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domingo, 30 de agosto de 2009

Tendencias


Cada vez más adolescentes blanquean ante sus familias que consumen porro. El dilema al que se enfrentan los padres
“Mirá, pa, desde hace un tiempo que fumo marihuana”
Esta nota comienza con el diálogo sin desperdicio entre un periodista de este diario y el adolescente de 15 que tiene en casa. Qué hacer: ¿prohibir tajantemente?, ¿aceptar y sentirse cómplice? Otros casos. La opinión de los especialistas
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Daniel pasó por delante del cuarto de su hijo. La puerta estaba abierta; adentro se veía el mismo caos de siempre. En el piso había tirada una botella de gaseosa de dos litros, Daniel entró, como tantas otras veces, para ayudar a su hijo con ese descalabro que era el dormitorio. Federico, la criatura, no estaba en casa. Daniel se agachó, juntó la botella y para su sorpresa se encontró con un artefacto que era cualquier cosa menos un contenedor de líquidos. Aunque no sabía qué era, aunque nunca había fumado un porro, Daniel supo en el acto que esa cosa olía a marihuana. –Fede, ¿qué es esto? –preguntó a su hijo cuando llegó del colegio. Federico tenía –tiene– quince años.–Una pipa de agua, papá.–¿Y para qué sirve esto?–Pa, no te hagás el boludo.–¡No! ¡VOS no te hagás el boludo!–Para fumar marihuana, pa. –¿Y quién la usa?–Yo, pa. –¿Estuviste fumando acá?–Nooo. ¡Acá no! ¡Cómo voy a fumar acá! Fumé en la casa del Gordo.Federico tenía –tiene– una banda de rock. El Gordo forma parte de esa banda. Daniel sintió que se le calentaban las orejas.–Mirá, pa, yo desde hace un tiempo que fumo.–¿Cuánto es un tiempo?–No sé, el año pasado capaz.–¿Y cada cuánto fumás? ¿Cuándo fue el último que te fumaste?–¿Hoy qué es, martes? –Sí, hoy es martes.–Hace... qué se yo... ¿cinco días? –¿Y vos tenés ganas de fumar más?–Qué sé yo... si me pintan las ganas... Pero, pará, pa, no estoy enfermo. –¿Y cómo hacemos con esto?–No vamos a hacer nada, quedate tranquilo.–¿Pero vos entendés que es un peligro? No es sólo por la marihuana en sí, es todo el circuito... –No, pa, quedate tranquilo: nosotros con los transas no nos metemos, porque los transas venden cualquier porquería. Nosotros fumamos de la buena porque la cultivamos nosotros.–¿Cómo que la cultivan ustedes?–Sí, pa, la cultivamos nosotros. –¿Dónde?–En la casa del Gordo. Un par de días después, Daniel vio que su hijo tenía en Facebook, bajo el título “Establecimiento Las Marías”, la foto de cuatro plantines de cannabis. Unas semanas más tarde, la directora del colegio al que va Federico lo citó a Daniel para mostrarle un dibujo: el diseño de un mecanismo para poder plantar marihuana en un lugar oscuro. Exactamente, en el ropero de su casa. Unos pocos días después –para seguir siendo precisos, el 25 de agosto pasado–, salió la despenalización del consumo de marihuana y el tema se instaló en la mesa familiar. Hubo una charla de dos horas. En esa conversación estaba la abuela (madre de Daniel) de 80 años.–Tengo que contarte algo: Fede fuma marihuana –le dijo Daniel a su madre, en un aparte.–Yo ya sabía, Daniel.–¿Cómo?–Daniel, quedate tranquilo que no pasa nada: ¡Es un porro!–¿Mamá vos me estás cargando?–No, yo ya le pedí, yo quiero fumar con él. El médico me explicó que los dolores reumáticos también me los cura. Y yo sé que no hace daño.Toda esta secuencia no está sacada de un capítulo de la serie Tratame bien, en la que el actor Martín Slipak personifica a un adolescente tardío que cultiva plantitas en su placard. Le ocurrió a un periodista de este diario –que desde entonces anda repitiendo que está “rodeado de una familia de fumones”– y probablemente se vuelva más usual en ese mundo interminable que es cada familia. Ocurre que son cada vez más los adolescentes que blanquean el consumo de marihuana en su casa, una tendencia que –para algunos– probablemente se expanda luego de que el 25 de agosto pasado la Corte Suprema de Justicia declarara la inconstitucionalidad del artículo 14, párrafo 2º, de la ley de Estupefacientes, y asegurara que la tenencia de droga para consumo ya no es delito; un pronunciamiento que afecta favorablemente los intereses de dos millones y medio de argentinos, tal es la cifra de consumidores locales de marihuana según