológico lo que atenta contra la unidad?
—Lo veo al contrario. Sólo lo político e ideológico, como última palabra del conflicto social, y que también lo constituye desde su inicio, es lo que garantiza la vida de las instituciones. Las formas de la distancia no conspiraron contra las instituciones. Sarmiento les concedió a las pulperías –que llamo a la manera española, “ventas”– un papel asociacionista fundamental, aunque le gustaba ver un desierto amenazante. Siempre hay distancia y hay institución, y hay institución porque hay distancia. Cuando uno va al interior, a un hotel de provincias, y prende a la noche el televisor y ve Cantando por un sueño u otros programas, no sabe realmente donde está. Esa anulación ficcional de la distancia no hace más que permitirnos pensar en la necesidad de las distancias como resguardo de un pensamiento libre, que trabaje con instituciones y con vacíos necesarios entre ellas.
—¿La Argentina inconstituida como república, hecha en las palabras antes que en las cosas, es el producto de una posición realista o nominalista donde las palabras no alteran las cosas?
—Los grandes movimientos sociales argentinos, como el yrigoyenismo y el peronismo, fueron realismos sociales que no quisieron ver el aspecto nominalista que también tenían. Eso les permitió en un sentido mayor apelación de masas, y en otro, tener cierta desconfianza hacia la natural tarea “nominalista” que siempre está implícita en los grupos intelectuales.
—¿Por qué cree que la palabra “destituyente”, utilizada por Carta Abierta durante el conflicto con el campo, llegó para quedarse en el vocabulario político y se masificó tan rápidamente?
—A veces una palabra que es “normal” en el mundo universitario llena un vacío anhelante en la vida política nacional. Fue un hecho excepcional y acaso irrepetible, pues la palabra proviene del juego posmodernista de la filosofía, y evoca textos de Derrida, Deleuze, Castoriadis, Badiou. De alguna manera estaba latente en la lengua social (que tiene más influencia de la lengua universitaria de lo que pensamos, aunque sea más fácil verlo a la inversa), aunque precisó que se presentara el momento justo. El movimiento ruralista era un hecho técnico nuevo. Digo técnico, aunque tuviera un notorio aspecto social. Debía ser respondido con un elemento de la alta vida intelectual, con aptitud de tornarse palabra habitual, Como hoy ya lo es. Su normalización revela uno de los aspectos más importantes del lenguaje. Convierte en rutina lo que ya está en él y que surge como novedad e irrupción cabal. Usar esa palabra hoy es negar el papel ilustrador que tuvo en su momento. Sólo hay que recordarla.
—Los hechos amalgamados en la historia tienen peso de ley como “la sanción de los siglos”. Paralelamente, las instituciones no residen en las fórmulas sino en sus prácticas. ¿Es posible vencer las resistencias a la institucionalización en una sociedad como la nuestra?
—Hay más institucionalidad de la que pensamos. La institución no es otra cosa que “el pensamiento de los siglos” en nosotros. Sólo que somos nosotros, los que al recibir esa sanción inesquivable del tiempo, protagonizamos la vida de las instituciones y a la vez su resistencia. Sólo se puede estar dentro de una institución resistiéndose a ella, pues eso es lo único que podría decir la voz del pasado. Lo recibimos porque ya pasó, pero fracturadamente pervive en nosotros. Una institución es un pasado que aglutina y a la vez fractura. La memoria es la verdadera institución de una sociedad, a condición de que perviva en sus fragmentos que nunca completan totalidades.
—¿La institución es un instrumento de cambio o en nuestro caso opera como sistema reproductor de tradiciones?
—Un verdadero cambio desritualiza instituciones. Pero fatalmente es exportador de nuevos rituales. Es imposible escapar a ello, y también es imposible no sentirse incómodo dentro de rituales. Este momento político suele incomodar porque representa un tránsito de unos rituales a otros, ligados de diferente forma al cambio social.
—Por su extensión continental, en Brasil los medios de comunicación audiovisual fueron un gran factor aglutinante pues cumplieron el papel de las instituciones de vencer la distancia y el tiempo. ¿Aquí en la Argentina los medios cumplieron algún papel instituyente o sólo destituyente?
—Los medios más grandes y ramificados, con mayor capacidad de “agencias de retransmisión”, cumplen un papel fundamental en la unidad simbólica de la nación. Sólo que si no criticamos el modo en que lo hacen tendremos naciones de telespectadores, que además hacen otras cosas como prolongación de esa disminución ontológica. Hay que reinventar, por lo tanto, la misma idea de usuario de servicios televisivos y de internet. Por supuesto, son grandes artefactos de indagación de las formas de vida y estamos dentro de ellos, pero no de una manera indiferente o meramente reproductiva. En verdad, debemos también estar fuera de ellos, como atesoradores de lenguajes, imágenes y sintaxis que son previas a las de los medios de comunicación de masas. La “cuestión nacional” hoy reside en crear otro vínculo entre la revolución comunicacional y la vida social.
—Para Sartre una serie, el ejemplo de la fila del colectivo, se transforma en grupo, lo que llamaba fusión de la serialidad, por un catalizador. ¿Fueron los medios de comunicación en la crisis del campo quienes unieron una serie de organizaciones inconexas y a miles de actores individuales desperdigados?
—Está muy bien el ejemplo de Sartre, pero la televisión de la época del conflicto rural no sabía que estaba aplicándolo. También Sartre analiza con gran pertinencia el tema de la radio como la creación de Otro que actúa como una “comunidad ausente”. Todos estos temas tienen una gran actualidad. Es cierto que la televisión busca ese momento de fusión; lo vemos ahora con su nuevo intento en relación con los últimos cacerolazos. Por otra parte, el estilo discursivo de la Presidenta también podría interpretarse como una superación de la “serialidad” a través de una permanente asociación y vinculación entre planos muy heterogéneos del lenguaje.
—¿El personalismo político es contrario a la institución porque no excede la dimensión individual y la función de la institución es vencer el tiempo?
—La idea de “personalismo” quiere decir realmente otras cosas, aunque en la historia argentina el rechazo hacia una forma de caudillismo sutil y reservada como la de Yrigoyen originó esa denominación. En el peronismo no se usó esta palabra, aunque sus “antipersonalismos” llevaron el nombre de otros “personalismos”, como el del “vandorismo”. Evidentemente, son los rasgos nominalistas que hay en toda historia nacional. El problema del nombre y su debate está hoy plenamente vigente. ¿Es posible ir sin nombre? ¿Es posible sentirse cómodo dentro de otro nombre que nos identifica además del que tenemos por partida de nacimiento? ¿La libertad es estar plenamente dentro de los nombres, o estar de un modo menos literal, omitiendo su pronunciación constante? Son los viejos temas de la política.

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