LIBRO/Marcos Aguinis y una mirada innovadora
El placer del consumo
En Elogio del placer, Marcos Aguinis aborda el tema de los placeres terrenales. Entre ellos, el poder curativo del humor, los encantos del carnaval, los claroscuros de la filosofía y la felicidad que entregan una buena biblioteca, el cine, el sexo, la pintura, el romance y el consumo. Un relato de una realidad que ya engloba a todos, incluso a los niños, y que toma en cuenta los aspectos positivos pero también sus peligros.
Por Marcos Aguinis
Trasladamos la mirada hacia otro indiscutible campo del placer que se llama moda?
Un amigo de Flaubert, Maxime Du Camp,dijo con un bucle de retórica que “la moda es la búsqueda siempre vana, a menudo ridícula, a veces peligrosa, de una belleza ideal”. Antes se la pretendió limitar a lo femenino, pero hace unas pocas centurias saltó el contestatario Beau Brummell para refutar semejante error e instaló en la cumbre de los hábitos modernos la elegancia masculina. Hasta Brummell, sólo la hembra se embellecía para agradar al varón, excitarlo, deslumbrarlo, seducirlo. El varón, en cambio, se conformaba con una presencia austera. Aunque en las cortes ya se usaban elementos femeninos tales como pelucas, tacos altos, polvos faciales y otros adminículos. Brummell hacía conocer el tiempo que le demandaba elegir sus prendas y vestirse, el cuidado que tenía al abrochar botones, estirar las sedas de su camisa y airear los encajes. Ese lapso superaba cualquier récord conocido, inclusive el de Luis XIV. Aunque lo llamaban Beau, el nombre de pila de Brummell era George Bryan. Nació en Londres, en 1778; viajó mucho y en 1840 finalmente falleció en Caen. La capital de la elegancia siguió sus pasos y se trasladó de Inglaterra a Francia. Brummell se convirtió en el árbitro del buen gusto. Sus trajes estaban bien cortados, las camisas exhibían una calidad impecable y siempre llevaba un perfecto nudo de corbata. La corbata ya había llegado a Versailles con un regimiento croata cuyos miembros tenían una forma peculiar de atarse coloridos pañuelos al cuello; esto picó el ojo del Rey Sol, quien de inmediato ordenó que su guardia también usase los mismos nudos. A partir de entonces la pequeña Croacia ganó un copyright que rige hasta el presente.
El refinamiento de Brummell exigía dinero para ciertas excentricidades, como, por ejemplo, lustrarse las botas con champán. Se lo calificó de dandy, palabra que a partir de ese instante cambió su significado original, que era completamente opuesto. El dandysmo se puso “de moda”. Brummell había desarrollado una sólida amistad con el príncipe de Gales, luego coronado como Jorge IV. Nuestro hombre, en cambio, era el hijo del secretario de un lord y nieto de un sastre. Se llevaron muy bien hasta que una broma sobre la obesidad del príncipe acabó con su protección. En 1816 Brummell se mudó a Francia para huir del ostracismo social. En ese país vivió el resto de sus días, hasta que fue devorado por la sífilis. Honoré de Balzac, en su Traité de la vie élégante (1830) lo había des-crito como un individuo avejentado, pero que determinaba la elegancia de los franceses. Ni siquiera su entierro fue una sepultura. Sir Arthur Conan Doyle decidió resucitarlo con vigorosos trazos en su novela histórica Rodney Stone; ahí, el notable tío del personaje que da nombre a la obra está inspirado en Brummell. Antes de que terminase el siglo, tuvo éxito una comedia de Clyde Fitch donde el Bello Brummell reapareció con su propio nombre, casi dispuesto a despedirse para siempre. Pero no fue así. En los comienzos del cine, John Barrymore lo representó con eficacia. Más adelante sonó su voz en el Lux Radio Theater con Robert Montgomery. Incluso la novelista Virginia Woolf, nada menos, dictó una conferencia en la BBC dedicada a tan curioso personaje.
