El columnista de adlatina.com recuerda, en esta oportunidad, al recientemente fallecido actor Mickey Rooney, quien gozó de gran popularidad en la primera etapa de su carrera, que le valió el apodo de “enano de oro”. El autor recorre el itinerario profesional del actor que comenzó como protagonista de numerosos films y comerciales y, hacia el final de su carrera, se vio obligado a aceptar papeles insignificantes.
Hace unos días murió en Hollywood, donde, a poco de nacer, comenzó su fabulosa carrera, Mickey Rooney. Tenía 93 años. Hijo de artistas de varieté y con apenas un metro 60 de altura, fue el más chico de los más grandes ídolos de la edad dorada de la Meca del cine mundial.
Gran bailarín y comediante, personificando a Andy Hardy, el travieso hijo de la familia del Juez Hardy - la más popular y admirada de los Estados Unidos-, se convirtió en el más taquillero de Hollywood durante varios años, lo que le valió el cariñoso apodo de “enano de oro”. Su eterna “novia” cinematográfica fue la inolvidable Judy Garland, con la que también protagonizó varios exitosos musicales.
Pero soy consciente de que mi simpatía de cinéfilo no es condición suficiente para ocupar este valioso espacio en Adlatina, dirigida básicamente a un gran universo de especialistas en publicidad y marketing de Iberoamérica. Por eso evoco como excusa la faceta de celebridad publicitaria de Mickey, en una época en que las mujeres respaldaban casi exclusivamente a productos de belleza y los hombres testimoniaban en anuncios de cigarrillos. No habían comenzado las regulaciones, y el tabaco no tenía limitaciones de forma o de fondo para llegar al público.
No sé si Rooney fumaba; su mayor vicio, y el que lo llevó a la ruina, fue el juego. En 1951, apareció en una campaña gráfica de los cigarrillos Wilton, una de cuyos afiches fue pegado en las carteleras de Buenos Aires, como los de sus colegas Alan Ladd y Marilyn Monroe para la misma marca. Ese anuncio quedó fijado para siempre en las dos ediciones de mi libro “El siglo de la publicidad. Historias de la publicidad gráfica argentina. 1898-1998”, en el capítulo de testimonios de celebridades, en el que Ladd, Rooney y Monroe se codean con anuncios de famosos locales como Mecha Ortiz y el boxeador Alfredo Praga.
No sé si Mickey Rooney en 1951 ya estaba casado con la bellísima Ava Gardner; creo que fue así, caso contrario puedo fantasear con que el libro hizo de Celestina, porque Ava aparece en la página siguiente, posando para un mensaje de Lux.
En rigor, la verdad la actualizó un soberbio reportaje a la estrella de “Venus era una mujer”, publicado hace unos años por una revista española, en la que se requirió la opinión de sus ex maridos. Consultado Mickey Rooney sobre ese matrimonio y lo poco que duró, respondió que “se debió a una confusión. Nos conocimos en un set donde yo trabajaba disfrazado de Carmen Miranda. Ahora pienso que ella creyó que se casaba con la pizpireta Carmen”.
El enano de oro se casó otras ocho veces. El costo de los divorcios, aunado a las deudas de juego precipitaron su decadencia, que lo obligó a rifar su popularidad y aceptar roles insignificantes para calmar a los acreedores. Muchos de los jóvenes de hoy lo recordarán por el papel de japonés fastidioso y protestón, vecino de Audie Hepburn en “Muñequita de lujo”; fue lo mejor que hizo en su segunda etapa. O en la más reciente “Una noche en el Museo”, donde apenas se lo reconoce. La muerte lo encontró en el set, en una película aún no estrenada, siempre acorralado por las deudas.
La última vez que vi algo de Mickey Rooney no fue una película (espero que su desaparición inspire a algún programador televisivo a hacer un ciclo de su catálogo) sino un documental de hace unos cuantos años sobre Hollywood. El actor hablaba de pie en una calle como tantas otras, pero se trataba de una muy especial, porque quedaba en un estudio. “Estamos en el barrio del Juez Hardy. Esta era mi casa y aquella, la de Judy. Están como aparecían en las películas, sólo cambiamos nosotros”. En efecto, Judy murió hace tiempo destruida por la droga, y Mickey hace unos días, acorralado por las deudas de juego.
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