Domingo, 25 de abril de 2010
A VEINTE AÑOS DE LA PRIVATIZACION DE LOS CANALES 11 Y 13, UNA MOVIDA QUE TRANSFORMO EL PANORAMA PARA SIEMPRE
La licitación que le abrió la puerta a la nueva TV
Fue el primer paso del menemismo, el primer ladrillo de los multimedios concentrados. Dos décadas después de la “Ley Dromi”, un recuento de cómo se fue modificando la TV.
Por Emanuel Respighi
Hace poco más de veinte años, período que para algunos puede ser una eternidad y para otros apenas un ratito, la TV argentina evidenciaba uno de los hechos más significativos de sus 59 años de historia. Mucho más influyente que la elección de la norma Pal-N para la transmisión en color, en el verano de 1990 los canales 11 y 13 dejaban de ser propiedad del Estado para pasar a manos privadas. Ese hecho, si bien no afectó directamente el bolsillo de los ciudadanos argentinos como las privatizaciones de los servicios públicos que impulsaría luego el gobierno de Carlos Menem, probablemente haya sido uno de los acontecimientos que más condicionaron a la opinión pública. El Estado argentino, con excepción del por entonces ATC, dejaba librados los contenidos televisivos a empresas. A dos décadas de aquella licitación que marcó un antes y un después en la industria televisiva local, Página/12 hizo un breve repaso sobre aquella convulsionada licitación y sobre la manera en que esa decisión afectó al medio en los años siguientes.
Hubo un tiempo no muy lejano en el que el mapa televisivo distaba mucho del actual. La estructura de propiedad de las emisoras era muy diferente. Hasta los últimos días de 1989, el panorama de la TV abierta en la región del AMBA tenía tres canales en manos del Estado (ATC, el 11 y el 13) y dos de propiedad privada (el 9 de Alejandro Romay y el 2 de Héctor Ricardo García). En medio de una hiperinflación galopante, la disparada del dólar y una crisis energética que llegó a limitar la programación a cuatro horas diarias, hacia fines de los ‘80 la industria atravesaba uno de sus peores momentos económicos. En ese contexto, el 11 y el 13 eran los que más sentían la crisis: con 570 empleados, el primero poseía un déficit operativo cercano a los 27 millones de pesos; el segundo tenía más empleados (871) y una deuda cercana a los 20 millones.
Apenas asumió la presidencia, Menem hizo pública su idea de cerrar ambos canales por el déficit que ocasionaban. Las voces que desde la cultura se levantaron en rechazo de esa intención hicieron rever la decisión y, previo acuerdo con los sindicatos, a través del decreto 578 el gobierno convocó a licitación para privatizar los canales 11 y 13 antes de fin de año. Previamente, Menem consiguió que el Congreso derogara el artículo 45 de la vieja Ley de Radiodifusión, que prohibía a los propietarios de medios gráficos tener participación accionaria en medios audiovisuales. El camino para la conformación de grandes multimedios estaba allanado.
En este punto, más que tratarse de una consecuencia de la falta de política comunicacional, la del menemismo tuvo una clara dirección. Así como el llamado a licitación de tres nuevos canales por el gobierno de Aramburu en 1957, más que a definir un sistema comunicacional estuvo destinado a revertir el sistema de propiedad de los medios del depuesto gobierno peronista, la política menemista sentó las bases para favorecer la concentración mediática y la creación de multimedios, flexibilizando restricciones y limitaciones que favorecieron al capital extranjero y a las empresas de medios gráficos.
El decreto 578, de fines de 1989, estipuló las condiciones de la adjudicación, que no eran demasiadas. La licitación disponía que los oferentes pagasen un 40 por ciento al contado, mientras que para el restante 60 por ciento proponía una financiación en cuotas semestrales, o que el Estado se iba a hacer cargo de los déficit de los canales. Ante esas laxas condiciones, buena parte de los hombres de negocios y empresarios periodísticos se presentaron para incrementar su poder. La licitación –que cosechó sospechas de favoritismo– ya estaba en marcha. De los 16 pliegos que el Comfer vendió, sólo 10 propuestas terminaron presentándose: el 11 recibió seis intenciones de compra, el 13 cuatro. Luego de la evaluación de un cuarteto designado oportunamente, Artear (Grupo Clarín) ganó la licitación, tanto para el 13 como para el 11. Por 7 millones de dólares, el grupo encabezado por Ernestina Herrera de Noble decidió quedarse con el 13, canal que deseaba desde hacía tiempo y en el que mantiene su propiedad hasta el día de hoy.
Por el 11, en tanto, tuvieron que desempatar Tevemac (de la familia Macri) y Telefe (encabezado por Editorial Atlántida y un conglomerado de canales del interior), ya que ambas propuestas habían sido calificadas con 170 puntos. Finalmente, a sobre cerrado, Telefe se quedó con la emisora por 16 millones de dólares, cinco más que la oferta de los Macri y más del doble que la que le bastó a Clarín para hacerse del 13. Destrozadas quedaron las ilusiones de otros oferentes, que no por perdedores eran menos poderosos, como Argentevé (Julio Ramos, Palito Ortega y Gerardo Sofovich), o Imagen Visión (Daniel Vila). El 22 de diciembre, en la Casa Rosada, Menem formalizó la entrega a los nuevos dueños, que se hicieron cargo durante el verano de 1990. El comienzo de una nueva era televisiva.
