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viernes, 18 de julio de 2014

¿Por qué creemos en avisos pagados por los fabricantes?

EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI
El columnista de Adlatina reflexiona sobre los dichos de Jorge Luis Borges acerca de cómo lo sorprendía que la gente creyera en avisos que habían sido creados y pagados por el propio fabricante del producto, pese a no dudar de su autoría. Y destaca la importancia de ver las cosas desde distintos ángulos.
  • Borrini: “Lo más valioso, al menos para mí, es no perder la capacidad de curiosidad y asombro”.
En un momento del reportaje que le hizo María Esther Vázquez hace unos años a Jorge Luis Borges, que no tengo a mano, no recuerdo cómo surgió un tema afín al consumo o a la publicidad. Borges dijo entonces que le sorprendía mucho que la gente creyera en avisos que habían sido creados y pagados por el propio fabricante del producto, pese a no dudar de su autoría.
Solo Borges, una persona extraña a la publicidad, y a tantas otras convenciones, capaz de repensarlo todo, podía realizar este comentario, a la vez inocente y revelador. Solo él era capaz de observar un fenómeno tan familiar como si lo viera por primera vez. En efecto, estamos tan rodeados de avisos que no se nos ocurre reflexionar sobre su lógica, menos aún indagar acerca de su impacto comercial, social y cultural sobre nuestras vidas.
Borges, es sabido, podía ser irónico y lapidario hasta con su propia obra. Refiriéndose a uno de sus primeros y poco vendidos libros, que los primeros admiradores le pedían que autografiara en la librería, le comentó a su amigo Adolfo Bioy Casares que lo mejor del caso era el precio que iban a tener que pagar los coleccionistas por los pocos ejemplares que quedasen sin firmar, intactos, tal como habían salido de imprenta.
En el caso que nos ocupa, plantarse ante la publicidad como si nos resultase extraña, novedosa genéricamente y despojada de la familiaridad que nos impide sorprendernos, como hizo Borges, puede conducirnos a consideraciones  de mucha utilidad para comprenderla y apreciarla con buenos argumentos.
Si lo intentáramos como ejercicio, descubriríamos otras paradojas no menos curiosas, y nos asombraríamos al constatar conductas de los consumidores que pasan desapercibidas por resultar comunes, habituales.
Estudiar al televidente es más importante que estudiar la televisión, escribió André Malraux. Quizá estudiar al consumidor, arriesgo, sea más interesante que estudiar a la publicidad. Sé que tengo compañía en este razonamiento.
Pero lo más valioso, al menos para mí, es no perder la capacidad de curiosidad y asombro, viendo las cosas desde distintos ángulos, y no solamente en el caso de la publicidad. Esa habilidad de poner a prueba las creencias mediante la generación de nuevas ideas, como enseñaba José Ortega y Gasset casi un siglo atrás. La impresión que nos quedaba, jóvenes aún, cuando lo estudiábamos, era su gran capacidad para desentrañar significados profundos de las cosas comunes y evidentes, al punto de preguntarnos cómo no lo habíamos pensado nosotros, tan a la vista de cualquiera estaban.
Es lo que hizo nuestro Borges al repensar algo tan familiar y común como la publicidad. Pero se necesita una cualidad nada común de la mente, adiestrada con lecturas y experiencias bien aprovechadas para hacerlo. Se necesita la destreza de toda una vida. Lo cual me recuerda una conocida anécdota de Picasso. Ya consagrado y famoso en todo el mundo, un cliente con más dinero que cerebro visitó el estudio para encargarle el diseño de una corbata exclusiva. Cuando la entregó y le dijo el precio, el individuo quedó pasmado. “¡Tanto, pero si tardó apenas unos minutos!”, atinó a decir. “No se engañe. Tardé media vida”, concluyó Picasso.

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