Desató aplausos la película Beau Brummell (1954) con Stewart Granger, donde el rapto de Lady Patricia es transformado en una historia romántica. El cantautor de rock Billy Joel, en su álbum Glass Houses (1980), incluyó estas palabras: “You could really be a Beau Brummell, baby, if you just give it half a chance”. Hace poco se difundió el drama televisivo Beau Brummell, ese hombre encantador, con James Purefoy. Además de machacarse su nombre en novelas, piezas teatrales, relojes, bandas musicales y sastrerías de alta costura, Brummel ha podido convertirse en un héroe detectivesco para la serie de misterio que escribió Rosemary Stevens, algunos de cuyos títulos lograron bastante popularidad. Tanta presencia fue celebrada con una estatua cincelada por Irena Sedlecka, cuya sonrisa saluda a los peatones londinenses en la calle Jeremy. Como si fuese poco, Brummell ya había sido incorporado al musical Cats porque T. S. Eliot lo había mencionado en un verso al que los productores no iban a dejar de sacarle jugo. Ahora dejemos a este personaje y movamos el objetivo en otra dirección. Si bien la moda y su seguimiento brindan placer, hay quienes prefieren ignorarla me-diante un estilo al que se suele llamar: “Me cago en la elegancia”.
Adoptan el desaliño como una clarinada de protesta. Al principio fueron pocos, ahora constituyen legión. En última instancia, todos nos agrupamos en el mismo redil y, unos más otros menos, la gente se empeña, por lo general, en no parecer extravagante, pero tampoco carente de cierta diferenciación. La moda es tan pícara y flexible que, en vez de expulsar a los rebeldes, los toma de modelos. Por eso se ha vuelto cool ves-tir jeans agujereados, trajes con arrugas, camisas que desbordan el pantalón, zapatos sin medias, corbatas desajustadas en torno a un cuello desabrochado, telas que parecen sucias, zapatillas sin cordones, peinados estrambóticos. El mandato pareciera decir: que cada cual haga según le plazca. Lo cierto es que se ha producido la democratización en el vestir. Una persona modesta puede usar la misma ropa durante años y no seguir las modificaciones que impone cada temporada. Pero... si va a una entrevista de trabajo con prendas gastadas, le será más difícil obtener el puesto. Antes había una frontera entre el buen gusto y el mal gusto, entre la vulgaridad y la elegancia, entre lo fino y lo popular, como si se definiera un estrato social mediante ese recurso. Es verdad que no han desaparecido las clases sociales, pero ha disminuido la obligación de exhibir los rasgos de cada clase. Se ha expandido la des-reglamentación. Tampoco hay forma de ser completamente distinto, ni hace falta. Las pertenencias se han vuelto relativas, aunque subsisten prejuicios como por ejemplo: “¡Quién se cree que es!” o “¿Esa de dónde salió?”. No obstante, el antagonismo entre “ellos” y “nosotros” cae mal y sólo puede susurrarse al oído. Pese a las continuas modificaciones que aporta la moda con sus novedades de invierno y verano, varones y mujeres siguen usando prendas que no pueden retornar a dos siglos atrás, por más fuerza que se haga en recuperar invenciones góticas. Con la excepción de algunos pueblos o sectas –en general subdesarrollados– donde se mantienen tradiciones antiguas, la ropa occidental se ha tornado universal y hasta los chinos dejaron las chaquetas Mao por los trajes, corbatas y otros detalles del estilo norteamericano o europeo. Ningún varón se vestiría como en los siglos XVII o XVIII con medias blancas visibles hasta la rodilla,
peluca empolvada y un jabot de encaje en el cuello.