El nuevo panorama agitó el funcionamiento de la industria desde el primer día de 1990. Las expectativas que la privatización trajo tenían que ver, por un lado, con la necesidad de que el sector privado le brindara un fuerte impulso a la renovación tecnológica, y por otro, con la conformación de una competencia que redundara en contenidos variados y de mayor calidad. Algo así como la política neoliberal del libre mercado aplicada al circuito televisivo. La expectativa tecnológica fue satisfecha: los canales supieron reequiparse y nunca dejaron de mantenerse acordes con los últimos requerimientos técnicos. El incipiente negocio globalizado que los nuevos dueños buscaban era imposible sin soportes de última tecnología.
En cuanto a los contenidos, si bien los canales siguieron de cerca las tendencias, incorporando nuevos géneros y lenguajes, eso no significó necesariamente una televisión de mayor calidad. El aspecto cultural y educativo, por ejemplo, fue cediendo lugar en la TV privada. La máxima de que la TV debe informar, educar y entretener fue derivando en un proceso en el que la TV privada se limitó cada vez más a posicionarse como una mera fuente de entretenimiento.
Acorde con la lógica impuesta por el poder, la “nueva TV” tendió a contenidos livianos, provocando en los primeros ’90 el auge de las comedias blancas al estilo Grande pá! y Amigos son los amigos, programas con los que Telefe pasó a liderar la audiencia después de un largo reinado del 9 a pura telenovela. A medida que la década avanzaba, la discusión política y periodística fue dejando lugar a la cotidiana, en la que el público comenzó a tomar protagonismo a partir de los talk shows, primero, y los reality shows después. En materia periodística, las bases dejadas en el periodismo de investigación como Edición plus y Telenoche investiga derivaron, años más tarde, en un estilo más amarillista, en el que las cámaras ocultas se convirtieron en la principal herramienta, ya no para deschavar al poderoso sino a delincuentes de poca monta.
El género que más se desarrolló y sofisticó en estos 20 años fue el de la ficción. El surgimiento de un nuevo jugador en la industria fue imprescindible para revitalizar al género: las productoras independientes. El arribo de productores por fuera de las estructuras y cosmovisiones del mundo de los canales pluralizó estética y temáticamente las ficciones. Los canales festejaron su llegada por una simple razón: derivaron el alto costo y riesgo económico de las ficciones en las productoras. Los nuevos players, además, se beneficiaron con los avances tecnológicos, sofisticando la posproducción y facilitando la producción en exteriores.
Como todo lo que funciona, con el tiempo algunas independientes fueron adquiridas por las emisoras (Pol-Ka e Ideas del Sur por el 13), o por grandes grupos mediáticos (GP Media por la BBC, Cuatro Cabezas por Eyeworks, Underground por Endemol). La calidad estética y los bajos costos relativos de producir en el país llevaron a que, tras la crisis de 2001, las latas de programas o formatos argentinos inundaran las televisiones del mundo, aun en culturas muy distantes.
En cuanto a la audiencia, la década del ‘90 marcó el fin del reinado del 9, que con holgura sostuvo durante los ‘80, cuando era el único privado. La nueva estructura resultó un duro golpe para el canal de Romay, que desde la salida del productor nunca pudo crear un perfil de programación. La gran cantidad de veces que cambió de dueños (en 1997 lo compró la australiana Prime, luego Telefónica, más tarde una sociedad encabezada por Daniel Hadad, y desde hace algunos años el mexicano Angel González) no favoreció que la pantalla consolidara una programación coherente. En la misma línea se puede situar a América, que cambió de manos no menos de tres veces (Héctor Ricardo García, Eduardo Eurnekian, Carlos Avila, el Grupo Vila) y su pantalla fue sensible a esos movimientos. Aun así, en estas décadas se destacó por su perfil periodístico, casi lo único que pudo mantener en el tiempo (sin entrar en detalles de calidad). No es casualidad que los canales que más modificaciones societarias tuvieron sean los únicos que tuvieron que presentarse a convocatoria de acreedores.
Desde los ’90, la audiencia fue disputada masivamente entre Telefe y El Trece, con predominio general del primero. La década menemista enfrentó dos modelos: por un lado, Telefe, que privilegió posicionarse como la emisora líder (con una programación popular y familiera) a tener equilibradas sus cuentas; por otro, Canal 13, que persiguió con costos controlados apuntar al target ABC1. Entrado el siglo XXI, esa diferenciación ya no es tan clara y, combinando perfiles de programación, ambos canales pelean por la audiencia con programas que, salvo excepciones, no difieren mucho en sus contenidos.
La única señal pública, Canal 7, sin una política comunicacional consensuada por los diferentes actores del arco político-cultural argentino, pasó estas dos décadas a la deriva, entre gestiones que se perdieron en buenas intenciones (Leonardo Bechini), otras que fueron devastadoras (Gerardo Sofovich) y unas pocas que intentaron imprimirle un sello estatal no atado al gobierno de turno. Recién a partir de la gestión encabezada por Rosario Lufrano y en la actual continuidad de Tristán Bauer el canal parece haberse encolumnado detrás de un proyecto artístico definido. Incluso, durante estos años, pasó de tener un equipamiento obsoleto a encabezar la renovación tecnológica de cara al apagón analógico. Que el Estado haya tomado la iniciativa comunicacional es un cambio de paradigma para la historia del sector.
Esas no fueron las únicas cosas que pasaron. La irrupción masiva del cable a mediados de los ’90 renovó hábitos televisivos y llevó a que la programación deportiva, la infantil y la informativa quedaran relegadas en los canales de aire. El zapping, casi como signo instintivo de la época, democratizó la audiencia y les otorgó mayor libertad de elección a los televidentes. Además, mientras los guionistas fueron reemplazados por numerosos equipos, los directores artísticos perdieron el bajo perfil y, con estrategias de programación que hicieron imposible seguir la continuidad de los programas, tomaron status de celebridades.
