Penetración de mercado
Las luchas por conseguir los mismos derechos civiles que se otorga a la sociedad heterosexual tuvo —y tiene— un emergente no del todo calculado en el ansia del mercado por modelar consumidores a imagen y semejanza: blancos, liberales, clase media y, sobre todo, varones, que pueden quererse y desearse entre sí, siempre y cuando consuman desde cine hasta paquetes de turismo. Voraz, el mercado parece haberse deglutido buena parte de la rebeldía contestataria de la comunidad GLTB para convertirla en un mero estilo de vida vacuo y domesticado.
Por Patricio Lennard
Un muchacho se está poniendo un jean y de repente empieza a temblar el piso. Apenas si se lo ha subido hasta las rodillas cuando, en medio de un sonido estrepitoso, emergen en el living de su casa un parquímetro, una cabina telefónica y, dentro de ella, una mujer hablando por teléfono. Entonces el asombro se torna seductora convicción en el rostro del muchacho, que entiende que el acto de subirse el pantalón es la verdadera causa del prodigio. Ante lo cual la llegada del jean a su cintura precipita el desplome de su casa y la irrupción de un pedazo de ciudad en donde un taxi espera la luz verde del semáforo y la mujer de la cabina ha quedado a merced de los encantos de quien ha rajado la tierra hace un momento. Todo para que al final los dos se pierdan calle abajo, despreocupados, modernos, desafiantes, sin que el pequeño terremoto que acaban de protagonizar los haya despeinado en lo más mínimo.
Decir que el comercial de 2007 de la línea de jeans 501 de Levi’s titulado Change (Cambio), del que acaba de hacerse una breve descripción, constituyó una movida de marketing sin precedentes en la historia de la publicidad puede sonar, si no exagerado, acaso incomprensible. Pero la cuestión se aclara con decir que de ese comercial se realizó una segunda versión en la que el mismo muchacho aparece poniéndose el mismo jean y provocando la misma reacción en cadena, aunque con la diferencia de que quien ahora se encuentra en la cabina no es una chica sexy sino un rubio tanto o más lindo que él y, eso sí, bastante más musculoso. La virtual indistinción entre la versión gay y la versión straight del comercial (más allá de la obvia referencia a la bisexualidad que hay en el hecho de que actuara el mismo modelo) se amparó, pues, en un pretendido igualitarismo que buscó poner a los consumidores gays a la misma altura que los heterosexuales. Gesto de validación que hubiera sido total si la segunda versión no hubiera sido emitida solamente en Logo, el canal gay que MTV puso al aire en 2005 y que hoy se ve en más de treinta millones de hogares en los Estados Unidos. Una decisión que le restó potencia a la audacia conceptual de la campaña, y que si algo denota es el carácter de minoría que también define a gays y lesbianas como “nicho de mercado”.
Pero si cada vez son más las grandes marcas que se animan a realizar apuestas de este tipo (de hecho, a partir de octubre, Levi’s patrocinará en Logo una campaña llamada Logo Unbuttoned, que contará con un segmento de dos horas de programación en el que se verán series, videos musicales y cortos en que gays y lesbianas contarán sus historias de vida, y para lo que invertirá más de un millón de dólares), se debe a que el mercado gay se ha vuelto sumamente tentador en los últimos años, al punto de que son varias las empresas que han creado divisiones de ventas especializadas en él, disipando las dudas de que el marketing dirigido a la comunidad GLBTT puede espantar al consumidor medio. Todo sea por captar la atención de un grupo de individuos que se supone dueño de un mayor nivel de gasto por el hecho de que en general no tiene hijos, y de los que con el ritmo machacón del lugar común suele decirse que imponen modas, tienen buen gusto y son fieles a las marcas que los consideran en su diferencia.
Esto último quedó del todo claro en una encuesta realizada este año en los Estados Unidos, a pedido de PlanetOut, que reveló que dos tercios de los gays y lesbianas de ese país prefieren consumir marcas gay friendly; entre las que cuentan con cierto favoritismo Bravo Network (la señal de cable que emite “Queer Eye for the Straight Guy”), Apple, Showtime (el canal que produjo “Queer as Folk” y que produce “The L World”), HBO, Absolut y Levi’s. Empresas que han entendido que el principal objetivo del marketing (producir una identificación entre el consumidor y la marca) supone, en el caso de las estrategias dirigidas a la comunidad gay, una salida del armario en toda regla.