Persiste la tendencia a encolumnarse tras el sector más exitoso. De ahí la gravitación que han conseguido determinadas marcas, convertidas en emblemas. Las marcas equivalen a un antiguo tótem. Las venera el fervor de millones. Quienes no pueden adquirir marcas auténticas apelan a las falsificaciones, convertidas en plaga industrial. Hasta se sospecha que las favorecen los propietarios de las marcas verda-deras para azuzar el mercado. Relojes, carteras, zapatillas, remeras, llaveros y miles de otros artículos exhiben el gancho de un emblema como si fuese un blasón nobiliario.
La marca se ha impuesto en la sociedad de consumo. Facilita el ingreso al club de los mejores. Brinda, consciente o inconscientemente, seguridad y autoestima. Lo cual, desde luego, genera placer. ¿Te acordás, Marcos, cuando visitaste Leningrado justo un año antes de que asumiera Gorbachov? Te perseguía un joven para que le vendieras tus zapatillas haciendo flamear unos dólares que vaya a saber dónde y cómo había conseguido. Se desesperaba por zapatillas que a vos te parecían vulgares y gastadas. Pero tenían marca. Elegir y sentirse libre, armoniza. Aunque suene raro, te diría que en la sociedad de consumo uno está más “obligado” a elegir que antes, cuando prevalecían la uniformidad y el conservadurismo. Somos espoleados a tomar decisiones, como ya te dije. Para muchos la abstención es una saludable resistencia. ¿Conviene que la sociedad de consumo estimule ese gusto por elegir? Sabemos que el rol activo inyecta vitalidad, entusiasmo. Visto de forma más esquemática, uno siempre debería querer estar más informado, tomar más iniciativas, elogiar o criticar productos que llenan los ojos o se derraman a los pies. La sociedad moderna martilla sin cesar, incluso ante preguntas como ¿en qué barrio vivir?, ¿qué coche comprar?, ¿qué película ver?, ¿cuál CD o DVD tomar prestado, alquilar o adquirir?, ¿qué libro leer?, ¿a qué candidato votar?, ¿adónde ir de vacaciones?, ¿qué régimen de comida escoger?
Por lo tanto, es innegable que la renovación de la moda –nos guste o no– expresa energía, y también angustia. ¿Por qué? Porque su reinado, aunque luzca musculoso, tiene fecha de vencimiento. Los artículos son reemplazados sin piedad, inclusive las megamarcas. En consecuencia, no hay tiempo para perder. En su novela La lentitud, Milan Kundera desarrolló el vínculo estrecho entre velocidad y olvido: “El nivel de la velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido”. También dice que “los escenarios permanecen iluminados apenas durante los primeros minutos”. Aquello que se demora queda afuera. Hay una predilección generalizada por las novedades. Hasta marcas que fueron objeto de culto pueden convertirse en víctimas de una precipitada desafección. Nada es invulnerable ahora. Bien, Marcos, daré una vuelta de campana y te pondré en otro aprieto. No te dejaré en paz, soy un moscardón. Me parece que ya aceptás varias de mis teorías, aunque algunas a regañadientes. Pero te señalaré un aspecto llamativo, para forzar la contradicción. En cada aspecto de la moda predominan estilos. Nos ilusionan con el cuento de que tenemos absoluta libertad para elegir, pero no es así. ¡No es cierto! Nuestra libertad ha sido limitada antes de enterarnos. ¿Cómo?, me preguntás irritado. Fijate bien. Las alternativas de cada nueva moda no son innumerables: unas pocas fueron preseleccionadas y rigurosamente prescriptas por cenáculos a los que no tuviste acceso. ¿Que me he vuelto paranoico? ¿Que hay una “conspi-ración”? No, nada de eso. Sólo te indico una paradoja. Estamos condenados a elegir, es verdad, pero únicamente lo que se nos ofrece. ¿Sorprendido? Me parece adecuado que te sorprendas y te desencantes. Porque el consumidor no inventa, ni controla, ni decide cuáles son las características de la moda que inundará el mercado. Esa es una tarea de estilistas y gerentes aposentados en las nevadas cumbres. ¡Qué le vamos a hacer!