A veinte años de las privatizaciones, la TV argentina se convirtió en una industria consolidada, equipada con la última tecnología e inserta en el mundo como nunca antes. La cuenta pendiente, sin embargo, es la tendencia hacia el escándalo, la fórmula probada y el morbo que invade a los canales privados. El rating y el dinero no sólo siguen mandando: ahora parecen ser las únicas cuestiones que importan.
El ritmo televisivo del país
Final del formulario
Por Martín Becerra *
La privatización del 11 y el 13 tuvo un efecto aleccionador, transgresor y transformador por alcanzar al medio de información y entretenimiento más masivo, que opera como dispositivo alfabetizador en el país. Fue aleccionador porque con ello Carlos Menem, tras su asunción, en julio de 1989, daba una rotunda señal acerca de su signo privatizador, traduciendo en hechos las definiciones de la Ley de Reforma del Estado –conocida como “Ley Dromi”, por el entonces ministro de Obras y Servicios Públicos–. Aprobada con una contundente mayoría peronista y radical en el Congreso, la “Ley Dromi” resumía un programa de reestructuración de la sociedad que contaría con altos niveles de consenso social construido, en buena medida, por los propios medios audiovisuales.
Para cambiar la sociedad era necesario modificar el orden comunicacional. Por ello, la ley incluyó modificaciones parciales del decreto-ley de radiodifusión 22.285 de la dictadura (hoy restaurado por la suspensión de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, 26.522). El decreto-ley de Videla de 1980 impedía la conformación de multimedios porque prohibía la propiedad cruzada (los dueños de diarios no podían tener licencias audiovisuales), vedaba la participación de sociedades anónimas en radio y TV y establecía un límite estricto a la cantidad de licencias (4) por parte de un mismo titular. Estos impedimentos fueron desactivados por la Ley de Reforma del Estado, que habilitó así una nueva estructura concentrada, con una producción de contenidos centralizada en Buenos Aires, modernizada tecnológicamente, en algunos casos extranjerizada, y permeada por capitales financieros y sociedades anónimas.
Algunas de estas tendencias pueden rastrearse ya en los años previos a la privatización, a partir de la inclusión de Clarín, La Nación y La Razón como accionistas de Papel Prensa al inicio de la dictadura, de la creación de agencias privadas de noticias como fruto del acuerdo entre diarios (DyN y NA), y de la gestión vía testaferros de emisoras de radio AM y FM en los ’80 por parte de empresas periodísticas. Pero fue la ola privatizadora post 1989 la que modificaría el sistema. La privatización fue, asimismo, transgresora: iniciar un mandato presidencial desprendiéndose de los canales de TV contradecía la experiencia de gestiones constitucionales anteriores. Fue gesto osado pero rebosante de confianza en el credo neoliberal por parte de un presidente peronista. Una figura que, además, dominaba los tiempos de la TV y nadaba como pez en el agua impúdica de la farándula vernácula.
La gestión privada de los canales renovó su programación, inaugurando un sistema de productoras en algunos casos independientes y en otros dependientes de las emisoras, que introdujeron nuevas estéticas, formatos y tecnologías a los predominantes hasta entonces. La ponderación de la TV privada desde 1990 debe considerar, además, su sincronía con el auge de señales temáticas de una TV por cable que se masificaría en el mismo período. Los beneficios de este nuevo paisaje audiovisual para el televidente podrían apreciarse mejor si no existiera una competencia descarnada, guiada por el afán hipercomercial, o si las mediciones del artificio del rating fueran auditadas públicamente.
La privatización de los canales, junto a la enajenación de ENTel iniciada en el momento, tuvieron procesos licitatorios controvertidos y acusados de favoritismo. Hoy, la información sobre la privatización de los canales –que permitiría evaluar el cumplimiento de los compromisos de la licitación y analizar los decretos de Néstor Kirchner de diciembre de 2004 y mayo de 2005, que en conjunto prorrogaron veinte años las licencias en beneficio de los privados– no es de acceso público.
Privatizar los canales y ENTel posibilitó la concentración de capitales a una escala inédita en dos polos: el audiovisual –mercado liderado por el grupo Clarín, dada su expansión en TV paga– y el de telecomunicaciones, dominado por el grupo Telefónica. No es causal que las licencias del 13 y el 11 estén explotadas por estos dos grupos, si bien en el caso del 11 el arribo de Telefónica se debió a la compra de la licencia originalmente asignada a un consorcio de Editorial Atlántida y emisoras del interior, operación que tampoco está exenta de objeciones.
Veinte años después, la evolución convergente del audiovisual y de las telecomunicaciones está protagonizada por una terca disputa entre estos grandes actores corporativos. Junto a un Gobierno ahora activo en el lanzamiento de la TV digital, los grandes grupos despliegan sus apuestas para seguir marcando el ritmo televisivo de la Argentina.
* Universidad Nacional de Quilmes - Conicet
OPINION
Dadme una lata y cambiaré el mundo
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Por Carlos Ulanovsky *
Jóvenes, de mente abierta y entrenados en las nuevas tecnologías; rápidos y perspicaces para ejecutar, casi todos los productores adivinaron por dónde debían llegar a la repercusión y, en especial, al dinero... La dirección del negocio cambió a partir de que gente de la TV, fogueada y consagrada en las ex fábricas de sueños y entretenimientos, pudo, a favor de una situación económica propicia, montar sus productoras. Y en TV, como en otros terrenos, el que dispone de los “fierros” gana. Fue tanto lo que se valorizaron que llegaron, incluso, a ser parte de los activos de los canales.
