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Domingo 20 de enero de 2013 | Publicado en edición impresa

Jóvenes condenados a vivir en el margen

Por Fernanda Sandez | Para LA NACION
Los vimos. Corrección: se dejaron ver. Algunos iban con la cara cubierta, otros ni siquiera se demoraron en ese mínimo camuflaje. Tal vez no les importó que otros los vieran. Tal vez saben que sus caras no importan porque nadie repara demasiado en ellas. Ni en ellos. Son, en ese sentido, invisibles. Hasta que "algo" pasa (y lo que pasó hace un mes fueron saqueos en Bariloche, Rosario, y así hasta llegar a 40 ciudades, a 292 comercios, a 26 millones y medio de pesos perdidos, a 500 detenidos y a 4 muertos) y entonces sí: los vemos. De golpe y de a montones. Son chicos de catorce, veinte y no muchos más años en el remolino de cada andanada. ¿Que hubo quienes sólo fueron a mirar? ¿Que también hubo adultos? Seguro. Hubo adultos, mayores y hasta niños. También salteadores que se presentaron a la cita en camionetas, y se hartaron de cargar electrodomésticos y pantallas gigantes. Pero eso no implica desconocer la impronta joven de esa marea que irrumpió en supermercados y almacenes, y que se vuelve dato: la mitad de los muertos de aquellos días no tenía ni 25 años.
Por eso también -pasado el primer asombro, la primera indignación, el primer espanto- lo que queda es una certeza: la de que en un país en donde casi un millón de sus cuarenta millones de habitantes no trabaja ni estudia el vandalismo es, bien mirado, anécdota. El chorro del géiser que explota cada tanto y mantiene oculto el verdadero caos: miles de chicos a la deriva, saqueados de futuro, expulsados a la calle. La esquina como su nueva y terrible patria.
¿Quiénes son? ¿Por qué están ahí? El proceso, coinciden los especialistas, podría resumirse en décadas de industrias (y familias) desmanteladas. Ya hace 20 años estaban ahí, sólo que pocos querían verlos y además no eran tantos. Y ahí siguen: encerradas en sus casas algunas y criando ya un primer bebe (en la Argentina, 1 de cada 3 madres tiene menos de 24 años), agrupándose otros en las esquinas, reptando de la plaza al cíber algunos más. Evidentemente, el universo «ni-ni» (el de los jóvenes que ni trabajan ni estudian) nombra una realidad demasiado compleja para caber en cuatro letras.
La exclusión social de los jóvenes en Argentina, un estudio reciente de la Universidad Católica Argentina (UCA), elaborado a partir de datos de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), cuenta que en el país hay 746.000 jóvenes que no estudian ni trabajan; 536.000 de ellos, además, ni siquiera buscan trabajo. El fenómeno no parece haberse reducido durante la década kirchnerista, sino todo lo contrario: el economista Ernesto Kritz afirma que los jóvenes que no estudian ni trabajan suman 900.000, unos 350.000 más que hace diez años, una cifra que se disparó desde 2007.
Según Ana Miranda, investigadora del Conicet y coordinadora del Programa de Juventud de Flacso, "la denominación surgió en los noventa para dar cuenta de los jóvenes que dejaban los estudios y no eran absorbidos por el mercado de trabajo. Por esos años, su nivel de desocupación llegó a ser del 50%. Hoy el panorama es otro. Hay menos desocupación y hay políticas universales para ellos, por lo que la situación no es la misma que cuando esta categoría comenzó a usarse", afirma.
Sin embargo, no son un espejismo. Y para verlos tampoco hay que ir hasta Budge o Monte Matadero, o a Pablo Podestá -donde tres chicos fueron baleados esta semana, en un supuesto ajuste de cuentas entre bandas- o a Rosario -donde dos grupos que manejan la droga se enfrentaron a tiros hace días-, porque no hay ciudad donde no estén ellos, y su hoy inacabable. "Aguantando el día", según ellos mismos dicen.
Daniel Arroyo -politólogo, presidente de Poder Ciudadano y ex ministro de Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires- da precisiones: "Hablamos de jóvenes de entre 16 y 24 años que entran y salen del mundo de la educación y del trabajo sin lograr mantenerse en ninguno. No vieron trabajar ni a sus padres ni a sus abuelos, y por eso carecen del método. La escuela es la gran transmisora de método, y eso es lo que se ha perdido. Entonces, no tienen la rutina que se construye levantándose todos los días, lavándose los dientes. Éste es el principal problema social de la Argentina y, a menos que se genere una nueva política pública, la violencia no va a desaparecer porque hay una parte importante de la sociedad sin horizonte", alerta.
En efecto, para muchos jóvenes, las ideas del progreso a través del esfuerzo y del ascenso social a través de la educación son memorabilia de un mundo que ni siquiera tuvieron el gusto de conocer. "Para los adolescentes de ahora, la educación ha dejado de ser herramienta de progreso. A estar mejor se llega por conexiones (según los jóvenes de clase media y alta) o por «un golpe de suerte» (según los jóvenes de los sectores más empobrecidos)", explica Graciela Moreschi, psiquiatra y autora del libro Adolescentes eternos (Paidós). "En un mundo imprevisible, todas las trayectorias previstas se han roto. No hay idea de recorrido, de planificación, de pasado ni de futuro. Por eso no piensan en «progresar», sino en «salvarse»", apunta. El presente desbordado del saqueo es, en cierto modo, la epifanía de esa inmediatez. El estallido del ahora, en el más literal de los sentidos: todo junto, todo ya, todo al alcance de la mano.