Retrato del consumismo
Vuelvo a la misma pregunta: ¿el consumo incrementa el placer? Sí. Aunque te disguste reco-nocerlo. La respuesta es sí, insisto. Pero el placer nunca queda sa-tisfecho del todo, sino que necesita volver a encenderse y encontrar una renovada satisfacción. Quienes no pueden consumir son desplazados al rubro de los excluidos. La sociedad de consumo, en la que vive una buena porción de la humanidad y a la que quiere pertenecer el resto, no es secreta. Sólo la ignoran quienes vegetan al margen de la información o hacen mucha fuerza para cerrar los ojos. No sólo los ricos anhelan participar de sus regalos, sino también los pobres. Este deseo, que significa rendición ante el criticado hedonismo, impulsa el progreso. Según Frank Trentmann, el consumidor estaba prácticamente au-sente del discurso hasta el siglo XVIII. Apenas aparece en siete de los 150 mil trabajos de ese siglo disponibles online, y sólo dos veces para referirse a un comprador privado. En dos ocasiones se refiere al tiempo (“el veloz consumidor de horas”). No eran asuntos relevantes para la economía ni para la vida cotidiana. Pese al incremento de la producción, en la decimoprimera edición de la Enciclopedia Británica que tanto amó Borges sólo existe una breve entrada para la palabra consumo, definida como “gastarse” en un sentido físico o como vocablo técnico de la economía. Muchos expertos aseguran que la modernidad habilitó nada menos que la “civilización del deseo”, con inusual impulso recién a partir de la segunda mitad del siglo XX. Ahora el ansia por el confort está ganando la carrera a las pasiones revolucionarias y hasta nacionalistas. Para Da-niel Bell el consumo tiene que ser denunciado como un vector básico del hedonismo moderno. Su aumento fue simultáneo a la apertura cultural hacia las novedades. Se encogieron las reservas del pudor ante la modificación de los hábitos de vida, que en muchos casos ha adquirido una fantástica rapidez. Pareciera haber aflojado también el miedo a lo desconocido, al extremo de que las brisas innovadoras irrumpen por las ventanas de todos los órdenes sociales y productivos. Esta aceleración trajo una consecuencia que algunos celebran y otros temen: la obsolescencia de casi todo. Ya lo demostró el arte moderno –otra vez el arte adelantándose a la realidad–, cuando en vez de mármoles incorruptibles empezó a crear esculturas con materiales caducos. Ni siquiera los libros duran en las vidrieras, empujados por el malón de nuevos títulos.
Las películas eran legados que pasaban de generación en generación como joyas, y figuras como Greta Garbo se retiraban a tiempo para permanecer jóvenes en la memoria de sus admiradores. Ahora los artistas, políticos, locutores y periodistas que dejan de aparecer durante un año ya no son recordados ni en los avisos fúnebres. El diario de la mañana no sirve a la tarde. El consumo nervioso y galo-pante sigue en carrera. Apela a la seducción. Avanza con la emancipación de las personas. Se ha incrementado en un nuevo espacio: los centros co-merciales donde se buscan, encuentran y adquieren los productos. El consumo también ha extendido su influencia a la infancia. Dice Daniel Thomas Cook que los valores morales de la vida contemporánea consisten en la familia-rización de los niños con los materiales, medios de comunicación, imágenes y significados referidos al mundo del comercio. Antes de empezar a leer aparece la adicción por las compras. La vocación consumista parecería haberse convertido en uno de los derechos humanos fundamentales. Tampoco se reconocen las viejas fronteras de clase, porque la TV, las vidrieras y los centros comerciales son mirados por todos. El acto de la compra incluye el placer, claro. Por eso los comercios se esmeran en proveer atmósferas confortables, algunas de ensueño. Trabajan con este propósito una legión de creadores que buscan atrapar el espíritu lúdico, generar fantasías, poner magnetos.