Ya sea a través de guiños o de interpelaciones directas, cuando no de productos que buscan satisfacer necesidades específicas (ya hay quien ha abierto en Barcelona una tienda de trajes de novio al calor de las bodas homosexuales en España, mientras que hay agencias de viaje que ofrecen lunas de miel para parejas del mismo sexo), lo cierto es que con la llegada del siglo XXI muchas empresas se han abocado a conquistar un mercado que, si bien hace décadas que existe, tuvo su eclosión en la década del ’90. Tal como lo puntualiza la norteamericana Katherine Sender en su libro Business, Not Politics. The Making of the Gay Market, es desde los años ’70 que el marketing ha sido parte integral en la construcción de la comunidad y de la identidad GLBTT, y ha jugado un rol de importancia en su visibilidad social desde entonces. “La comunidad gay no es una entidad preexistente a la que los expertos en marketing simplemente necesitan apelar, sino que es una comunidad que se ha formado no sólo al abrigo del activismo político, sino también de una presencia en los medios masivos que con el tiempo se ha vuelto cada vez más sofisticada y comercialmente sustentable”, sostiene Sender en su libro.
Pero más allá de cómo la publicidad ha influido en la visibilidad de gays y lesbianas en países como los Estados Unidos (mucho menos en el caso de bisexuales y transgéneros, por cierto), existe controversia sobre los vínculos que hay entre el negocio del marketing y las políticas que apuntan a defender sus derechos. Así, mientras para algunos la aparición de motivos gays en publicidades supone una validación de su existencia por parte del mainstream, e incluso una victoria en la larga batalla en contra de la homofobia (“ustedes, homófobos, pueden despreciarnos, pero lo que no pueden es seguir ignorándonos, al menos no como consumidores”, bien podría ser el lema), otros consideran que el marketing produce efectos de uniformidad y consolida estereotipos como el de una identidad gay blanca, liberal y de clase media. Sin contar las críticas que desde la izquierda se le hacen al capitalismo gay, al “gay business” y a las fashion victims que lo propician, basadas mayormente en los efectos alienantes y en los obstáculos para toda perspectiva de movilización y de toma de conciencia política que el consumismo gay entrañaría.
Si bien es obvio que cualquier empresa prioriza la posibilidad de hacer negocios y de ganar dinero, ¿es posible ver en la decisión de ir detrás del “nicho” gay una voluntad política? ¿Hay funcionando en el marketing gay otra cosa que imperativos comerciales? Y por otro lado, ¿no es el mercado gay la expresión más acabada de las libertades que son fruto de esa lucha, a la vez que el máximo dispositivo de normalización de nuestro imaginario? ¿Acaso ser parte de la cultura gay no depende hoy menos de un cierto tipo de experiencia sexual que de la libertad de compra en un mercado?
Que la figura del consumidor gay se haya convertido en una variable de importancia en los estudios de marketing; en un sujeto sometido cada vez con mayor insistencia y minuciosidad a encuestas y sondeos que buscan auscultar sus aspiraciones, sus gustos, sus deseos, supone tanto una forma de reclutamiento (la cristalización de un target) como un reconocimiento de nuestra especificidad como consumidores. Y esto se da toda vez que una marca que antes nos vendía heterosexualmente un producto hoy opta por hacerlo de otro modo. Toda vez que una estrategia de marketing parte de una distinción entre sexualidad y género.
A esta realidad de la economía de mercado (la cultura gay, como la globalización, está en todas partes) viene asomándose, no tan tímidamente, la Argentina desde hace algunos años. Un país cuya capital hoy se arroga el honor de ser la San Francisco latinoamericana, así como en otro tiempo su afectado europeísmo le permitió creerse una sucursal de París a orillas del Río de la Plata.
Un estilo de vida
Buenos Aires no tiene un barrio gay, ni siquiera una calle gay (disuelto por los vientos de la descentralización de la noche porteña el circuito que formaba una parte de la avenida Santa Fe hasta no hace mucho). Aunque de lo que sí puede enorgullecerse es de contar con el que hasta ahora es el primer y único hotel gay de América latina. Construido donde antes había un conventillo, en pleno barrio de San Telmo, el Axel Hotel es así un emblema de cómo Buenos Aires se ha posicionado como ciudad gay friendly. Algo que se debe, en gran medida, al boom turístico que el país está viviendo gracias al tipo de cambio, esa carnada irresistible.
En la cafetería, a la que se accede bajando una escalera desde la que se puede ver la piscina translúcida que hay en el último piso, Santi Ruiz, el director del Axel porteño, dice que la idea de abrir un hotel gay se le ocurrió a su dueño, cansado de tener que explicar cada vez que viajaba que no, que no había ningún error, que él y su pareja sí querían una habitación con cama de dos plazas. Fue la evidencia de esas pequeñas incomodidades con las que el turista gay suele tener que lidiar en los hoteles lo que originó la idea de abrir uno que en su página web se define como “heterofriendly”. “Si bien nosotros no le preguntamos a nadie por su orientación sexual —explica Ruiz—, tampoco queríamos crear un ghetto, algo cerrado. Por supuesto, no íbamos a discriminar a nadie. Y con lo de `heterofriendly’ quisimos que todos supieran que aquí van a encontrar un ambiente gay, y que si están cómodos en él, pues bienvenidos.”
