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domingo, 9 de junio de 2013

el pais desde sus medios

Una narración del país desde sus medios

                       
Anticipo. Historia conjetural del periodismo, de Horacio González.
Hay que esperar hasta finales del siglo XIX para registrar la aparición de un gran diario de ideas, La Montaña, dirigido por José Ingenieros y Leopoldo Lugones. En él se defiende desde la teoría de la metempsicosis hasta el socialismo revolucionario; se publica por primera vez en la Argentina un artículo de Marx, “Trabajo asalariado y capital”, y se saluda el 1º de Mayo en la pluma de Lugones así como se fustiga a los “reptiles burgueses” en la de Ingenieros. No eran periodistas profesionales, pero el diario era un modelo de versatilidad, vanguardismo y cruce de culturas libertarias. Era un diario intersticial, dura poco, y se sitúa entre los grades acorazados de la gran prensa, que venía de las luchas civiles argentinas, y la revista La Biblioteca, de Groussac. No es de mucho después la creación del imperio de Randolph Hearst, que antes de la radio y la revisión forma en EE.UU. una red de periódicos que crean nuevos públicos, explorando un folletinismo de masas y un apoyo al expansionismo norteamericano encubierto en un periodismo que daba un paso de masas en términos de un consumo cultural repleto de pulsiones pasionales, que se encubrían en una pseudo-objetividad.
La palabra “sensacionalismo”, feliz denominación para este estilo, surge también en esa época. La historieta como lenguaje aledaño al periodismo, su sombra chispeante y vulgarizadora, es uno de los grandes inventos que perfeccionó Hearst. Natalio Botana imitó este modelo en Crítica, y no se privó de tener a Jorge Luis Borges entre sus colaboradores, innovar en la tecnología de impresión de los diarios, y en ser anfitrión de Neruda y García Lorca en su quinta de Don Torcuato. Tuvo decisiva importancia en el golpe contra Yrigoyen, sosteniendo una larga campaña de desprestigio contra el jefe radical. Su viejo edificio en la Avenida de Mayo sigue siendo una joya de la arquitectura art decó de Buenos Aires.
Los estilos de La Nación y La Prensa, diario del orden conservador –para emplear la expresión del politólogo e historiador de las ideas Natalio Botana, sobrino del anterior–, dominaron durante las últimas y las primeras décadas del cruce del siglo XIX al siglo XX, toda la materia periodística tallada por la creación de la objetividad de los triunfadores de antiguas luchas civiles. Divergían en la atención que le daban al movimiento social, a la formación de los sindicatos anarquistas y socialistas. La Prensa, quizás, más informativa, más condescendiente. En algún momento, en las décadas del horror, es la que publicó la primera lista de desaparecidos. En La Nación, en cambio, se hablaba desde la “tribuna de doctrina”, que era el otro nombre que se le daba a cierta victoriosa objetividad del liberalismo que convenía en llamarse mitrismo, a pesar de que ese nombre envolvía inevitables polémicas, mientras aceptaba las plumas de José Martí, Rubén Darío, Lugones y Borges, antes de caer en la regencia de Mallea, último eslabón de una cultura que se convirtió en la melancolía de una aristocracia que al no poder tener un estilo de dominador colonial, se remitió a adquirir un aristocratismo nostálgico, prestado de las grandes baronías británicas que también ejercían una auténtica languidez colonialista sobre la India. Con el peronismo fue prudente y secretamente opositora. La Prensa enfrentó las cosas de otra manera y obtuvo la máxima sanción del peronismo: pasaron sus imprentas a la CGT, en cuyo subsuelo se hallan aún oxidadas, y de ese tránsito compulsivo salió un gran suplemento cultural, máxima prueba de relación de un peronismo oficial con la cultura universalista de la época. Los hombres que hicieron el suplemento cultural de La Prensa cegetista –César Tiempo, entre otros– conjugaron las noticias previsibles sobre Evita con entrevistas a Frida Kahlo.