El placer del consumo
En Elogio del placer, Marcos Aguinis aborda el tema de los placeres terrenales. Entre ellos, el poder curativo del humor, los encantos del carnaval, los claroscuros de la filosofía y la felicidad que entregan una buena biblioteca, el cine, el sexo, la pintura, el romance y el consumo. Un relato de una realidad que ya engloba a todos, incluso a los niños, y que toma en cuenta los aspectos positivos pero también sus peligros.
Por Marcos Aguinis
Trasladamos la mirada hacia otro indiscutible campo del placer que se llama moda?
Un amigo de Flaubert, Maxime Du Camp,dijo con un bucle de retórica que “la moda es la búsqueda siempre vana, a menudo ridícula, a veces peligrosa, de una belleza ideal”. Antes se la pretendió limitar a lo femenino, pero hace unas pocas centurias saltó el contestatario Beau Brummell para refutar semejante error e instaló en la cumbre de los hábitos modernos la elegancia masculina. Hasta Brummell, sólo la hembra se embellecía para agradar al varón, excitarlo, deslumbrarlo, seducirlo. El varón, en cambio, se conformaba con una presencia austera. Aunque en las cortes ya se usaban elementos femeninos tales como pelucas, tacos altos, polvos faciales y otros adminículos. Brummell hacía conocer el tiempo que le demandaba elegir sus prendas y vestirse, el cuidado que tenía al abrochar botones, estirar las sedas de su camisa y airear los encajes. Ese lapso superaba cualquier récord conocido, inclusive el de Luis XIV. Aunque lo llamaban Beau, el nombre de pila de Brummell era George Bryan. Nació en Londres, en 1778; viajó mucho y en 1840 finalmente falleció en Caen. La capital de la elegancia siguió sus pasos y se trasladó de Inglaterra a Francia. Brummell se convirtió en el árbitro del buen gusto. Sus trajes estaban bien cortados, las camisas exhibían una calidad impecable y siempre llevaba un perfecto nudo de corbata. La corbata ya había llegado a Versailles con un regimiento croata cuyos miembros tenían una forma peculiar de atarse coloridos pañuelos al cuello; esto picó el ojo del Rey Sol, quien de inmediato ordenó que su guardia también usase los mismos nudos. A partir de entonces la pequeña Croacia ganó un copyright que rige hasta el presente.
El refinamiento de Brummell exigía dinero para ciertas excentricidades, como, por ejemplo, lustrarse las botas con champán. Se lo calificó de dandy, palabra que a partir de ese instante cambió su significado original, que era completamente opuesto. El dandysmo se puso “de moda”. Brummell había desarrollado una sólida amistad con el príncipe de Gales, luego coronado como Jorge IV. Nuestro hombre, en cambio, era el hijo del secretario de un lord y nieto de un sastre. Se llevaron muy bien hasta que una broma sobre la obesidad del príncipe acabó con su protección. En 1816 Brummell se mudó a Francia para huir del ostracismo social. En ese país vivió el resto de sus días, hasta que fue devorado por la sífilis. Honoré de Balzac, en su Traité de la vie élégante (1830) lo había des-crito como un individuo avejentado, pero que determinaba la elegancia de los franceses. Ni siquiera su entierro fue una sepultura. Sir Arthur Conan Doyle decidió resucitarlo con vigorosos trazos en su novela histórica Rodney Stone; ahí, el notable tío del personaje que da nombre a la obra está inspirado en Brummell. Antes de que terminase el siglo, tuvo éxito una comedia de Clyde Fitch donde el Bello Brummell reapareció con su propio nombre, casi dispuesto a despedirse para siempre. Pero no fue así. En los comienzos del cine, John Barrymore lo representó con eficacia. Más adelante sonó su voz en el Lux Radio Theater con Robert Montgomery. Incluso la novelista Virginia Woolf, nada menos, dictó una conferencia en la BBC dedicada a tan curioso personaje.