Entre un cinco y un diez por ciento es la cantidad de público heterosexual que se hospeda en el hotel, según Ruiz, curiosamente un porcentaje similar al de huéspedes lesbianas. “Nosotros tenemos pautas en medios gays porque así focalizamos mucho más la oferta. Y si bien en ciertas ocasiones ponemos avisos de chicas, la verdad es que no lo hacemos tanto porque no nos es tan rentable. Es un mercado que nos cuesta más el de las lesbianas, y las que se alojan en el hotel son menos de las que nos gustaría. Entonces es como un perro que se muerde la cola. Si bien queremos tener más lesbianas en el hotel, nos estaríamos equivocando si en publicidad invirtiéramos más en ellas, cuando en realidad son los chicos quienes más nos responden.”
Es sabido que el turismo es una de las áreas del mercado gay que más han crecido a nivel mundial en los últimos años, lo que en parte explica que alrededor del diez por ciento de los turistas que llegan a la Argentina sean homosexuales. Un fenómeno que, sin embargo, no se ha visto a salvo de los embates de la crisis financiera, la que hace poco llevó a la quiebra a XL Leisure Group, el tercer grupo turoperador más importante del Reino Unido, bajo cuya órbita funcionaban Throb Holidays y Lidana, dos de los operadores especializados en turismo gay más importantes del Viejo Continente. La quiebra de estas dos compañías, que mayormente ofrecían paquetes vacacionales en España (lo que provocó que algunos resorts gays de ese país cerraran sus puertas), dejó varados a cientos de turistas en el extranjero e hizo que un millar de ellos perdieran sus reservas. Gracias a lo cual algunos comenzaron a alarmar hablando de un supuesto “fin del turismo gay”, o cuanto menos a señalar los efectos de una crisis que podría complicar la hasta ahora sostenida rentabilidad del rubro (“Las nubes empañan el brillo del arco iris”, tituló irónicamente un periódico de Ibiza, uno de los destinos favoritos de los gays en España).
Pero esta situación no parece por ahora afectar a la Argentina, y menos aún a Buenos Aires, en donde ya funcionan dos agencias de turismo gay y se han abierto varias milongas en las que el tango se baila entre varones, signos de un mercado en constante crecimiento. Así lo cree Pablo Vaca, editor de la Guía BA Gay, un proyecto que edita anualmente un libro-guía bilingüe en el que se pasa revista a los puntos de encuentro, las claves y los secretos de lo que definen como la “capital gay de Sudamérica”. Una publicación que apunta sobre todo al turista gay y con la que buscan derribar algunos preconceptos. “Todo lo que tiene que ver con sexo, sea gay o heterosexual, suele ahuyentar anunciantes. Playboy tiene problemas de auspiciantes, y también revistas como Maxim y Hombre. Cuanto más desnudos, menos anunciantes. Eso es matemático. Ahora bien, ¿por qué no hay revistas del estilo de Ohlalá o Brando para gays en la Argentina? Si bien hay grandes marcas que en otros países auspician publicaciones gays, acá no lo hacen por prejuicio. En la Argentina, el mercado es incipiente y todavía está aprendiendo, y Buenos Aires está dejando de ser una sociedad provinciana gracias a los turistas, en el sentido de que antes era un lugar donde te miraban mal por usar el pelo largo.”
Es esa misma ciudad que a principios de este año veía desembarcar a los casi mil quinientos turistas que vinieron a bordo del enorme crucero gay “Celebrity Infinity”, la que en noviembre contará con la segunda edición de Gallery G, la exposición y paseo de compras para la comunidad gay que tendrá lugar en Costa Salguero y que aspira a consolidarse como un ámbito de fomento para el marketing destinado al consumidor homosexual en la Argentina. “Alguien me preguntó si Gallery G no podía ser un ghetto. Y yo le contesté: cuando se hace la Exposición Rural, vos que no tenés campo, ¿acaso te sentís discriminado?”, dice Eduardo Fagalde, uno de sus organizadores. Aclaración que si hoy en día todavía sigue siendo necesario realizar en circunstancias en que gays y lesbianas deciden agruparse (después de todo, ¿a quién le conviene más que la cultura gay sea concebida como un mercado autónomo, como algo separado?) es por esa lógica separatista que sus detractores nos endilgan, pero que ellos mismos fomentan en el fondo.
