pintura ilegal
Insólito manual para los grafitis clandestinos en los subtes
A pesar de que pintar los coches está penado, se vende un cuaderno con dibujos de las formaciones. Lo usan para esbozar sus ideas antes de irrumpir en los túneles de la red.
El término “blackbook” viene de la jerga del arte callejero de Nueva York. Según describe la autora Janice Rahn en su libro Painting Without Permission: an ethnographic study of hip hop graffiti culture, es la propiedad más preciada de un grafitero: allí guarda desde ideas para nuevos murales hasta las firmas (tags) de otros colegas.
Por lo general, se trata de un cuaderno en blanco. Pero pintar un tren no es lo mismo que dibujar una pared. Todos son diferentes: tienen su forma distintiva, su textura y tamaño, su personalidad.
El libro del subte viene con dibujos en blanco y negro de los modernos coches Alstom (de la línea D), los Mitsubishi (de la B), los Nagoya (de la C) y los La Brugoise (que están siendo retirados de la línea A). Pueden apreciarse los detalles de la carrocería, el diseño exterior y hasta el logo de la concesionaria Metrovías. Hay seis de cada uno, para poder pintar una formación entera, y muchas hojas en blanco para dejar volar la imaginación.
Cuando salió a la venta, la página de Facebook de los creadores (UFOS) se llenó de comentarios, preguntas y “me gusta”, de la comunidad grafitera. Se consigue por $ 80 en casas especializadas en pintura en aerosol y en la galería Bond Street.
Por supuesto, para pintar un subte se puede diseñar en cualquier cuaderno en blanco. Y muchos de los bocetos que se dibujen en uno de los blackbooks probablemente nunca lleguen a plasmarse bajo tierra. La mayoría quedará sólo en las fantasías del autor, pero algunos tal vez no: según datos de Metrovías, más del 90 por ciento de las formaciones de las seis líneas están tapadas con grafitis. Repintar cada coche cuesta cerca de $ 40 mil.
Es una combinación de factores que se retroalimentan: la empresa, aseguraba, dejó de limpiar los coches por los problemas financieros que le ocasionó el traspaso; los grafiteros vieron que su obra perduraba y se entusiasmaron aún más con el trabajo.
Pero, ¿por dónde entran? Para los trabajadores del subte no existe ningún misterio. “Es suficiente con que se queden escondidos cuando termina el servicio y tienen todos los túneles para ellos”, explica uno de los empleados de la línea A. Suelen ser grupos de entre diez y 15 personas.
El fiscal de la Cámara Penal y Contravencional porteña Martín Lapadú, que investigó varias denuncias por pintadas en el subte, explica que los lugares elegidos para irrumpir suelen ser las estaciones cabecera y los depósitos, que tienen poca o ninguna custodia.
El delito de pintar trenes suele enmarcarse en los artículos 183 y 184 del Código Penal, transferidos a la Ciudad (daño agravado, por ser bienes de uso público), con penas de tres meses a cuatro años de prisión. Como generalmente no hay testigos, los fiscales acostumbran rastrear las redes sociales y los blogs de la comunidad grafitera. “Algunas investigaciones tuvieron buen fin en la Justicia local; suelen terminar en probation porque los imputados son jóvenes sin antecedentes penales. Ellos se autodefinen no como delincuentes sino como artistas”, explica Lapadú.
“En un caso intentamos darles un mural en Constitución para que puedan pintar, pero no quisieron. Dicen que su arte es así: efímero y clandestino. Y que hay una contradicción entre la cultura del grafiti
y el permiso para pintar”, describe.
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