Deseo y decepción

En Vidas desperdiciadas, Zygmunt Bauman habla de las sociedades modernas como gigantescas factorías de seres destinados al desperdicio, colocados de una vez y para siempre en el lugar de la sobra. Isabel Vázquez, fundadora de Madres contra el Paco, no necesitó leer a Bauman para llegar a la misma conclusión: le alcanza con abrir la ventana, y verlos.
"Acá, los pibes sobran. Cada familia tiene como mínimo cinco chicos que se hacen grandes de golpe. Se escapan, se van a la esquina y nadie va a buscarlos. Al final, dejan la escuela y lo peor es que no saben hacer nada. A mí, cuando no quise estudiar más, mi mamá me llevó de prepo a la casa de una modista a aprender el oficio. Pero ahora los padres son muy jóvenes, no se ocupan. Y al chico hay que ir a traerlo, hay que incorporarlo a todas las cosas", dice.
El punto es lo que marca Raquel Munt, desde la Secretaría de Hábitat e Inclusión de la ciudad de Buenos Aires: que muchas veces no hay quién vaya a buscarlos. En la Reina del Plata, ahí donde casi el 20% de los chicos que viven en villas no va al secundario, "las sucesivas crisis sociales fueron desgastando las instituciones. Hoy las familias suelen ser mujeres solas con varios hijos y muchas que no pueden garantizar el proceso de socialización. Lo mismo pasa con la escuela: en muchos casos el niño no es el sujeto pedagógico para el cual la escuela fue pensada", dice.
Por algo hace rato que "incluir" es el verbo fetiche entre los diseñadores de políticas sociales. Lástima que, a menudo, esto se reduce a poner dentro de un aula tanta gente como sea posible. "En mi colegio les dicen «los quietos», porque no molestan, pero tampoco participan ni prestan atención. Vienen por lo del plan, porque si no vienen se lo quitan. Y así tampoco sirve", cuenta Cecilia, profesora de Matemática en Lanús.
Con el tiempo, los quietos se van. Y, lo que es peor, no regresan. El estudio de la UCA consigna que cada año abandonan el secundario 135.000 alumnos, en una silenciosa sangría de futuro que arranca temprano. A los 15 años, 6% de los chicos no trabaja ni estudia; tres años después, la cifra se cuadruplica. Traducción: durante los años supuestamente destinados a acumular capital personal, uno de cada cuatro chicos no lo hace, o lo hace sólo intermitentemente. Y el fenómeno golpea sobre todo a los más pobres: "51% proviene del quintil más bajo de la distribución de ingresos. Son jóvenes que tienen un déficit estructural muy grande en educación y en capacitación para el trabajo. Ellos constituyen la fuerza laboral potencial de las bandas organizadas, debido a la ausencia total de otras perspectivas laborales y posibilidades de progreso dentro de la legalidad", apunta el documento.