Para Fagalde, la Argentina recién ahora está empezando a reconocer el potencial del mercado gay, al que muchos insisten en clasificar bajo el concepto paraguas de DINK (Double Income, No Kids —doble ingreso, sin chicos—), aplicado también a parejas heterosexuales con cierto poder adquisitivo y que no tienen hijos. “A la hora de penetrar en el mercado gay hay que saber cómo hacerlo. Y eso implica alejarse de los clichés y de los estereotipos, y atraer a individuos a los que les gusta mimarse mucho.” Un ejemplo de lo que para Fagalde no se debe hacer él lo grafica en la anécdota de un banco al que se le ocurrió, hace algunos años, la idea de lanzar una tarjeta de crédito color rosa. “Eso no funciona. Somos gente normal. ¿Quién va a querer andar por ahí con una tarjeta tan maricona?” Y agrega: “Que hoy se nos tenga cada vez más en cuenta como consumidores no me hace sentir discriminado, al contrario. A mí no me molesta que me vean como un negocio, siempre y cuando eso me permita exigir más de las empresas que se interesan en venderme sus productos. Los gays y las lesbianas somos personas muy necesitadas de ser reconocidas y escuchadas. Y creo que todo esto es una forma de respeto que en buena medida nos hemos ganado.”
Independientemente de que el departamento de mercadotecnia de una empresa se plantee que una estrategia de venta dirigida al público gay pueda tener o no implicancias de índole política, está claro que el consumo ha jugado un papel fundamental en la aceptación social de la homosexualidad y ha contribuido a que la conformidad de parte de gays y lesbianas hacia los regímenes hegemónicos de lo normal continúe en aumento. ¿Qué se siente, pues, haber sido descubiertos como consumidores? ¿Hasta qué punto el consumismo, un fenómeno típico de las sociedades poscapitalistas, tiene en la cultura gay una inflexión específica? ¿Es admisible que la segmentación de mercado de la que somos objeto sea aceptada enteramente como propia? ¿Y adónde ha ido a parar esa “estética de la existencia” que propugnaba Foucault sino al inocuo conformismo de un estilo de vida?
La cultura industrial, decía Edgar Morin, lleva a cabo una síntesis entre lo original y lo estándar, de lo individual y del estereotipo. Quizá por eso lo arduamente digerible que para la sociedad heterosexista podía llegar a ser la imagen de dos homosexuales queriéndose, hoy es asimilada por el hecho de que además tienen una casa, van de compras, pagan los impuestos, hacen viajes, son profesionales, tienen coche, y van al cine y al teatro como todo el mundo. Porque si en algún lugar está el meollo de la cuestión es en los nexos que hay entre el mercado y los valores de la sociedad heterosexual que insisten en ser la medida de nuestros comportamientos. Un dilema que no se resolverá exigiendo los colores del arco iris en los códigos de barras.
¡Qué cool se te ve!
Que hoy sea cada vez más difícil distinguir a simple vista a un gay de un heterosexual (¡tan invisiblemente visibles nos hemos vuelto!, ¡tan normales y masculinos y pulcros y musculosos!), no quita que el mercado tenga en cuenta y hasta estimule ese costado femenino en otro tiempo irrenunciable, esa cuota mujeril que conforma en gran medida nuestra versatilidad como consumidores, nuestra estructura polimorfa. Un perfil entre coqueto y fashion que no hace mucho nos convirtió poco menos que en autores intelectuales de ese rizo amanerado en la cadena evolutiva (hecho a base de cremas, cama solar y cera depilatoria) con el que la industria de la cosmética nos quiso hacer creer que una nueva especie humana había nacido allí donde algunos heterosexuales apenas si querían parecerse a nosotros.
Aunque un poco de reciprocidad no ha venido mal, después de todo. Más aún, teniendo en cuenta que lo que allí se juega es en qué consiste ser hombres. Problemática en la que los homosexuales nos hemos visto envueltos, tal vez impensadamente (un programa como Queer Eye for the Straight Guy es un caso testigo), y que ha contribuido para que lo gay se transformara, en sí mismo, en objeto de consumo.
Sin contar la poco rendidora y pasada de moda lógica de lo unisex (cómo olvidar esa fragancia repugnante que Calvin Klein lanzó al mercado con el nombre de One), hoy el perfil ideal de consumidor aspira a conjugar lo que cree mejor de un hombre y de una mujer. No en vano haber “feminizado” el consumo masculino acaso sea la estrategia de marketing más innovadora que se ha puesto en práctica a escala planetaria en las últimas dos décadas. Algo en lo que ha tenido bastante que ver el carácter cool que se le ha adosado a la sensibilidad gay y la forma en que la industria de la moda la ha expurgado (a excepción de Jean Paul Gautier) de todo rasgo exagerado, artificioso, teatral, caricaturesco.
Así, el modo en que la publicidad representa seriamente a los homosexuales supone, en general, una puesta en escena en la que la sexualidad casi no se actúa. En la que no hace falta actuar la sexualidad más allá del beso o del gesto que así la pone de manifiesto. Por eso que el modelo de la publicidad de Levi’s haga los mismos mohínes delante de la chica y delante del chico nos resulta natural, totalmente verosímil. Fruto de una escurridiza ambigüedad que, en algún punto y mal que mal, hasta a los heterosexuales salpica.
