Marketing
EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI
Tengo que pedir disculpas a los lectores por volver a ocuparme del fenómeno publicitario de las celebridades, pero es que la mitad de las grandes campañas que estoy viendo emplean a un famoso, o a una colección de ellos, para endorsar un producto o un servicio, sin contar a las síntesis de las novedades que envían los relacionistas de las agencias de publicidad que sólo se preocupan por señalar que trabaja mengano o zutano, invariablemente una cara conocida del cine, la televisión o el deporte.
Desde hace varios años, coincidentes con la expansión de la publicidad-espectáculo, parece ser que la asociación con una celebridad es el principal atributo de algunos productos. Como el recurso tiene pocas variables, se me ocurre que se corre el riesgo de uniformar los anuncios y campañas, borrando así los rasgos diferenciales que tanto costó establecer a algunas marcas.
Contratar a una celebridad y mostrarla en una campaña puede parecer una solución creativa sencilla, a juzgar por lo reiterado de su empleo, pero en verdad encontrar al famoso o famosa capaz de asociarse naturalmente con una marca y con los valores de la empresa que la respalda, y ofrecer mayores garantías con respecto a su conducta personal es por el contrario muy difícil. El segundo de los requisitos suelen llenarla personalidades que están en una etapa más equilibrada y apacible de su carrera, como sucede con Ginóbili, Verón o Palermo, por citar algunos de los más populares que endorsan marcas en la Argentina.
La experiencia enseña que el empleo de celebridades abunda en tropiezos y conflictos, sobre todo desde que estas se consideran a sí mismas marcas casi tan importantes como las que ayudan a promover. Por tal motivo, algunos publicitarios prefieren rescatar inolvidables desaparecidos, como los emblemáticos Audrey Hepburn y Humphrey Bogart, entre otros, que siguen prestando servicios a varios años de su fallecimiento.
Pero acabo de enterarme de un conflicto antiguo, que hace unos pocos días sacó del arcón del olvido el diario El País de Madrid, y que tuvo por protagonista a Alfredo Distéfano, nuestro mayor crédito histórico en el fútbol español (antes de que Lionel Messi se encargara de batir todos los récords), de la época en que Distéfano era la mayor figura del Real Madrid, y del fútbol europeo después de la Segunda Guerra.
He aquí la historia, que más que sorprendente parece increíble. El domingo 16 de diciembre de 1962, sin consulta previa, se publicó en los medios gráficos una página en la que el ídolo aparecía de cuerpo entero, y con una pelota cerca del pie. Hasta ahí, nada anormal. Pero bastaba con leer la primera parte del título, “Si yo fuese mi mujer…”, y bajar la vista para completarlo, “Usaría medias Berkshire”, y ver las familiares piernas robustas y peludas del crack del Real para constatar que, ¡horror!, habían sido cortadas y suplantadas por otras femeninas, cruzadas en seductora actitud, y calzadas con las medias en cuestión.
Santiago Bernabeu, quien todavía vivía, se puso furioso como si ya fuese todo un estadio, y le ordenó a Distéfano que levantara su testimonio inmediatamente. Pero el jugador se negó una y diez veces. Tenía un poderoso motivo económico; Berkshire le pagaba 150.000 pesetas, cuando un departamento en la mejor zona de Madrid, precisó El País, costaba 500.000. Como no había ninguna cláusula del contrato que lo impidiera, ni lo aprobara específicamente, la campaña continuó hasta que se agotó y el anunciante la levantó.
Distéfano pasaba por una época desgraciada; estaba lesionado, decían que había engordado, no jugaba y hacía un tiempo que no metía un gol. La hinchada se encrespó de rabia, y recibió al jugador con fuertes y extendidos abucheos, hasta que ya curado volvió en un partido contra el Athletic de Bilbao, comenzó a tocar la pelota en su mejor estilo e hizo el gol de la victoria. La hinchada súbitamente giró en redondo, lo perdonó, volvió a vitorearlo y no se habló más del asunto.
El recuerdo del periódico convirtió a Distéfano en un adelantado de los conflictos con celebridades que se multiplicarían y agravarían con el correr de los años. Hoy el recurso es de doble filo, hasta el punto de que algunas marcas, celosas de su imagen y del costo que supone reparar sus daños, llegan a pagar, sí, a pagar, para que determinadas personas y programas no las mencionen. Mejor solo que mal acompañado, como dice el viejo y sabio refrán.
La firma Abercrombie & Fitch, muy acreditada en el campo de la indumentaria, puso el grito en el cielo cuando sus ejecutivos se enteraron de que era citada reiteradamente en un dudoso reality show de la cadena musical MTV. Como no consiguió que se abstuvieran de nombrarla, Abercrombie ofreció pagarle al elenco del programa para que dejara tranquilo a sus productos. No faltaron los suspicaces que opinaron que este tipo de gestiones son otra forma de estar en los medios sin exponerse a los riesgos de un programa inconveniente en especial.
No es el único caso del incipiente hecho de tener que pagar por el silencio de las celebridades en vez de sus elogios, a veces a costa de una momentánea disminución de las ventas hasta que la balanza vuelve a estabilizarse. La publicidad es, más que nunca, una caja de sorpresas hasta para quienes la crean.
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