Un caso emblemático ilustra este ascenso fulminante: el de Pol-Ka, cuyas caras visibles son las de Adrián Suar y Fernando Blanco, unidos en 1994 para el piloto de lo que luego fue el exitoso Poliladron. Ese suceso fue el detonante para que Pol-Ka se transformara en marca registrada y, con el tiempo, en la mayor productora de ficción. De una hora diaria de aire, multiplicó su alcance, creció hasta contar con seis estudios propios y numerosas locaciones alquiladas, equipos completos de producción, centenares de empleados. Entre sus producciones más reconocidas figuran 099 Central, Gasoleros, Campeones, Sos mi vida, Socias, Locas de amor, Vulnerables, Verdad/Consecuencia, Mujeres asesinas, Valientes, Tratame bien. Y en una figura legal no sencilla de explicar, Suar continúa al frente de Pol–Ka pero es, al mismo tiempo, gerente artístico de El Trece.
No es el único caso. La TV abierta y la de cable están alimentadas de contenidos por productoras privadas. Desde la pionera Promofilm (1990), a La Corte, que transmite los partidos del Fútbol para todos, integran la lista Cuatro Cabezas, GP, Dori Media, Ideas del Sur (integrada a Grupo Clarín), PPT, Endemol Argentina, RGB, BBTV, Cris Morena, Rosstoc, Underground, Filmic, Carlos Rottemberg, Mandarina, Central Park, LC Acción, La Cornisa, KRK, MDQ, Nanuk, El Oso, Ramos Generales, Varénike, Tranquilo, entre otros sellos conocidos.
Los canales privados, surgidos a partir de 1960 y que durante años estuvieron –para bien y para mal– en manos de emprendedores intuitivos (provenientes de la radio, el cine, el periodismo), desde los ’90 se convirtieron en unidades de negocio de conglomerados gigantescos, en donde el de la comunicación es una parte de la actividad. En ese marco, con gente proveniente de otros ámbitos, las productoras llegaron para quedarse y resolver desde la tercerización importantes cuestiones económicas, laborales y artísticas.
Figuras como Suar, Pergolini o Tinelli, que desde jóvenes estuvieron frente a las cámaras, hicieron una transición lógica hacia la realización y, luego, hacia la gestión. En la actualidad, donde modelos y fórmulas diferentes abundan, Adrián, Mario y Marcelo son influyentes en casi todo lo que emprenden y obvios modelos de aspiración. Es inevitable preguntarse qué pensarían los pioneros Goar Mestre, Julio Korn, Ildefonso Recalde, Kurt Lowe, Manuel Alba, Oscar Luis Massa, Aníbal Vigil (ya fallecidos), o Pedro Simoncini, Héctor Ricardo García o Alejandro Romay, retirados o en distintas posiciones, de que sus ex factorías hayan quedado limitadas a meros logotipos. El fenómeno de los canales que pasaron de ser poderosas estructuras conducidos por una figura fuerte a desprendimientos de fondos de inversión es de los más sorprendentes de los últimos veinte años. Las latas independientes se convirtieron en la moneda de transacción más común en la TV argentina. La prueba es que las productoras alcanzaron mayor notoriedad mediática que los propios canales.
Entre lo positivo de las productoras merece consignarse que acompañaron la renovación tecnológica, que inventaron formatos originales y los distribuyeron con enorme aceptación por el mundo. Paradigmas de esta forma de difusión son la internacionalización de CQC, el envío de telenovelas originales o adaptadas y que el departamento de ventas internacionales de Telefe ocupa puestos líderes en la colocación de materiales en el mundo. Entre lo negativo hay que mencionar que resultaron funcionales a la instalación de multimedios y, en especial, que siguen eligiendo un estilo de programación que únicamente admite el rendimiento comercial, que privilegia los dictados del rating y consiente que el principal sentido de la actividad debe ser el entretenimiento fugaz y efectista.
* Periodista y escritor.
Recuerdo del primer hito
Final del formulario
Por Hugo Di Guglielmo *
Viví desde adentro la transformación de estatal a privado de Canal 13, realizada por Artear, y créanme que fue un cambio de cultura fenomenal. Sobraba gente en cantidades industriales, en la misma proporción en que faltaba eficiencia. Como suele ocurrir en las administraciones estatales, los que manejaban las cosas eran los funcionarios de carrera, mientras que los interventores pasaban uno tras otro, según los vaivenes políticos. Algunos pocos seguían trabajando por amor a la televisión, mientras muchos otros se dedicaban a controlar las “quintas”. El equipamiento había quedado detenido en el tiempo y los hábitos se repetían sin que nadie se atreviera a renovar, a arriesgar y a cambiar.
No bien tuve oportunidad de viajar y tomar contacto con otras televisiones del mundo, noté que ese abismo se ahondaba. Nuestra televisión, que había sido de gran calidad, pionera y pareja con el mundo, se había estancado tanto en lo tecnológico como en lo profesional.
La televisión, a diferencia de la radio, que es un medio más local, está íntimamente ligada al mundo. Se intercambian programas, formatos, ideas, maneras de producción, profesionales y tecnología que, además, se transforma a gran velocidad. Esta nueva televisión privada, la de Canal 13 y Telefe, debió subirse a un tren en marcha y, a medida que ponía prolijidad en la operación, debía aprender velozmente todas aquellas materias que el mundo había rendido hacía rato. Quizá no se pudo hacer en un ciento por ciento, pero se hizo.
Hubo reequipamiento tecnológico con inversión, se renovaron muchísimos profesionales y hubo continuidad en ejecutivos y planes, algo que hacía años no ocurría.
Comenzó a hacerse una televisión de mejor calidad. Este fue el primer hito.
* Director de programación de Canal 13 desde su privatización hasta septiembre de 2001. Extracto del libro Vivir del aire (Ed. Norma).