Las luchas por conseguir los mismos derechos civiles que se otorga a la sociedad heterosexual tuvo —y tiene— un emergente no del todo calculado en el ansia del mercado por modelar consumidores a imagen y semejanza: blancos, liberales, clase media y, sobre todo, varones, que pueden quererse y desearse entre sí, siempre y cuando consuman desde cine hasta paquetes de turismo. Voraz, el mercado parece haberse deglutido buena parte de la rebeldía contestataria de la comunidad GLTB para convertirla en un mero estilo de vida vacuo y domesticado.
Por Patricio Lennard
Un muchacho se está poniendo un jean y de repente empieza a temblar el piso. Apenas si se lo ha subido hasta las rodillas cuando, en medio de un sonido estrepitoso, emergen en el living de su casa un parquímetro, una cabina telefónica y, dentro de ella, una mujer hablando por teléfono. Entonces el asombro se torna seductora convicción en el rostro del muchacho, que entiende que el acto de subirse el pantalón es la verdadera causa del prodigio. Ante lo cual la llegada del jean a su cintura precipita el desplome de su casa y la irrupción de un pedazo de ciudad en donde un taxi espera la luz verde del semáforo y la mujer de la cabina ha quedado a merced de los encantos de quien ha rajado la tierra hace un momento. Todo para que al final los dos se pierdan calle abajo, despreocupados, modernos, desafiantes, sin que el pequeño terremoto que acaban de protagonizar los haya despeinado en lo más mínimo.
Decir que el comercial de 2007 de la línea de jeans 501 de Levi’s titulado Change (Cambio), del que acaba de hacerse una breve descripción, constituyó una movida de marketing sin precedentes en la historia de la publicidad puede sonar, si no exagerado, acaso incomprensible. Pero la cuestión se aclara con decir que de ese comercial se realizó una segunda versión en la que el mismo muchacho aparece poniéndose el mismo jean y provocando la misma reacción en cadena, aunque con la diferencia de que quien ahora se encuentra en la cabina no es una chica sexy sino un rubio tanto o más lindo que él y, eso sí, bastante más musculoso. La virtual indistinción entre la versión gay y la versión straight del comercial (más allá de la obvia referencia a la bisexualidad que hay en el hecho de que actuara el mismo modelo) se amparó, pues, en un pretendido igualitarismo que buscó poner a los consumidores gays a la misma altura que los heterosexuales. Gesto de validación que hubiera sido total si la segunda versión no hubiera sido emitida solamente en Logo, el canal gay que MTV puso al aire en 2005 y que hoy se ve en más de treinta millones de hogares en los Estados Unidos. Una decisión que le restó potencia a la audacia conceptual de la campaña, y que si algo denota es el carácter de minoría que también define a gays y lesbianas como “nicho de mercado”.
Pero si cada vez son más las grandes marcas que se animan a realizar apuestas de este tipo (de hecho, a partir de octubre, Levi’s patrocinará en Logo una campaña llamada Logo Unbuttoned, que contará con un segmento de dos horas de programación en el que se verán series, videos musicales y cortos en que gays y lesbianas contarán sus historias de vida, y para lo que invertirá más de un millón de dólares), se debe a que el mercado gay se ha vuelto sumamente tentador en los últimos años, al punto de que son varias las empresas que han creado divisiones de ventas especializadas en él, disipando las dudas de que el marketing dirigido a la comunidad GLBTT puede espantar al consumidor medio. Todo sea por captar la atención de un grupo de individuos que se supone dueño de un mayor nivel de gasto por el hecho de que en general no tiene hijos, y de los que con el ritmo machacón del lugar común suele decirse que imponen modas, tienen buen gusto y son fieles a las marcas que los consideran en su diferencia.
Esto último quedó del todo claro en una encuesta realizada este año en los Estados Unidos, a pedido de PlanetOut, que reveló que dos tercios de los gays y lesbianas de ese país prefieren consumir marcas gay friendly; entre las que cuentan con cierto favoritismo Bravo Network (la señal de cable que emite “Queer Eye for the Straight Guy”), Apple, Showtime (el canal que produjo “Queer as Folk” y que produce “The L World”), HBO, Absolut y Levi’s. Empresas que han entendido que el principal objetivo del marketing (producir una identificación entre el consumidor y la marca) supone, en el caso de las estrategias dirigidas a la comunidad gay, una salida del armario en toda regla.
