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miércoles, 4 de abril de 2012

ARGENTINA | EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI
Estado de asombro
 
El columnista de adlatina.com hace una análisis de la realidad actual, expuesta a los adelantos tecnológicos, con sus pro y sus contras. Pero, principalmente, a lo que diferencia a estas generaciones en términos de comportamiento individual y colectivo. Y al asombro que le provoca la sobre información de hoy día, a la que denomina una versión moderna de la desinformación.
Borrini: “Nos han convencido de que lo que no está en los medios no existe, y ansiamos publicar nuestras intimidades para confirmar que en verdad somos reales y no virtuales”.

Un estado muy común entre las personas de mi generación, y también de la anterior, es el de asombro y sorpresa. En especial para los que tuvimos el privilegio de vivir en “otro” país (este, pero distinto) y “otro” mundo (también este, pero distinto). Cuando nadie quería ser más rápido, ni estar conectado todo el tiempo, ni ser famoso y rico de la noche a la mañana, sino ascender socialmente mediante el estudio, el trabajo o ambos, y poder aspirar así, legítimamente, a una mejor calidad de vida.
Cuando los honestos no debíamos protegernos tras las rejas y rodeados de guardianes, a nuestro costo, mientras que los que viven fuera de la ley circulan libremente por las calles pensando nuevas formas de delinquir impunemente.
Como se puede advertir, el estado de asombro estriba no solo en los maravillosos adelantos tecnológicos que nos toca vivir, adelantos que nos han dado el don de la ubicuidad y nos han beneficiado en tantos aspectos de la vida cotidiana, pero que también nos expusieron a una vulnerabilidad desconocida hasta ahora, debido a que todo avance de la técnica parece traer consigo, lamentablemente, nuevas formas de cretinismo y delincuencia.
Me declaro un veterano de la tecnología, aunque en realidad debería decir un pionero. Experimenté mi primer asombro tecnológico cuando era todavía una criatura, asistía a la escuela primaria y apareció en mi vida el tintero involcable. Para los que no lo saben o no quieren recordarlo, en las escuelas (públicas, por supuesto) los pupitres tenían un tintero incorporado, pero a menudo el escaso contenido se secaba. Para resolver el problema llevábamos muestro propio tintero, gracias a la invención de un benefactor de la humanidad cuya identidad nunca se supo, y que para mí era el librero que lo vendía.
Nunca me pude explicar, entonces, cómo el maravilloso tintero no perdía una sola gota aún poniéndolo al revés. Unos años después, cuando ya estaba en el secundario, llegó la Birome. La versión que conocí llevaba capuchón y no siempre era infalible.
Lo que más me conmueve de la realidad actual, entonces, no son estos productos de la técnica o de la tecnología, sino otros cambios, principalmente los que atañen al comportamiento, individual y colectivo, que hacen aún más lejana mi juventud que el tintero involcable y la primera Birome escolar.
Me refiero a la generalización de la mentira insostenible de políticos, funcionarios y personas prominentes que deberían, por el contrario, dar el ejemplo; a la degradación de valores esenciales para la convivencia civilizada a la que muchos han terminado por resignarse; también a las celebridades del espectáculo que se presentan como “campeones de la lucha contra los prejuicios” pero que en realidad hacen fortuna con la provocación en nombre del sagrado rating.
¿Qué solapada tergiversación del lenguaje pretende convencernos de que son “prejuicios” el rechazo a la provocación, la mala educación, la mentira reiterada y la búsqueda del escándalo? Hay una “mayoría silenciosa” que desaprueba estas inconductas pero que es acallada por una ruidosa minoría mediática que responde a otros intereses, personales, comerciales o políticos.
Llego así al más conmovedor motivo de mi asombro, vinculado con la información, mejor dicho la sobre información, versión moderna de la desinformación.  Recibimos diariamente tal descarga de hechos, promesas, noticias, versiones, rumores, mentiras y opiniones que quedamos anestesiados y somos incapaces de razonar. Para colmo nos han convencido de que lo que no está en los medios no existe, y ansiamos publicar nuestras intimidades para confirmar que en verdad somos reales y no virtuales.
Los medios nos han cambiado, pero ellos tampoco se salvaron, por las fuertes y constantes pulsiones de una realidad que resulta cada vez más difícil asimilar. Hace apenas veinte años, un investigador escribió que las noticias del día actuaban como un masaje reconstituyente que nos confirmaba, por la mañana, que el mundo seguía allí, que no había desaparecido durante las horas de sueño.
Era, sin duda, otra realidad. Hoy para lograr una parecida sensación de bienestar tenemos que postergar el contacto con lo que pasa y comenzar la mañana en un spa. Y siempre que la empecinada realidad no se nos cuele por el televisor que está encendido en la sala de espera, o por el celular que no espera a que lleguemos a casa para comunicarnos una mala noticia.
 

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