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A VEINTE AÑOS DE LA PRIVATIZACION DE LOS CANALES 11 Y 13, UNA MOVIDA QUE TRANSFORMO EL PANORAMA PARA SIEMPRE
La licitación que le abrió la puerta a la nueva TV
Fue el primer paso del menemismo, el primer ladrillo de los multimedios concentrados. Dos décadas después de la “Ley Dromi”, un recuento de cómo se fue modificando la TV.
Por Emanuel Respighi
Hace poco más de veinte años, período que para algunos puede ser una eternidad y para otros apenas un ratito, la TV argentina evidenciaba uno de los hechos más significativos de sus 59 años de historia. Mucho más influyente que la elección de la norma Pal-N para la transmisión en color, en el verano de 1990 los canales 11 y 13 dejaban de ser propiedad del Estado para pasar a manos privadas. Ese hecho, si bien no afectó directamente el bolsillo de los ciudadanos argentinos como las privatizaciones de los servicios públicos que impulsaría luego el gobierno de Carlos Menem, probablemente haya sido uno de los acontecimientos que más condicionaron a la opinión pública. El Estado argentino, con excepción del por entonces ATC, dejaba librados los contenidos televisivos a empresas. A dos décadas de aquella licitación que marcó un antes y un después en la industria televisiva local, Página/12 hizo un breve repaso sobre aquella convulsionada licitación y sobre la manera en que esa decisión afectó al medio en los años siguientes.
Hubo un tiempo no muy lejano en el que el mapa televisivo distaba mucho del actual. La estructura de propiedad de las emisoras era muy diferente. Hasta los últimos días de 1989, el panorama de la TV abierta en la región del AMBA tenía tres canales en manos del Estado (ATC, el 11 y el 13) y dos de propiedad privada (el 9 de Alejandro Romay y el 2 de Héctor Ricardo García). En medio de una hiperinflación galopante, la disparada del dólar y una crisis energética que llegó a limitar la programación a cuatro horas diarias, hacia fines de los ‘80 la industria atravesaba uno de sus peores momentos económicos. En ese contexto, el 11 y el 13 eran los que más sentían la crisis: con 570 empleados, el primero poseía un déficit operativo cercano a los 27 millones de pesos; el segundo tenía más empleados (871) y una deuda cercana a los 20 millones.
Apenas asumió la presidencia, Menem hizo pública su idea de cerrar ambos canales por el déficit que ocasionaban. Las voces que desde la cultura se levantaron en rechazo de esa intención hicieron rever la decisión y, previo acuerdo con los sindicatos, a través del decreto 578 el gobierno convocó a licitación para privatizar los canales 11 y 13 antes de fin de año. Previamente, Menem consiguió que el Congreso derogara el artículo 45 de la vieja Ley de Radiodifusión, que prohibía a los propietarios de medios gráficos tener participación accionaria en medios audiovisuales. El camino para la conformación de grandes multimedios estaba allanado.
En este punto, más que tratarse de una consecuencia de la falta de política comunicacional, la del menemismo tuvo una clara dirección. Así como el llamado a licitación de tres nuevos canales por el gobierno de Aramburu en 1957, más que a definir un sistema comunicacional estuvo destinado a revertir el sistema de propiedad de los medios del depuesto gobierno peronista, la política menemista sentó las bases para favorecer la concentración mediática y la creación de multimedios, flexibilizando restricciones y limitaciones que favorecieron al capital extranjero y a las empresas de medios gráficos.
El decreto 578, de fines de 1989, estipuló las condiciones de la adjudicación, que no eran demasiadas. La licitación disponía que los oferentes pagasen un 40 por ciento al contado, mientras que para el restante 60 por ciento proponía una financiación en cuotas semestrales, o que el Estado se iba a hacer cargo de los déficit de los canales. Ante esas laxas condiciones, buena parte de los hombres de negocios y empresarios periodísticos se presentaron para incrementar su poder. La licitación –que cosechó sospechas de favoritismo– ya estaba en marcha. De los 16 pliegos que el Comfer vendió, sólo 10 propuestas terminaron presentándose: el 11 recibió seis intenciones de compra, el 13 cuatro. Luego de la evaluación de un cuarteto designado oportunamente, Artear (Grupo Clarín) ganó la licitación, tanto para el 13 como para el 11. Por 7 millones de dólares, el grupo encabezado por Ernestina Herrera de Noble decidió quedarse con el 13, canal que deseaba desde hacía tiempo y en el que mantiene su propiedad hasta el día de hoy.
Por el 11, en tanto, tuvieron que desempatar Tevemac (de la familia Macri) y Telefe (encabezado por Editorial Atlántida y un conglomerado de canales del interior), ya que ambas propuestas habían sido calificadas con 170 puntos. Finalmente, a sobre cerrado, Telefe se quedó con la emisora por 16 millones de dólares, cinco más que la oferta de los Macri y más del doble que la que le bastó a Clarín para hacerse del 13. Destrozadas quedaron las ilusiones de otros oferentes, que no por perdedores eran menos poderosos, como Argentevé (Julio Ramos, Palito Ortega y Gerardo Sofovich), o Imagen Visión (Daniel Vila). El 22 de diciembre, en la Casa Rosada, Menem formalizó la entrega a los nuevos dueños, que se hicieron cargo durante el verano de 1990. El comienzo de una nueva era televisiva.