Ya sea a través de guiños o de interpelaciones directas, cuando no de productos que buscan satisfacer necesidades específicas (ya hay quien ha abierto en Barcelona una tienda de trajes de novio al calor de las bodas homosexuales en España, mientras que hay agencias de viaje que ofrecen lunas de miel para parejas del mismo sexo), lo cierto es que con la llegada del siglo XXI muchas empresas se han abocado a conquistar un mercado que, si bien hace décadas que existe, tuvo su eclosión en la década del ’90. Tal como lo puntualiza la norteamericana Katherine Sender en su libro Business, Not Politics. The Making of the Gay Market, es desde los años ’70 que el marketing ha sido parte integral en la construcción de la comunidad y de la identidad GLBTT, y ha jugado un rol de importancia en su visibilidad social desde entonces. “La comunidad gay no es una entidad preexistente a la que los expertos en marketing simplemente necesitan apelar, sino que es una comunidad que se ha formado no sólo al abrigo del activismo político, sino también de una presencia en los medios masivos que con el tiempo se ha vuelto cada vez más sofisticada y comercialmente sustentable”, sostiene Sender en su libro.
Pero más allá de cómo la publicidad ha influido en la visibilidad de gays y lesbianas en países como los Estados Unidos (mucho menos en el caso de bisexuales y transgéneros, por cierto), existe controversia sobre los vínculos que hay entre el negocio del marketing y las políticas que apuntan a defender sus derechos. Así, mientras para algunos la aparición de motivos gays en publicidades supone una validación de su existencia por parte del mainstream, e incluso una victoria en la larga batalla en contra de la homofobia (“ustedes, homófobos, pueden despreciarnos, pero lo que no pueden es seguir ignorándonos, al menos no como consumidores”, bien podría ser el lema), otros consideran que el marketing produce efectos de uniformidad y consolida estereotipos como el de una identidad gay blanca, liberal y de clase media. Sin contar las críticas que desde la izquierda se le hacen al capitalismo gay, al “gay business” y a las fashion victims que lo propician, basadas mayormente en los efectos alienantes y en los obstáculos para toda perspectiva de movilización y de toma de conciencia política que el consumismo gay entrañaría.
Si bien es obvio que cualquier empresa prioriza la posibilidad de hacer negocios y de ganar dinero, ¿es posible ver en la decisión de ir detrás del “nicho” gay una voluntad política? ¿Hay funcionando en el marketing gay otra cosa que imperativos comerciales? Y por otro lado, ¿no es el mercado gay la expresión más acabada de las libertades que son fruto de esa lucha, a la vez que el máximo dispositivo de normalización de nuestro imaginario? ¿Acaso ser parte de la cultura gay no depende hoy menos de un cierto tipo de experiencia sexual que de la libertad de compra en un mercado?
Que la figura del consumidor gay se haya convertido en una variable de importancia en los estudios de marketing; en un sujeto sometido cada vez con mayor insistencia y minuciosidad a encuestas y sondeos que buscan auscultar sus aspiraciones, sus gustos, sus deseos, supone tanto una forma de reclutamiento (la cristalización de un target) como un reconocimiento de nuestra especificidad como consumidores. Y esto se da toda vez que una marca que antes nos vendía heterosexualmente un producto hoy opta por hacerlo de otro modo. Toda vez que una estrategia de marketing parte de una distinción entre sexualidad y género.
A esta realidad de la economía de mercado (la cultura gay, como la globalización, está en todas partes) viene asomándose, no tan tímidamente, la Argentina desde hace algunos años. Un país cuya capital hoy se arroga el honor de ser la San Francisco latinoamericana, así como en otro tiempo su afectado europeísmo le permitió creerse una sucursal de París a orillas del Río de la Plata.
Un estilo de vida
Buenos Aires no tiene un barrio gay, ni siquiera una calle gay (disuelto por los vientos de la descentralización de la noche porteña el circuito que formaba una parte de la avenida Santa Fe hasta no hace mucho). Aunque de lo que sí puede enorgullecerse es de contar con el que hasta ahora es el primer y único hotel gay de América latina. Construido donde antes había un conventillo, en pleno barrio de San Telmo, el Axel Hotel es así un emblema de cómo Buenos Aires se ha posicionado como ciudad gay friendly. Algo que se debe, en gran medida, al boom turístico que el país está viviendo gracias al tipo de cambio, esa carnada irresistible.
En la cafetería, a la que se accede bajando una escalera desde la que se puede ver la piscina translúcida que hay en el último piso, Santi Ruiz, el director del Axel porteño, dice que la idea de abrir un hotel gay se le ocurrió a su dueño, cansado de tener que explicar cada vez que viajaba que no, que no había ningún error, que él y su pareja sí querían una habitación con cama de dos plazas. Fue la evidencia de esas pequeñas incomodidades con las que el turista gay suele tener que lidiar en los hoteles lo que originó la idea de abrir uno que en su página web se define como “heterofriendly”. “Si bien nosotros no le preguntamos a nadie por su orientación sexual —explica Ruiz—, tampoco queríamos crear un ghetto, algo cerrado. Por supuesto, no íbamos a discriminar a nadie. Y con lo de `heterofriendly’ quisimos que todos supieran que aquí van a encontrar un ambiente gay, y que si están cómodos en él, pues bienvenidos.”