Ya estaba Clarín, un tabloide que nace en 1945, destinado a escribir dramáticamente la historia del periodismo argentino en los próximos capítulos de la vida nacional. Se piensa como manuable, comercial, escondidamente ideológico –la ideología sería un implícito ya profesionalmente cercano al “sentido común” de una clase media menos gerencial que gerenciada–. Hay una innovación en la escritura, pues lo que ya se sospechaba queda consagrado. No debía escribirse largo, erudito y con rebordes del escondido literato que los buenos periodistas suelen ser. El periodista profesional tenía guía de escrituras y comienza forjarse una nueva objetividad, con manos ocultas de la redacción, que en nombre de reglar la noticia, la rodeaba de implementos retóricos invisibles que ya la tornaban otra cosa. El título, la volanta, la bajada, etc., todos nomencladores que ya estaban en uso, eran los paratextos (palabra que aún no existía) que hacían de la realidad un hecho de alteridad en el que ya el poder de la estructura narrativa que compone a todo periódico, se imponía sobre su mera materia empírica. Un hecho periodístico ya no era un acontecer desnudo sino un mendrugo de realidad rodeado de parantes y arboladuras apriorísticas, fijadas por el “manual de redacción”. La filosofía de los no filósofos, la regulación de la burocracia empresarial de toda la materia escrita, y por lo tanto, el conjuro y la directriz respecto de cómo debía comportarse la sociedad y la política.
Clarín adoptó el desarrollismo en la figura de su director, que provenía de las rutinas conservadoras de los años 40, y más aún, de una condescendencia nunca superada del todo respecto de un nacional-conservatismo sellado por los aires de las derechas contundentes que antecedieron al peronismo en notorios gobiernos provinciales. Pero el desarrollismo, ideología intermediaria que buscó crear una ideología de amplias masas medias, llevó a una cosmovisión nacional post-peronista que sustrajera al peronismo de su armazón mitológica –desde luego trocada por la mitología de un productivismo de ideología gerencial, misturado con desprejuiciadas jergas que diluían el caudal ideológico de las revoluciones del siglo XX.
El cuadernillo interior de los avisos clasificados de Clarín fue el organizador colectivo de un sector social de diversos dinamismos empresariales, y su evolución posterior consistió en adquirir una fuerza empresarial autorreferencial, pues en determinado momento comenzó a exacerbarse una ideología que reemplazó al desarrollismo. La nueva objetividad que asomaba tenía como corazón trascendente los intereses del propio diario, destinado a ramificarse en medio de la revolución comunicacional que se avecinaba, y que hacía del espíritu periodístico un manojo de intereses escriturales al servicio de una noticia fundamental: la existencia en-sí y para-sí del propio diario. Como ocurría en todo el mundo, un diario dominante del sistema periodístico comunicacional se tomaba como noticia esencial a sí mismo, y el punto de juzgamiento de la realidad no era ya una tribunal doctrinal sino una articulación de intereses empresariales que el diario mismo representaba como metáfora de la plusvalía cultural y económica de toda una sociedad. Jorge Asís, en su crónica Diario de la Argentina, sorprende esas transformaciones internas del diario, su pasaje del desarrollismo al desarrollo de negocios bajo la doble condición de ser una empresa periodística articulada con una semiología de los nuevos lectores absorbidos por una ingeniosa objetividad hegemónica. En el mencionado libro, atrevido y equívoco, se deja percibir también el dramático pasaje del periodista sin firma al periodista que firma su artículo o columna, a su manera, un pequeño empresario de sus 60 líneas a sesenta espacios.
Hubo que atravesar el Caso Satanowsky (un simulacro previo de lo que años después sería la situación dramática de Papel Prensa), donde Walsh probaría y afilaría sus instrumentos que poco después aparecerían más plenos en Operación masacre. La mentada situación de Papel Prensa, luego, demostraba que un emporio periodístico, más la infraestructura dictatorial, se apropiaban de sus condiciones de producción, y podía lanzarse a la construcción de una red comunicacional que tomaba, desplegaba y a la vez obturaba todos los poros sociales del lenguaje público con una gran construcción dominante que no se obtiene de un día para otro. Plástica, absorbente, aplicando la creciente sustitución del oficio periodístico por la operación periodística, haciendo de la petición de objetividad un simulacro protector de sus ya muy ramificados intereses económico, la empresa Clarín podía ya confundir sus configuraciones lógicas de su constitución como dominio empresarial con la realidad histórica que se trasuntaba en la evolución de la política y la lengua nacional. Se produjo así una sinécdoque entre las motivaciones de la empresa y el juego plural de la política nacional.