Desató aplausos la película Beau Brummell (1954) con Stewart Granger, donde el rapto de Lady Patricia es transformado en una historia romántica. El cantautor de rock Billy Joel, en su álbum Glass Houses (1980), incluyó estas palabras: “You could really be a Beau Brummell, baby, if you just give it half a chance”. Hace poco se difundió el drama televisivo Beau Brummell, ese hombre encantador, con James Purefoy. Además de machacarse su nombre en novelas, piezas teatrales, relojes, bandas musicales y sastrerías de alta costura, Brummel ha podido convertirse en un héroe detectivesco para la serie de misterio que escribió Rosemary Stevens, algunos de cuyos títulos lograron bastante popularidad. Tanta presencia fue celebrada con una estatua cincelada por Irena Sedlecka, cuya sonrisa saluda a los peatones londinenses en la calle Jeremy. Como si fuese poco, Brummell ya había sido incorporado al musical Cats porque T. S. Eliot lo había mencionado en un verso al que los productores no iban a dejar de sacarle jugo. Ahora dejemos a este personaje y movamos el objetivo en otra dirección. Si bien la moda y su seguimiento brindan placer, hay quienes prefieren ignorarla me-diante un estilo al que se suele llamar: “Me cago en la elegancia”.
Adoptan el desaliño como una clarinada de protesta. Al principio fueron pocos, ahora constituyen legión. En última instancia, todos nos agrupamos en el mismo redil y, unos más otros menos, la gente se empeña, por lo general, en no parecer extravagante, pero tampoco carente de cierta diferenciación. La moda es tan pícara y flexible que, en vez de expulsar a los rebeldes, los toma de modelos. Por eso se ha vuelto cool ves-tir jeans agujereados, trajes con arrugas, camisas que desbordan el pantalón, zapatos sin medias, corbatas desajustadas en torno a un cuello desabrochado, telas que parecen sucias, zapatillas sin cordones, peinados estrambóticos. El mandato pareciera decir: que cada cual haga según le plazca. Lo cierto es que se ha producido la democratización en el vestir. Una persona modesta puede usar la misma ropa durante años y no seguir las modificaciones que impone cada temporada. Pero... si va a una entrevista de trabajo con prendas gastadas, le será más difícil obtener el puesto. Antes había una frontera entre el buen gusto y el mal gusto, entre la vulgaridad y la elegancia, entre lo fino y lo popular, como si se definiera un estrato social mediante ese recurso. Es verdad que no han desaparecido las clases sociales, pero ha disminuido la obligación de exhibir los rasgos de cada clase. Se ha expandido la des-reglamentación. Tampoco hay forma de ser completamente distinto, ni hace falta. Las pertenencias se han vuelto relativas, aunque subsisten prejuicios como por ejemplo: “¡Quién se cree que es!” o “¿Esa de dónde salió?”. No obstante, el antagonismo entre “ellos” y “nosotros” cae mal y sólo puede susurrarse al oído. Pese a las continuas modificaciones que aporta la moda con sus novedades de invierno y verano, varones y mujeres siguen usando prendas que no pueden retornar a dos siglos atrás, por más fuerza que se haga en recuperar invenciones góticas. Con la excepción de algunos pueblos o sectas –en general subdesarrollados– donde se mantienen tradiciones antiguas, la ropa occidental se ha tornado universal y hasta los chinos dejaron las chaquetas Mao por los trajes, corbatas y otros detalles del estilo norteamericano o europeo. Ningún varón se vestiría como en los siglos XVII o XVIII con medias blancas visibles hasta la rodilla,
peluca empolvada y un jabot de encaje en el cuello.