Entre un cinco y un diez por ciento es la cantidad de público heterosexual que se hospeda en el hotel, según Ruiz, curiosamente un porcentaje similar al de huéspedes lesbianas. “Nosotros tenemos pautas en medios gays porque así focalizamos mucho más la oferta. Y si bien en ciertas ocasiones ponemos avisos de chicas, la verdad es que no lo hacemos tanto porque no nos es tan rentable. Es un mercado que nos cuesta más el de las lesbianas, y las que se alojan en el hotel son menos de las que nos gustaría. Entonces es como un perro que se muerde la cola. Si bien queremos tener más lesbianas en el hotel, nos estaríamos equivocando si en publicidad invirtiéramos más en ellas, cuando en realidad son los chicos quienes más nos responden.”
Es sabido que el turismo es una de las áreas del mercado gay que más han crecido a nivel mundial en los últimos años, lo que en parte explica que alrededor del diez por ciento de los turistas que llegan a la Argentina sean homosexuales. Un fenómeno que, sin embargo, no se ha visto a salvo de los embates de la crisis financiera, la que hace poco llevó a la quiebra a XL Leisure Group, el tercer grupo turoperador más importante del Reino Unido, bajo cuya órbita funcionaban Throb Holidays y Lidana, dos de los operadores especializados en turismo gay más importantes del Viejo Continente. La quiebra de estas dos compañías, que mayormente ofrecían paquetes vacacionales en España (lo que provocó que algunos resorts gays de ese país cerraran sus puertas), dejó varados a cientos de turistas en el extranjero e hizo que un millar de ellos perdieran sus reservas. Gracias a lo cual algunos comenzaron a alarmar hablando de un supuesto “fin del turismo gay”, o cuanto menos a señalar los efectos de una crisis que podría complicar la hasta ahora sostenida rentabilidad del rubro (“Las nubes empañan el brillo del arco iris”, tituló irónicamente un periódico de Ibiza, uno de los destinos favoritos de los gays en España).
Pero esta situación no parece por ahora afectar a la Argentina, y menos aún a Buenos Aires, en donde ya funcionan dos agencias de turismo gay y se han abierto varias milongas en las que el tango se baila entre varones, signos de un mercado en constante crecimiento. Así lo cree Pablo Vaca, editor de la Guía BA Gay, un proyecto que edita anualmente un libro-guía bilingüe en el que se pasa revista a los puntos de encuentro, las claves y los secretos de lo que definen como la “capital gay de Sudamérica”. Una publicación que apunta sobre todo al turista gay y con la que buscan derribar algunos preconceptos. “Todo lo que tiene que ver con sexo, sea gay o heterosexual, suele ahuyentar anunciantes. Playboy tiene problemas de auspiciantes, y también revistas como Maxim y Hombre. Cuanto más desnudos, menos anunciantes. Eso es matemático. Ahora bien, ¿por qué no hay revistas del estilo de Ohlalá o Brando para gays en la Argentina? Si bien hay grandes marcas que en otros países auspician publicaciones gays, acá no lo hacen por prejuicio. En la Argentina, el mercado es incipiente y todavía está aprendiendo, y Buenos Aires está dejando de ser una sociedad provinciana gracias a los turistas, en el sentido de que antes era un lugar donde te miraban mal por usar el pelo largo.”
Es esa misma ciudad que a principios de este año veía desembarcar a los casi mil quinientos turistas que vinieron a bordo del enorme crucero gay “Celebrity Infinity”, la que en noviembre contará con la segunda edición de Gallery G, la exposición y paseo de compras para la comunidad gay que tendrá lugar en Costa Salguero y que aspira a consolidarse como un ámbito de fomento para el marketing destinado al consumidor homosexual en la Argentina. “Alguien me preguntó si Gallery G no podía ser un ghetto. Y yo le contesté: cuando se hace la Exposición Rural, vos que no tenés campo, ¿acaso te sentís discriminado?”, dice Eduardo Fagalde, uno de sus organizadores. Aclaración que si hoy en día todavía sigue siendo necesario realizar en circunstancias en que gays y lesbianas deciden agruparse (después de todo, ¿a quién le conviene más que la cultura gay sea concebida como un mercado autónomo, como algo separado?) es por esa lógica separatista que sus detractores nos endilgan, pero que ellos mismos fomentan en el fondo.
