Las falsas opciones del famoso caso Taringa!
Publicado el 15 de Noviembre de 2011Quienes defienden las descargas libres e indiscriminadas como adalides contraculturales, quizás ignoren que afectan menos a las majors que a pymes y artistas.
Plantear el proceso judicial a los dueños de Taringa! como una disputa entre el derecho de autor y el libre acceso a la cultura no sólo es una falacia: es uno de los más flacos favores que se le pueden hacer a la lucha por el pleno ejercicio de los derechos culturales. Internet cambió las reglas del juego del acceso a los bienes culturales al desmaterializar libros, discos, DVD, casettes VHS, revistas y convertirlos en bits que circulan por la red. Sin embargo, con la descarga doméstica de contenidos instalada como una cultura de millones, dos preguntas astillan el idealizado paraíso del download: ¿En qué se benefician los trabajadores culturales? Y, sobre todo, ¿desde cuándo el mercado busca la democratización del acceso a la cultura?
Cuando las grandes corporaciones transformaron Internet en la plataforma transnacional que hoy usamos y conocemos a nivel planetario, ampliaron las posibilidades de acceso a muchos bienes culturales. Pero fundamentalmente provocaron una monumental transferencia de ingresos, apropiándose de un flujo que alimentaba a los intermediarios “analógicos” (editoriales, discográficas, librerías, disquerías, fábricas de soportes como CD y casettes, etcétera) para entronizar una intermediación electrónica donde reinan los fabricantes de dispositivos (PC, portátiles, celulares) y las empresas proveedoras de conectividad. Este tremendo cambio de escenario afectó centralmente a los creadores, quienes desde el primer escalón de la cadena de producción y comercialización observan cómo muchos lucran con bienes ajenos en nombre de la democratización de la cultura. Es más: quienes defienden las descargas libres e indiscriminadas como adalides contraculturales, quizás ignoren que afectan menos a las majors que a pymes y artistas.
Hagamos algunas cuentas. En la Argentina, la facturación anual por venta de discos en 2010 superó los 320 millones de pesos. La recaudación por venta de entradas al cine alcanzó ese mismo año los 687 millones de pesos. La industria editorial, que en 2010 produjo 75 millones de ejemplares, facturó estimativamente unos 2000 millones de pesos. Las empresas proveedoras de Internet el año pasado, sólo por abonos de accesos residenciales, registraron ingresos por aproximadamente 6000 millones de pesos ($ 6.000.000.000). Es decir, el doble que la suma de la venta de libros, discos y entradas al cine. Entonces, equivocamos el análisis si suponemos que estamos discutiendo cultura paga versus cultura gratuita. Esta no es una variante de cultura gratuita. Primero, porque los usuarios abonamos fortunas a cambio de conectividad. Segundo, porque cuando el creador de un bien cultural no recibe la retribución que le corresponde por su trabajo, está sosteniendo un sistema injusto a costa de su esfuerzo.
No debemos pensar esta cuestión sólo como consumidores, repitiendo la lógica neoliberal que publicitaba lo “importado” para que pudiéramos elegir, mientras se destruía la industria nacional. Debemos incluir a usuarios y a productores desde un enfoque amplio e integral. Por eso, en la Secretaría de Cultura acabamos de publicar el libro Derechos de autor en industrias culturales. Alcances de la legislación, protección y nuevas tecnologías, que reunió a los especialistas más dispares de aquí y de Europa. Desde Joost Smiers, autor de Un mundo sin copyright, hasta Eduardo Bautista, de la Sociedad General de Autores y Editores. Todas las voces, y más.
En este conflictivo debate donde se entremezclan los derechos culturales, la libertad de expresión y el derecho a la propiedad intelectual, algunos remarcan la necesidad de un nuevo “contrato social entre los autores, las industrias y los consumidores”. Ese new deal digital corre serio riesgo de profundizar las desigualdades existentes si no incorpora (en términos reales pero también conceptuales) la participación del Estado. Ante una vuelta de campana de la dinámica de los negocios, sólo el Estado puede velar por el interés general. En este caso, implica no criminalizar al usuario, asegurar el acceso universal a contenidos culturales y procurar que los autores cobren por su obra.
Vivimos un momento de transición. El modelo tradicional de distribución de contenidos está dejando paso a un proceso digital en el que evidentemente las reglas cambian. La salida no puede ser castigar a un sector en beneficio de otros. Tenemos que sentarnos con los protagonistas a acordar nuevos esquemas, revisar legislación y buscar acuerdos intersectoriales en los que todas las partes deberán resignar algo. Es imposible mantener las cosas estáticas, y cuanta más resistencia exista a pensar nuevos caminos, tendremos menos posibilidades de integración.
La tarea no es sencilla. Pero será mucho más complicada si partimos de un diagnóstico equivocado. Nuestra historia reciente confirma que la mayoría de los argentinos no se conforma con una democracia a la carta diseñada por los grupos económicos. Del mismo modo, la riqueza y la diversidad de nuestra cultura nos imponen a todos (Estado e industrias, creadores y usuarios) la responsabilidad de hacer un esfuerzo intelectual por encontrar soluciones comunitarias a las movidas del mercado. Allí se juega la decisión: ejercer nuestra soberanía cultural para proteger la creación y garantizar el acceso universal e igualitario, o dejar libradas nuestras decisiones a los algoritmos que indexan los resultados de Google.<
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