El nuevo panorama agitó el funcionamiento de la industria desde el primer día de 1990. Las expectativas que la privatización trajo tenían que ver, por un lado, con la necesidad de que el sector privado le brindara un fuerte impulso a la renovación tecnológica, y por otro, con la conformación de una competencia que redundara en contenidos variados y de mayor calidad. Algo así como la política neoliberal del libre mercado aplicada al circuito televisivo. La expectativa tecnológica fue satisfecha: los canales supieron reequiparse y nunca dejaron de mantenerse acordes con los últimos requerimientos técnicos. El incipiente negocio globalizado que los nuevos dueños buscaban era imposible sin soportes de última tecnología.
En cuanto a los contenidos, si bien los canales siguieron de cerca las tendencias, incorporando nuevos géneros y lenguajes, eso no significó necesariamente una televisión de mayor calidad. El aspecto cultural y educativo, por ejemplo, fue cediendo lugar en la TV privada. La máxima de que la TV debe informar, educar y entretener fue derivando en un proceso en el que la TV privada se limitó cada vez más a posicionarse como una mera fuente de entretenimiento.
Acorde con la lógica impuesta por el poder, la “nueva TV” tendió a contenidos livianos, provocando en los primeros ’90 el auge de las comedias blancas al estilo Grande pá! y Amigos son los amigos, programas con los que Telefe pasó a liderar la audiencia después de un largo reinado del 9 a pura telenovela. A medida que la década avanzaba, la discusión política y periodística fue dejando lugar a la cotidiana, en la que el público comenzó a tomar protagonismo a partir de los talk shows, primero, y los reality shows después. En materia periodística, las bases dejadas en el periodismo de investigación como Edición plus y Telenoche investiga derivaron, años más tarde, en un estilo más amarillista, en el que las cámaras ocultas se convirtieron en la principal herramienta, ya no para deschavar al poderoso sino a delincuentes de poca monta.
El género que más se desarrolló y sofisticó en estos 20 años fue el de la ficción. El surgimiento de un nuevo jugador en la industria fue imprescindible para revitalizar al género: las productoras independientes. El arribo de productores por fuera de las estructuras y cosmovisiones del mundo de los canales pluralizó estética y temáticamente las ficciones. Los canales festejaron su llegada por una simple razón: derivaron el alto costo y riesgo económico de las ficciones en las productoras. Los nuevos players, además, se beneficiaron con los avances tecnológicos, sofisticando la posproducción y facilitando la producción en exteriores.
Como todo lo que funciona, con el tiempo algunas independientes fueron adquiridas por las emisoras (Pol-Ka e Ideas del Sur por el 13), o por grandes grupos mediáticos (GP Media por la BBC, Cuatro Cabezas por Eyeworks, Underground por Endemol). La calidad estética y los bajos costos relativos de producir en el país llevaron a que, tras la crisis de 2001, las latas de programas o formatos argentinos inundaran las televisiones del mundo, aun en culturas muy distantes.
En cuanto a la audiencia, la década del ‘90 marcó el fin del reinado del 9, que con holgura sostuvo durante los ‘80, cuando era el único privado. La nueva estructura resultó un duro golpe para el canal de Romay, que desde la salida del productor nunca pudo crear un perfil de programación. La gran cantidad de veces que cambió de dueños (en 1997 lo compró la australiana Prime, luego Telefónica, más tarde una sociedad encabezada por Daniel Hadad, y desde hace algunos años el mexicano Angel González) no favoreció que la pantalla consolidara una programación coherente. En la misma línea se puede situar a América, que cambió de manos no menos de tres veces (Héctor Ricardo García, Eduardo Eurnekian, Carlos Avila, el Grupo Vila) y su pantalla fue sensible a esos movimientos. Aun así, en estas décadas se destacó por su perfil periodístico, casi lo único que pudo mantener en el tiempo (sin entrar en detalles de calidad). No es casualidad que los canales que más modificaciones societarias tuvieron sean los únicos que tuvieron que presentarse a convocatoria de acreedores.
Desde los ’90, la audiencia fue disputada masivamente entre Telefe y El Trece, con predominio general del primero. La década menemista enfrentó dos modelos: por un lado, Telefe, que privilegió posicionarse como la emisora líder (con una programación popular y familiera) a tener equilibradas sus cuentas; por otro, Canal 13, que persiguió con costos controlados apuntar al target ABC1. Entrado el siglo XXI, esa diferenciación ya no es tan clara y, combinando perfiles de programación, ambos canales pelean por la audiencia con programas que, salvo excepciones, no difieren mucho en sus contenidos.
La única señal pública, Canal 7, sin una política comunicacional consensuada por los diferentes actores del arco político-cultural argentino, pasó estas dos décadas a la deriva, entre gestiones que se perdieron en buenas intenciones (Leonardo Bechini), otras que fueron devastadoras (Gerardo Sofovich) y unas pocas que intentaron imprimirle un sello estatal no atado al gobierno de turno. Recién a partir de la gestión encabezada por Rosario Lufrano y en la actual continuidad de Tristán Bauer el canal parece haberse encolumnado detrás de un proyecto artístico definido. Incluso, durante estos años, pasó de tener un equipamiento obsoleto a encabezar la renovación tecnológica de cara al apagón analógico. Que el Estado haya tomado la iniciativa comunicacional es un cambio de paradigma para la historia del sector.
Esas no fueron las únicas cosas que pasaron. La irrupción masiva del cable a mediados de los ’90 renovó hábitos televisivos y llevó a que la programación deportiva, la infantil y la informativa quedaran relegadas en los canales de aire. El zapping, casi como signo instintivo de la época, democratizó la audiencia y les otorgó mayor libertad de elección a los televidentes. Además, mientras los guionistas fueron reemplazados por numerosos equipos, los directores artísticos perdieron el bajo perfil y, con estrategias de programación que hicieron imposible seguir la continuidad de los programas, tomaron status de celebridades.