No sería estrictamente el diario La Nación el que tendría como sujeto a la nación, sino el diario Clarín que tendría como guardaespaldas a La Nación. Esta adquiriría plumas irónicas que no estaban en los planes escriturales de su historieta previa, algunas con humor aristocrático, otras citando a Foucault en solfa, que animaron esas páginas que condicionaban gobiernos surgidos electoralmente con escritores áulicos, sacristanes del aristotelismo encarnado en una politología de dictamen y senado romano, con un toque de verdadera desestabilización. Es que la ironía, en manos del poderoso –no del débil– redobla su capacidad desmigajadora de los procesos populares (imperfectos, perforados por sus vacilaciones internas en cuanto a creencias de lenguajes crítica e indecisiones sobre el lugar de la vida intelectual), siendo hoy algo carente en las filas renovadores de la atmósfera cultural argentina (en el periodismo, desde La Moda, El Mosquito, La Montaña, La Opinión de sus comienzos, Página/12 y su compleja historia), pero adoptado como filosa promesa de demolición moral en los órganos de los diarios de Papel Prensa, el cerebro que une la fábrica con la semiología, la nota intencionadamente cortante y degradadora de personas, y los procedimientos infamantes, el juicio por jurados que salen de las redacciones, con el culpable ya en pica de la lanzas del movilero, pero redacciones ya sin humo, ascépticas de santidad militante con una definición sobre la corrupción salida de manuales escritos por quienes pueden conocerla mejor que los eventuales corruptos que combaten... y no es que no existan.
Esta historia es más larga, por supuesto. La detenemos aquí, y concluimos recordando que lo que también está en juego –en estos momentos– es la supervivencia del oficio periodístico como tutor de una nueva objetividad. No es tan cierto que al desnudarse una neutralidad fallida en la gran prensa y su ramificado sistema audiovisual, deba imperar un periodismo que se atenga solamente a declarar los particularismos culturales y económicos que expresa. No está mal enunciarlos. Pero no es posible forjar un nuevo trato entre el lenguaje comunicacional y las éticas colectivas sin restituir una nueva manera de la objetividad, más rica, autoconsciente y capaz de evidenciar sus autocríticas. Sería un gran paso adelante respecto a que la ruinosa objetividad de un largo período anterior, que está cayendo en pedazos ante nuestros ojos.
Los verdaderos conflictos, en su punto más intenso, suponen un doble debate simultáneo: el de las materias directas que son motivo de la divergencia y el de los medios comunicacionales que las expresan. Las luchas no sólo se hacen a través de la lengua que ponen en acción los protagonistas de un antagonismo, sino también sobre el propio uso de esa lengua, sobre la forma en que el lenguaje se debe presentar en un desacuerdo del cual inevitablemente es parte.
En una sociedad con distintas fracturas en la discusión de sus intereses materiales y en las valoraciones simbólicas que los acompañan, no es fácil encontrar una mediación normativa que trabaje por encima de las diferencias planteadas, ofreciendo las garantías del “juez imparcial”. En su último rescoldo, el lenguaje es siempre el de las luchas porque su origen se halla en ellas, por más que en determinado momento se encuentre estabilizado, en estado interino de universalidad. A poco que se lo exija, abandona su ropaje estable, para asumir las sutiles estratificaciones de un arte de injuriar, con sus no tan remotas raíces de clase, aunque las sabe abrigar de cualquier sospecha de parcialidad.
Por eso, los intentos de realizar un juicio crítico que ponga un horizonte más calificado para examinar el lenguaje por el cual se lucha no cuentan con demasiada simpatía por parte de las argumentaciones en juego. No se desea contar entre las reflexiones posibles, en el momento del combate, con una hipótesis que interrogue los supuestos de una “neutralidad valorativa” que se asignan a sí mismos algunos de los contendores.
 

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