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viernes, 1 de octubre de 2010

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ESPACIO DE ALBERTO BORRINI


Cuando la realidad es puro teatro
Cada vez soportamos menos la realidad. Ya no se trata de aceptarla porque, como alguna vez dijera Woody Allen, es “el único lugar donde todavía se puede conseguir un buen bife”. Desde entonces, y a pesar de que sólo transcurrieron diez o quince años, tantas y tan variadas fueron las maravillas provenientes de la tecnología que es como para dudar de la exclusividad alimentaria señalada, sobre todo desde que las redes sociales prometen todo con menos esfuerzo e inversión.


"Las marcas hace rato que viven, seducen y prosperan en otra dimensión, la de la fantasía. Una dimensión en la que ya no se conforman con ser compradas, quieren ser adoptadas y amadas como nuevos integrantes virtuales de la familia", dice Borrini.

No hace falta ser sociólogo, psicólogo o antropólogo para advertir que estamos prestando un decreciente interés a las cosas reales, a menos que se nos vengan encima como un edificio mal construído. Para colmo, en la realidad es preciso admitir que no sólo hay bifes, sino compromisos y responsabilidades a cual más desagradable. El trabajo es una de ellas.
“¿Hay personas reales?”, se pregunta desde la revista dominical de El País de Madrid uno de sus más lúcidos columnistas, Juan José Millás. “En un mundo en que todo es ilusión de realidad, ¿quién o qué es auténtico, impostor, plagio o copia?”
No es el suyo el único ni el último testimonio. Después de ver la nueva producción de Broadway Collected Stories, Bethany Millard, integrante del directorio del Manhattan Theater Club, parece que se sintió transportada a una de las épocas más felices de su vida. “De pronto, al ver esa soberbia escenografía, dominada por bibliotecas de más de tres metros de alto, muebles acogedores y detalles de buen gusto, pensé que ya no tengo dudas: quiero quedarme a vivir aquí”, confesó.
Mudarse a un escenario. Ninguna novedad, acotó un crítico de Broadway. “Los actores sueñan con quedarse a vivir en los lugares de sus ficciones”. Es que son espléndidos y, últimamente, suelen inspirarse en los barrios y pisos más caros y lindos de Nueva York. La escenografía de The Royal Family, otra obra en cartel en Broadway, recrea la residencia de los Cavendish, un clan teatral de ficción creado sobre el molde del de los legendarios Barrymore.
Mudarse a un escenario. ¿A qué espectador, ya no digamos actor o autor, no le gustaría poder sentarse un rato en el Bar de Rick, regenteado por Humphrey Bogart en la legendaria película Casablanca, y esperar a que aparezca el fantasma de Ingrid Bergman? La película tuvo tanto éxito que el gobierno de Marruecos, para satisfacer los pedidos de miles de turistas que se empecinaban en visitar el “Café de Bogart”, tuvo que levantarlo especialmente. Propio de la nueva construcción de la realidad que caracteriza a las sociedades modernas.
Woody Allen tenía razón cuando dijo que en otro lugar no podía conseguirse un buen bife. Un buen bife anónimo, debería añadir ahora, un detergente o una mayonesa sin nombre, del montón. Porque las marcas hace rato que viven, seducen y prosperan en otra dimensión, la de la fantasía. Una dimensión en la que ya no se conforman con ser compradas, quieren ser adoptadas y amadas como nuevos integrantes virtuales de la familia.
Fueron de las primeras en cruzar la frontera. Se mueven en otra realidad, si se la puede llamar así; ya poco importa para qué sirven los productos o servicios que bautizaron, ni siquiera si todavía un amplio sector del público las sigue viendo a través del prisma concreto del servicio o la utilidad que prestan. Por sobre todo son marcas, cuyo extraordinario valor de mercado no guarda relación con ningún dato real o útil.
Parafraseando a Millás, las marcas son las campeonas de esa “ilusión de realidad” en que transcurre nuestra existencia, y no solamente como consumidores.




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