la Organización Mundial de la Salud. Sin la carga que supone la ilegalidad, entonces, los jóvenes instalan el tema abiertamente en sus hogares y dejan a los padres ante una escena que no saben resolver: si prohíben el consumo, lo único que logran es generar distancia. Si lo aceptan, se sienten cómplices. “Yo soy un tipo informado y sé que la marihuana no es todo lo adictiva ni lo dañina que se dice que es, pero tampoco compro el discurso de que es un yuyito y listo –cuenta Daniel–. Me doy cuenta de que tengo que confiar en mi hijo. Quiero criarlo en un ámbito de libertad, y nada de lo que yo pueda impedirle a él lo va a proteger más que todo lo que ya le di, de todo lo que le transmití en términos de experiencia y ejemplo de vida. Con todas las explicaciones que me dio Fede, que descubrí que es un teórico en cannabis, terminé entendiendo que un porro no es más peligroso que un huevo frito. Si vos te fumás un porro o te comés un huevo frito, va a estar todo bien. Pero si te fumás 70 porros o se comés 70 huevos, te morís de sobredosis o de una patada al hígado”. Mejor no hablar de ciertas cosas. Una encuesta realizada entre adolescentes escolarizados por el Observatorio Argentino de Drogas (OAD), dependiente de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar) advierte que el 9,3 por ciento de los estudiantes consumieron alguna droga ilícita en el último año y que, de ese porcentaje, el 82 por ciento consume fundamentalmente marihuana. A su vez, de las sustancias ilegales la marihuana es, por lejos, la que es vista como “no riesgosa” por una mayor parte de los adolescentes: el 16,2 por ciento cree que el uso experimental no es peligroso (contra el 7,5% de la cocaína y el 5,7% del éxtasis). “En el estudio no ahondamos en la percepción que tienen los padres respecto del consumo de sus hijos, pero es algo que vamos a hacer cuando este año repliquemos la investigación –advierte la socióloga Graciela Ahumada, directora del OAD–. Lo que sí se sabe es que el nivel de atención de los padres frente a sus hijos, cualquiera sea el tema, está asociado con el nivel de consumo de marihuana, tabaco o alcohol. Los chicos que se sienten menos mirados por sus padres tienen un mayor consumo de todo”.A veces los padres prefieren no saber. Prefieren, por más brutal que suene, que el consumo de marihuana transite un carril de “falsa ilegitimidad”: aunque saben que sus hijos fuman, miran para otro lado para no tener que prohibir, ni que legitimar. Y es justamente esa polaridad la que vuelve las cosas tan difíciles. “A los padres se les hace difícil porque muchos lo plantean en términos extremos de legitimación o prohibición –explica el psicólogo Sergio Balardini, miembro del Programa de Estudios de Juventud de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales–. Por otra parte, hay que tener en cuenta que construir confianza entre padres e hijos no significa que ‘todo’ debe saberse y ‘todo’ debe ser dicho. Simplemente, quiere decir que no hay ningún tema que no ‘pueda’ ser hablado, que no es lo mismo”. Una encuesta realizada en 2006 por la empresa de comunicación estadounidense VitalSmarts –y mencionada por la periodista Alejandra Folgarait en su libro En trance– revela que sólo el 21 por ciento de los padres se anima a preguntarles a sus hijos sobre temas relacionados con drogas. Del 79 por ciento que no menciona el tema, un 26 por ciento argumenta que no hablan porque no hace falta, ya que creen que sus hijos no están influidos por drogas. A su vez, hay un 56 por ciento de padres que suponen que sus hijos van a fiestas donde se toman drogas y un 48 por ciento sabe que los amigos de sus hijos son consumidores. En síntesis: hay una importante franja de padres que, aun cuando saben que sus hijos consumen, tienen miedo de hablar. “Creo que no hablar, a sabiendas de que existe una conducta preocupante en los hijos, nunca es bueno. Coloca a todos en un ‘como si’, en un ‘sé qué pasa pero miro para otro lado’, que es el origen de las actitudes corruptas –opina Graciela Moreschi, médica psiquiatra y autora del libro Qué, cómo y cuándo hablar con los más jóvenes–. Todo lo que se pueda hablar y no permanezca oculto es mejor, pero esto no significa aceptación total de límites. Que se hable del tema no hace que el consumo sea menos