A veinte años de las privatizaciones, la TV argentina se convirtió en una industria consolidada, equipada con la última tecnología e inserta en el mundo como nunca antes. La cuenta pendiente, sin embargo, es la tendencia hacia el escándalo, la fórmula probada y el morbo que invade a los canales privados. El rating y el dinero no sólo siguen mandando: ahora parecen ser las únicas cuestiones que importan.
El ritmo televisivo del país
Final del formulario
Por Martín Becerra *
La privatización del 11 y el 13 tuvo un efecto aleccionador, transgresor y transformador por alcanzar al medio de información y entretenimiento más masivo, que opera como dispositivo alfabetizador en el país. Fue aleccionador porque con ello Carlos Menem, tras su asunción, en julio de 1989, daba una rotunda señal acerca de su signo privatizador, traduciendo en hechos las definiciones de la Ley de Reforma del Estado –conocida como “Ley Dromi”, por el entonces ministro de Obras y Servicios Públicos–. Aprobada con una contundente mayoría peronista y radical en el Congreso, la “Ley Dromi” resumía un programa de reestructuración de la sociedad que contaría con altos niveles de consenso social construido, en buena medida, por los propios medios audiovisuales.
Para cambiar la sociedad era necesario modificar el orden comunicacional. Por ello, la ley incluyó modificaciones parciales del decreto-ley de radiodifusión 22.285 de la dictadura (hoy restaurado por la suspensión de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, 26.522). El decreto-ley de Videla de 1980 impedía la conformación de multimedios porque prohibía la propiedad cruzada (los dueños de diarios no podían tener licencias audiovisuales), vedaba la participación de sociedades anónimas en radio y TV y establecía un límite estricto a la cantidad de licencias (4) por parte de un mismo titular. Estos impedimentos fueron desactivados por la Ley de Reforma del Estado, que habilitó así una nueva estructura concentrada, con una producción de contenidos centralizada en Buenos Aires, modernizada tecnológicamente, en algunos casos extranjerizada, y permeada por capitales financieros y sociedades anónimas.
Algunas de estas tendencias pueden rastrearse ya en los años previos a la privatización, a partir de la inclusión de Clarín, La Nación y La Razón como accionistas de Papel Prensa al inicio de la dictadura, de la creación de agencias privadas de noticias como fruto del acuerdo entre diarios (DyN y NA), y de la gestión vía testaferros de emisoras de radio AM y FM en los ’80 por parte de empresas periodísticas. Pero fue la ola privatizadora post 1989 la que modificaría el sistema. La privatización fue, asimismo, transgresora: iniciar un mandato presidencial desprendiéndose de los canales de TV contradecía la experiencia de gestiones constitucionales anteriores. Fue gesto osado pero rebosante de confianza en el credo neoliberal por parte de un presidente peronista. Una figura que, además, dominaba los tiempos de la TV y nadaba como pez en el agua impúdica de la farándula vernácula.
La gestión privada de los canales renovó su programación, inaugurando un sistema de productoras en algunos casos independientes y en otros dependientes de las emisoras, que introdujeron nuevas estéticas, formatos y tecnologías a los predominantes hasta entonces. La ponderación de la TV privada desde 1990 debe considerar, además, su sincronía con el auge de señales temáticas de una TV por cable que se masificaría en el mismo período. Los beneficios de este nuevo paisaje audiovisual para el televidente podrían apreciarse mejor si no existiera una competencia descarnada, guiada por el afán hipercomercial, o si las mediciones del artificio del rating fueran auditadas públicamente.
La privatización de los canales, junto a la enajenación de ENTel iniciada en el momento, tuvieron procesos licitatorios controvertidos y acusados de favoritismo. Hoy, la información sobre la privatización de los canales –que permitiría evaluar el cumplimiento de los compromisos de la licitación y analizar los decretos de Néstor Kirchner de diciembre de 2004 y mayo de 2005, que en conjunto prorrogaron veinte años las licencias en beneficio de los privados– no es de acceso público.
Privatizar los canales y ENTel posibilitó la concentración de capitales a una escala inédita en dos polos: el audiovisual –mercado liderado por el grupo Clarín, dada su expansión en TV paga– y el de telecomunicaciones, dominado por el grupo Telefónica. No es causal que las licencias del 13 y el 11 estén explotadas por estos dos grupos, si bien en el caso del 11 el arribo de Telefónica se debió a la compra de la licencia originalmente asignada a un consorcio de Editorial Atlántida y emisoras del interior, operación que tampoco está exenta de objeciones.
Veinte años después, la evolución convergente del audiovisual y de las telecomunicaciones está protagonizada por una terca disputa entre estos grandes actores corporativos. Junto a un Gobierno ahora activo en el lanzamiento de la TV digital, los grandes grupos despliegan sus apuestas para seguir marcando el ritmo televisivo de la Argentina.
* Universidad Nacional de Quilmes - Conicet
OPINION
Dadme una lata y cambiaré el mundo
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Por Carlos Ulanovsky *
Jóvenes, de mente abierta y entrenados en las nuevas tecnologías; rápidos y perspicaces para ejecutar, casi todos los productores adivinaron por dónde debían llegar a la repercusión y, en especial, al dinero... La dirección del negocio cambió a partir de que gente de la TV, fogueada y consagrada en las ex fábricas de sueños y entretenimientos, pudo, a favor de una situación económica propicia, montar sus productoras. Y en TV, como en otros terrenos, el que dispone de los “fierros” gana. Fue tanto lo que se valorizaron que llegaron, incluso, a ser parte de los activos de los canales.