Ni de aquí ni de allá

¿Es sólo aquí? No, definitivamente no. Ni la pérdida de fe en la educación ni el desgano como marca de agua de los más jóvenes son realidades locales. Pero lo que en Europa es gesto nihilista, en el caso de los «ni-ni» latinoamericanos (cuya cifra ronda el 20% en toda la región) parece responder a una dolorosa certeza: la de que la escuela no mejorará sus vidas.
"La idea de que a uno estudiando más le va mejor no está anclada en la práctica", dice Arroyo. "Les ofrecen llevar pizza, acuerdan un sueldo y les pagan mucho menos. Y muchísimo menos que lo que ganarían por vender droga o hacer política. Claramente lo que lee es que ése -el del esfuerzo y el estudio- no es el modelo."
Isabel también entiende de eso porque en su reino de 172 manzanas, detrás de la feria La Salada, dice, "sabemos -y lo denunciamos- que acá hay reclutamiento de pibes. ¿Para qué? Para fraccionar y preparar droga, y también para robar. Cuando fueron los saqueos, yo vi a barrabravas pasando con una camioneta y tratando de convencerlos. Les prometían cien pesos y les decían que lo que saquearan era para ellos. Los pibes pobres son siempre carne de cañón para lo que sea: para los sindicatos, para las marchas. Les prometen trabajo, les dan ochocientos pesos, les ponen un chaleco y les dicen que ellos son los que tienen que ir al frente", se queja. "O los usan en la guerra entre el paco y la cocaína. Todos los días hay tiroteos, todos los días mueren pibes. Hoy la droga es una industria, y para esa industria los pibes no valen más que un tiro", dice. Y se apaga entera.

Camino de regreso

¿Cómo se vuelve a poner en hora este reloj enloquecido? ¿Cómo se impide que a la hora de estudiar los jóvenes se limiten a ver pasar los trenes? Según Miranda, el camino de recuperación ya ha comenzado, y no duda en señalar a la AUH como un gesto poderoso. "Hoy, casi todos los jóvenes acceden a un plan social o algo. Pero, además, de a poco se va recuperando la idea de que estudiar sirve. Tenemos paneles de egresados de secundaria donde se ve que los grupos más pobres valoran la educación por sobre el trabajo. Ese es un dato."
Para Arroyo, en cambio, el panorama es bastante menos idílico. "En los barrios hay programas, pero las changas se cayeron, la inflación acucia y hay sobreendeudamiento. Sobran motitos y faltan billetes. Pero, además, se está errando la escala. Hay casi un millón de jóvenes «ni-ni» y programas sólo para 100.000; hay cuatro millones de personas que no acceden a créditos, y créditos sólo para 200.000. Repito: no se está tomando real dimensión del problema."
¿Su propuesta? Una acción integral, masiva y de largo plazo, similar al programa Bolsa Familia de Brasil, que tras décadas de aplicación sacó a millones de personas de la pobreza. "Hay que implementar un sistema de tutores que acompañen a los chicos. El tutor puede ser un vecino, un cura, una maestra, alguien respetado que se ocupe de que ese chico estudie y vaya a trabajar. Además, hay que ir hacia la educación dual (parte educación, parte práctica en fábricas y empresas, como en Alemania) para que al terminar su estudio tengan asegurado un puesto de trabajo."
Isabel, en cambio, prefiere hablar de amor. De la falta de amor, de ciertas formas imperdonables de la orfandad, de la necesidad de que los jóvenes de nadie se vuelvan, un día, los jóvenes de todos. "Porque este problema no lo tienen ellos; lo tenemos nosotros, porque los pibes siguen en las esquinas. Ésta es la asignatura pendiente de todos los gobiernos, porque si no hacemos nada como sociedad, esto es un búmeran. Tarde o temprano, en la calle, te vas a encontrar con uno de ellos", dice. Cae la tarde en Budge. Lo que es el futuro ya se cayó hace rato.

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