Persiste la tendencia a encolumnarse tras el sector más exitoso. De ahí la gravitación que han conseguido determinadas marcas, convertidas en emblemas. Las marcas equivalen a un antiguo tótem. Las venera el fervor de millones. Quienes no pueden adquirir marcas auténticas apelan a las falsificaciones, convertidas en plaga industrial. Hasta se sospecha que las favorecen los propietarios de las marcas verda-deras para azuzar el mercado. Relojes, carteras, zapatillas, remeras, llaveros y miles de otros artículos exhiben el gancho de un emblema como si fuese un blasón nobiliario.
La marca se ha impuesto en la sociedad de consumo. Facilita el ingreso al club de los mejores. Brinda, consciente o inconscientemente, seguridad y autoestima. Lo cual, desde luego, genera placer. ¿Te acordás, Marcos, cuando visitaste Leningrado justo un año antes de que asumiera Gorbachov? Te perseguía un joven para que le vendieras tus zapatillas haciendo flamear unos dólares que vaya a saber dónde y cómo había conseguido. Se desesperaba por zapatillas que a vos te parecían vulgares y gastadas. Pero tenían marca. Elegir y sentirse libre, armoniza. Aunque suene raro, te diría que en la sociedad de consumo uno está más “obligado” a elegir que antes, cuando prevalecían la uniformidad y el conservadurismo. Somos espoleados a tomar decisiones, como ya te dije. Para muchos la abstención es una saludable resistencia. ¿Conviene que la sociedad de consumo estimule ese gusto por elegir? Sabemos que el rol activo inyecta vitalidad, entusiasmo. Visto de forma más esquemática, uno siempre debería querer estar más informado, tomar más iniciativas, elogiar o criticar productos que llenan los ojos o se derraman a los pies. La sociedad moderna martilla sin cesar, incluso ante preguntas como ¿en qué barrio vivir?, ¿qué coche comprar?, ¿qué película ver?, ¿cuál CD o DVD tomar prestado, alquilar o adquirir?, ¿qué libro leer?, ¿a qué candidato votar?, ¿adónde ir de vacaciones?, ¿qué régimen de comida escoger?
Por lo tanto, es innegable que la renovación de la moda –nos guste o no– expresa energía, y también angustia. ¿Por qué? Porque su reinado, aunque luzca musculoso, tiene fecha de vencimiento. Los artículos son reemplazados sin piedad, inclusive las megamarcas. En consecuencia, no hay tiempo para perder. En su novela La lentitud, Milan Kundera desarrolló el vínculo estrecho entre velocidad y olvido: “El nivel de la velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido”. También dice que “los escenarios permanecen iluminados apenas durante los primeros minutos”. Aquello que se demora queda afuera. Hay una predilección generalizada por las novedades. Hasta marcas que fueron objeto de culto pueden convertirse en víctimas de una precipitada desafección. Nada es invulnerable ahora. Bien, Marcos, daré una vuelta de campana y te pondré en otro aprieto. No te dejaré en paz, soy un moscardón. Me parece que ya aceptás varias de mis teorías, aunque algunas a regañadientes. Pero te señalaré un aspecto llamativo, para forzar la contradicción. En cada aspecto de la moda predominan estilos. Nos ilusionan con el cuento de que tenemos absoluta libertad para elegir, pero no es así. ¡No es cierto! Nuestra libertad ha sido limitada antes de enterarnos. ¿Cómo?, me preguntás irritado. Fijate bien. Las alternativas de cada nueva moda no son innumerables: unas pocas fueron preseleccionadas y rigurosamente prescriptas por cenáculos a los que no tuviste acceso. ¿Que me he vuelto paranoico? ¿Que hay una “conspi-ración”? No, nada de eso. Sólo te indico una paradoja. Estamos condenados a elegir, es verdad, pero únicamente lo que se nos ofrece. ¿Sorprendido? Me parece adecuado que te sorprendas y te desencantes. Porque el consumidor no inventa, ni controla, ni decide cuáles son las características de la moda que inundará el mercado. Esa es una tarea de estilistas y gerentes aposentados en las nevadas cumbres. ¡Qué le vamos a hacer!