peligroso o dañino, y hay que tener en cuenta que cuanto más legalizado esté, mayor será el consumo, porque las drogas legales son las que más se consumen. Teniendo esto en claro, el confrontar y acordar sobre cuáles serían los límites de este consumo puede ser muy útil. Por ejemplo, un límite puede ser el de no aceptar que el consumo llegue a producir efectos en la conducta. Es decir, que el hijo no llegue mambeado a su casa”. El otro yuyito. Vilma cumplía 78 años y la familia entera festejaba en Haedo. Había hijos, hermanos, nietos, novias y una mesa enorme en la que se apilaban los restos de un asado. Cuando terminó el almuerzo, hicieron lo que se hace en todos los encuentros familiares: empezaron a hablar del país, de las noticias, del gobierno. En esos días, una vez más, estaba en debate la despenalización del consumo de marihuana. Alguien mencionó el tema. Empezaron a discutir.–Por qué tanto lío –interrumpió Vilma–. La marihuana es un yuyito que crece en cualquier lado y no hace nada. Cuando yo era chica crecía en el barrio y yo tenía un vecino con una planta enorme en la puerta y nadie le daba bola. Es mejor la marihuana que el tabaco.Mientras los adultos se recuperaban del shock, los nietos de la familia –entre ellos Agustín Durante, de 20 años, quien contó esta anécdota– hacían hinchada al grito de “¡grande, abuela!” y dejaban en claro, sin demasiado miedo al escándalo familiar, que los porros no eran algo ajeno a su folclore adolescente. “No es que hubo un blanqueo explícito, pero todo fue muy obvio”, cuenta Agustín, quien ya hizo público el consumo en su casa y está en pleno debate con su madre respecto de la posibilidad de tener una huerta de cannabis en el balcón.–Ma, es apenas una planta, no te preocupes.–Me vas a llenar la casa de plantas y los vecinos van a llamar a la policía.–Ya no pueden llamar a la policía, ma. Ahora se puede tener para consumo. Y si llaman, que vengan todos y los invitamos a fumar un poco. Con este argumento, Agustín convenció a su mamá. El próximo 21 de septiembre, junto a un amigo, plantará la primera semilla para recibir la primavera. OPINIÓNDe esto tampoco se hablaAlejandra Folgarait (Periodista y autora de En trance (Sudamericana))Si alguien cree que el fallo que despenaliza la tenencia personal de marihuana nos va a volver más libres y va a facilitar la relación entre padres e hijos, está totalmente fumado. La tremenda dificultad para hablar con los hijos de las drogas –para hablar, a secas– no tiene que ver con la ilegalidad de las sustancias que alteran la conciencia, sino más bien con cuestiones de índole inconsciente. Para decirlo de otro modo: la represión y la negación como mecanismos para no saber lo que se sabe son tan viejas como la humanidad. Y funcionan tanto para los padres como para los hijos.¿Un ejemplo? Hace dos años, cuando estaba escribiendo un libro sobre drogas de diseño, le comenté a mi hija que iba a ir a la Creamfields para investigar y eventualmente consumir lo mismo que los participantes de la fiesta electrónica. El escándalo que armó mi retoño de 18 años sólo es equivalente al pataleo que yo le armaría si la encuentro fumando un porro. No es que seamos unas beatas, ni mucho menos. Ambas estamos de acuerdo con la despenalización e incluso con la legalización de ciertas drogas, pero tenemos la capacidad de desdoblarnos. Mi hija y yo estamos a favor de los derechos de las minorías y de las libertades individuales. Nos rebelan las hipocresías sociales. Pero, en casa, corren casi las mismas prohibiciones que cuando yo era chica, y que cuando mi madre era una nena. De drogas –y de sexo– nada queremos saber la una de la otra. No creo que, en este sentido, sea una madre muy diferente al resto. En cada familia de clase media hay un padre, madre, tutor o encargado que ordena a los jóvenes: “No te drogues”. Y en cada una de esas familias se construyen dispositivos para no enterarse si lo hacen. Estar dormido a la hora en que vuelven de bailar, no preguntar ni hablar del tema, hacer la vista gorda ante los ojos rojos de los adolescentes, mandarlos al psicólogo si se les encuentra alguna dosis de droga. Cualquier cosa vale a la hora de no querer saber aquello que no podemos manejar: nuestros hijos.

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