Para Fagalde, la Argentina recién ahora está empezando a reconocer el potencial del mercado gay, al que muchos insisten en clasificar bajo el concepto paraguas de DINK (Double Income, No Kids —doble ingreso, sin chicos—), aplicado también a parejas heterosexuales con cierto poder adquisitivo y que no tienen hijos. “A la hora de penetrar en el mercado gay hay que saber cómo hacerlo. Y eso implica alejarse de los clichés y de los estereotipos, y atraer a individuos a los que les gusta mimarse mucho.” Un ejemplo de lo que para Fagalde no se debe hacer él lo grafica en la anécdota de un banco al que se le ocurrió, hace algunos años, la idea de lanzar una tarjeta de crédito color rosa. “Eso no funciona. Somos gente normal. ¿Quién va a querer andar por ahí con una tarjeta tan maricona?” Y agrega: “Que hoy se nos tenga cada vez más en cuenta como consumidores no me hace sentir discriminado, al contrario. A mí no me molesta que me vean como un negocio, siempre y cuando eso me permita exigir más de las empresas que se interesan en venderme sus productos. Los gays y las lesbianas somos personas muy necesitadas de ser reconocidas y escuchadas. Y creo que todo esto es una forma de respeto que en buena medida nos hemos ganado.”
Independientemente de que el departamento de mercadotecnia de una empresa se plantee que una estrategia de venta dirigida al público gay pueda tener o no implicancias de índole política, está claro que el consumo ha jugado un papel fundamental en la aceptación social de la homosexualidad y ha contribuido a que la conformidad de parte de gays y lesbianas hacia los regímenes hegemónicos de lo normal continúe en aumento. ¿Qué se siente, pues, haber sido descubiertos como consumidores? ¿Hasta qué punto el consumismo, un fenómeno típico de las sociedades poscapitalistas, tiene en la cultura gay una inflexión específica? ¿Es admisible que la segmentación de mercado de la que somos objeto sea aceptada enteramente como propia? ¿Y adónde ha ido a parar esa “estética de la existencia” que propugnaba Foucault sino al inocuo conformismo de un estilo de vida?
La cultura industrial, decía Edgar Morin, lleva a cabo una síntesis entre lo original y lo estándar, de lo individual y del estereotipo. Quizá por eso lo arduamente digerible que para la sociedad heterosexista podía llegar a ser la imagen de dos homosexuales queriéndose, hoy es asimilada por el hecho de que además tienen una casa, van de compras, pagan los impuestos, hacen viajes, son profesionales, tienen coche, y van al cine y al teatro como todo el mundo. Porque si en algún lugar está el meollo de la cuestión es en los nexos que hay entre el mercado y los valores de la sociedad heterosexual que insisten en ser la medida de nuestros comportamientos. Un dilema que no se resolverá exigiendo los colores del arco iris en los códigos de barras.
¡Qué cool se te ve!
Que hoy sea cada vez más difícil distinguir a simple vista a un gay de un heterosexual (¡tan invisiblemente visibles nos hemos vuelto!, ¡tan normales y masculinos y pulcros y musculosos!), no quita que el mercado tenga en cuenta y hasta estimule ese costado femenino en otro tiempo irrenunciable, esa cuota mujeril que conforma en gran medida nuestra versatilidad como consumidores, nuestra estructura polimorfa. Un perfil entre coqueto y fashion que no hace mucho nos convirtió poco menos que en autores intelectuales de ese rizo amanerado en la cadena evolutiva (hecho a base de cremas, cama solar y cera depilatoria) con el que la industria de la cosmética nos quiso hacer creer que una nueva especie humana había nacido allí donde algunos heterosexuales apenas si querían parecerse a nosotros.
Aunque un poco de reciprocidad no ha venido mal, después de todo. Más aún, teniendo en cuenta que lo que allí se juega es en qué consiste ser hombres. Problemática en la que los homosexuales nos hemos visto envueltos, tal vez impensadamente (un programa como Queer Eye for the Straight Guy es un caso testigo), y que ha contribuido para que lo gay se transformara, en sí mismo, en objeto de consumo.
Sin contar la poco rendidora y pasada de moda lógica de lo unisex (cómo olvidar esa fragancia repugnante que Calvin Klein lanzó al mercado con el nombre de One), hoy el perfil ideal de consumidor aspira a conjugar lo que cree mejor de un hombre y de una mujer. No en vano haber “feminizado” el consumo masculino acaso sea la estrategia de marketing más innovadora que se ha puesto en práctica a escala planetaria en las últimas dos décadas. Algo en lo que ha tenido bastante que ver el carácter cool que se le ha adosado a la sensibilidad gay y la forma en que la industria de la moda la ha expurgado (a excepción de Jean Paul Gautier) de todo rasgo exagerado, artificioso, teatral, caricaturesco.
Así, el modo en que la publicidad representa seriamente a los homosexuales supone, en general, una puesta en escena en la que la sexualidad casi no se actúa. En la que no hace falta actuar la sexualidad más allá del beso o del gesto que así la pone de manifiesto. Por eso que el modelo de la publicidad de Levi’s haga los mismos mohínes delante de la chica y delante del chico nos resulta natural, totalmente verosímil. Fruto de una escurridiza ambigüedad que, en algún punto y mal que mal, hasta a los heterosexuales salpica.
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