Retrato del consumismo
Vuelvo a la misma pregunta: ¿el consumo incrementa el placer? Sí. Aunque te disguste reco-nocerlo. La respuesta es sí, insisto. Pero el placer nunca queda sa-tisfecho del todo, sino que necesita volver a encenderse y encontrar una renovada satisfacción. Quienes no pueden consumir son desplazados al rubro de los excluidos. La sociedad de consumo, en la que vive una buena porción de la humanidad y a la que quiere pertenecer el resto, no es secreta. Sólo la ignoran quienes vegetan al margen de la información o hacen mucha fuerza para cerrar los ojos. No sólo los ricos anhelan participar de sus regalos, sino también los pobres. Este deseo, que significa rendición ante el criticado hedonismo, impulsa el progreso. Según Frank Trentmann, el consumidor estaba prácticamente au-sente del discurso hasta el siglo XVIII. Apenas aparece en siete de los 150 mil trabajos de ese siglo disponibles online, y sólo dos veces para referirse a un comprador privado. En dos ocasiones se refiere al tiempo (“el veloz consumidor de horas”). No eran asuntos relevantes para la economía ni para la vida cotidiana. Pese al incremento de la producción, en la decimoprimera edición de la Enciclopedia Británica que tanto amó Borges sólo existe una breve entrada para la palabra consumo, definida como “gastarse” en un sentido físico o como vocablo técnico de la economía. Muchos expertos aseguran que la modernidad habilitó nada menos que la “civilización del deseo”, con inusual impulso recién a partir de la segunda mitad del siglo XX. Ahora el ansia por el confort está ganando la carrera a las pasiones revolucionarias y hasta nacionalistas. Para Da-niel Bell el consumo tiene que ser denunciado como un vector básico del hedonismo moderno. Su aumento fue simultáneo a la apertura cultural hacia las novedades. Se encogieron las reservas del pudor ante la modificación de los hábitos de vida, que en muchos casos ha adquirido una fantástica rapidez. Pareciera haber aflojado también el miedo a lo desconocido, al extremo de que las brisas innovadoras irrumpen por las ventanas de todos los órdenes sociales y productivos. Esta aceleración trajo una consecuencia que algunos celebran y otros temen: la obsolescencia de casi todo. Ya lo demostró el arte moderno –otra vez el arte adelantándose a la realidad–, cuando en vez de mármoles incorruptibles empezó a crear esculturas con materiales caducos. Ni siquiera los libros duran en las vidrieras, empujados por el malón de nuevos títulos.
Las películas eran legados que pasaban de generación en generación como joyas, y figuras como Greta Garbo se retiraban a tiempo para permanecer jóvenes en la memoria de sus admiradores. Ahora los artistas, políticos, locutores y periodistas que dejan de aparecer durante un año ya no son recordados ni en los avisos fúnebres. El diario de la mañana no sirve a la tarde. El consumo nervioso y galo-pante sigue en carrera. Apela a la seducción. Avanza con la emancipación de las personas. Se ha incrementado en un nuevo espacio: los centros co-merciales donde se buscan, encuentran y adquieren los productos. El consumo también ha extendido su influencia a la infancia. Dice Daniel Thomas Cook que los valores morales de la vida contemporánea consisten en la familia-rización de los niños con los materiales, medios de comunicación, imágenes y significados referidos al mundo del comercio. Antes de empezar a leer aparece la adicción por las compras. La vocación consumista parecería haberse convertido en uno de los derechos humanos fundamentales. Tampoco se reconocen las viejas fronteras de clase, porque la TV, las vidrieras y los centros comerciales son mirados por todos. El acto de la compra incluye el placer, claro. Por eso los comercios se esmeran en proveer atmósferas confortables, algunas de ensueño. Trabajan con este propósito una legión de creadores que buscan atrapar el espíritu lúdico, generar fantasías, poner magnetos.
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