Un caso emblemático ilustra este ascenso fulminante: el de Pol-Ka, cuyas caras visibles son las de Adrián Suar y Fernando Blanco, unidos en 1994 para el piloto de lo que luego fue el exitoso Poliladron. Ese suceso fue el detonante para que Pol-Ka se transformara en marca registrada y, con el tiempo, en la mayor productora de ficción. De una hora diaria de aire, multiplicó su alcance, creció hasta contar con seis estudios propios y numerosas locaciones alquiladas, equipos completos de producción, centenares de empleados. Entre sus producciones más reconocidas figuran 099 Central, Gasoleros, Campeones, Sos mi vida, Socias, Locas de amor, Vulnerables, Verdad/Consecuencia, Mujeres asesinas, Valientes, Tratame bien. Y en una figura legal no sencilla de explicar, Suar continúa al frente de Pol–Ka pero es, al mismo tiempo, gerente artístico de El Trece.
No es el único caso. La TV abierta y la de cable están alimentadas de contenidos por productoras privadas. Desde la pionera Promofilm (1990), a La Corte, que transmite los partidos del Fútbol para todos, integran la lista Cuatro Cabezas, GP, Dori Media, Ideas del Sur (integrada a Grupo Clarín), PPT, Endemol Argentina, RGB, BBTV, Cris Morena, Rosstoc, Underground, Filmic, Carlos Rottemberg, Mandarina, Central Park, LC Acción, La Cornisa, KRK, MDQ, Nanuk, El Oso, Ramos Generales, Varénike, Tranquilo, entre otros sellos conocidos.
Los canales privados, surgidos a partir de 1960 y que durante años estuvieron –para bien y para mal– en manos de emprendedores intuitivos (provenientes de la radio, el cine, el periodismo), desde los ’90 se convirtieron en unidades de negocio de conglomerados gigantescos, en donde el de la comunicación es una parte de la actividad. En ese marco, con gente proveniente de otros ámbitos, las productoras llegaron para quedarse y resolver desde la tercerización importantes cuestiones económicas, laborales y artísticas.
Figuras como Suar, Pergolini o Tinelli, que desde jóvenes estuvieron frente a las cámaras, hicieron una transición lógica hacia la realización y, luego, hacia la gestión. En la actualidad, donde modelos y fórmulas diferentes abundan, Adrián, Mario y Marcelo son influyentes en casi todo lo que emprenden y obvios modelos de aspiración. Es inevitable preguntarse qué pensarían los pioneros Goar Mestre, Julio Korn, Ildefonso Recalde, Kurt Lowe, Manuel Alba, Oscar Luis Massa, Aníbal Vigil (ya fallecidos), o Pedro Simoncini, Héctor Ricardo García o Alejandro Romay, retirados o en distintas posiciones, de que sus ex factorías hayan quedado limitadas a meros logotipos. El fenómeno de los canales que pasaron de ser poderosas estructuras conducidos por una figura fuerte a desprendimientos de fondos de inversión es de los más sorprendentes de los últimos veinte años. Las latas independientes se convirtieron en la moneda de transacción más común en la TV argentina. La prueba es que las productoras alcanzaron mayor notoriedad mediática que los propios canales.
Entre lo positivo de las productoras merece consignarse que acompañaron la renovación tecnológica, que inventaron formatos originales y los distribuyeron con enorme aceptación por el mundo. Paradigmas de esta forma de difusión son la internacionalización de CQC, el envío de telenovelas originales o adaptadas y que el departamento de ventas internacionales de Telefe ocupa puestos líderes en la colocación de materiales en el mundo. Entre lo negativo hay que mencionar que resultaron funcionales a la instalación de multimedios y, en especial, que siguen eligiendo un estilo de programación que únicamente admite el rendimiento comercial, que privilegia los dictados del rating y consiente que el principal sentido de la actividad debe ser el entretenimiento fugaz y efectista.
* Periodista y escritor.
Recuerdo del primer hito
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Por Hugo Di Guglielmo *
Viví desde adentro la transformación de estatal a privado de Canal 13, realizada por Artear, y créanme que fue un cambio de cultura fenomenal. Sobraba gente en cantidades industriales, en la misma proporción en que faltaba eficiencia. Como suele ocurrir en las administraciones estatales, los que manejaban las cosas eran los funcionarios de carrera, mientras que los interventores pasaban uno tras otro, según los vaivenes políticos. Algunos pocos seguían trabajando por amor a la televisión, mientras muchos otros se dedicaban a controlar las “quintas”. El equipamiento había quedado detenido en el tiempo y los hábitos se repetían sin que nadie se atreviera a renovar, a arriesgar y a cambiar.
No bien tuve oportunidad de viajar y tomar contacto con otras televisiones del mundo, noté que ese abismo se ahondaba. Nuestra televisión, que había sido de gran calidad, pionera y pareja con el mundo, se había estancado tanto en lo tecnológico como en lo profesional.
La televisión, a diferencia de la radio, que es un medio más local, está íntimamente ligada al mundo. Se intercambian programas, formatos, ideas, maneras de producción, profesionales y tecnología que, además, se transforma a gran velocidad. Esta nueva televisión privada, la de Canal 13 y Telefe, debió subirse a un tren en marcha y, a medida que ponía prolijidad en la operación, debía aprender velozmente todas aquellas materias que el mundo había rendido hacía rato. Quizá no se pudo hacer en un ciento por ciento, pero se hizo.
Hubo reequipamiento tecnológico con inversión, se renovaron muchísimos profesionales y hubo continuidad en ejecutivos y planes, algo que hacía años no ocurría.
Comenzó a hacerse una televisión de mejor calidad. Este fue el primer hito.
* Director de programación de Canal 13 desde su privatización hasta septiembre de 2001. Extracto del libro Vivir del aire (Ed. Norma).
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