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miércoles, 26 de diciembre de 2012

medios


MEDIOS Y COMUNICACION

La libertad, esa tensión... 1

Marta Riskin recorre el camino de las ideas y los debates sobre libertad de expresión y libertad de información, experiencias y situaciones para aportar otra mirada sobre la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y la contribución que, al margen de los debates jurídicos, ya hizo a la sociedad argentina alentando diálogos ciudadanos desde la diversidad.

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Por Marta Riskin *

Desde Rosario

La primera imprenta de Buenos Aires fue la de los Niños Expósitos. Allí se editaron, entre otros, el Himno Nacional, la Gazeta de Mariano Moreno y el Correo de Comercio de Manuel Belgrano, pero no todas sus páginas fueron gloriosas.

El 19 de julio de 1821, La Gazeta de Buenos Ayres festejaba que “murió el abominable Güemes al huir de la sorpresa que le hicieron los enemigos”.

También por entonces, los buitres eran buena compañía para ciertos connacionales y, en 1824, todavía gracias a Rivadavia, la vieja imprenta fue enviada a Salta para evitar expresiones patrióticas.

Con el tiempo, sus tipos de plomo serían fundidos y convertidos en balas, pero aun así, sus restos perduraron y formaron parte de nuevas instalaciones gráficas.

Quien apoya la dependencia nacional a alguna corona considera al Estado un cómplice o un subordinado y enemigo a gobiernos como el de don Martín Miguel de Güemes, que no se someten a sus intereses. Aún visten máscara republicana y condicionan la libertad pública al diseño de sus negocios y usan intrigas y cautelares a medida. Un buen ejemplo al respecto es la instalación de la confusión mediática entre libertad de expresión, libertad de imprenta y libertad de prensa.

La libertad de expresión es reconocida universalmente como derecho humano a la libertad de pensamiento y la palabra. La libertad de prensa alude a la existencia de garantías ciudadanas para editar contenidos impresos sin censura previa y la libertad de imprenta es el derecho de cualquier persona a poseer, operar y dedicarse al oficio de la imprenta, si posee los medios materiales para hacerlo.

No son sinónimos. El primer derecho es inseparable de la condición humana, el segundo del trabajo y el último de la propiedad privada; pero sobre todo, la libertad de prensa e imprenta no incluyen al espectro radioeléctrico, es decir las frecuencias de radio y televisión transportadas por el espacio aéreo y soberano de la Nación, propiedad y administración exclusiva del Estado Nacional.

La ley de medios audiovisuales sólo reglamenta la distribución de frecuencias y sus contenidos, pero se la acusa de coartar las libertades de expresión, prensa e imprenta. La obstinación en la mentira demuestra que el monopolio de la palabra, la deconstrucción de los recuerdos y la institucionalización de los olvidos son condiciones ineludibles para lograr el canje de las ideas por el consumo de baratijas.

La búsqueda de la libertad de John Locke tiene poca relación con el “... liberalismo agresivo, que es un dogma y ahora una ideología de guerra”2, y cuyos cortesanos, por dinero o por ilusión de pertenencia a “clases superiores” de intelecto o linaje, suministran guiones; aunque no puedan “aceptar que la democracia tiene tres poderes” sin asegurarse la servidumbre de alguno o afirmen que “la sociedad padece importantes problemas olvidados por sus gobernantes” y silencien las causas.

Sin embargo, tanto detrás del rechazo como del reclamo popular por la plena vigencia de la ley de medios, crece y se extiende una certeza clave: la información, la educación y la cultura no son mercancías de lujo, sino derechos humanos lisos y llanos y más temprano que tarde, las injusticias e infamias, simplemente... se ven.

Como en un cuadro de Caravaggio, el largo conflicto por la aplicación de la Ley 26522 ha desplegado frente a la opinión pública aquello “de lo que no se habla” y “qué defiende cada quien”.

La aparición de voces alternativas ya permitió el reencuentro de acciones con discursos.

La ciudadanía comprueba los intereses sectoriales que se venden como colectivos, a los magistrados que de lo jurídico sólo lucen la toga, y a los representantes de trabajadores o funcionarios que eluden las leyes.

También, los propietarios de vidas y haciendas sinceran sus opiniones preiluministas: desde la predilección por el voto calificado y la convicción de ser fuentes divinas de toda verdad y justicia hasta la cosmovisión de mundo inequitativo que proponen los raptores de la Fragata Libertad, el juez Griesa y los pajarracos locales.

La práctica social es de suma imperfecta.

En el cruce de verdades relativas se fortalece al colectivo democrático. Es todo un cambio. Se puede, como aquel protagonista del cuento de García Márquez, estar “tan resignado a morir, que acaso muera de resignación” o incorporarse al desafío; pero ya no se trata de un acto reflejo sino de una elección consciente.

La libertad de expresión posee larga historia y costumbres de paciencia y espera. Espera de esperanza.

Las balas siempre se transforman en palabras.

* Antropóloga. Universidad Nacional de Rosario

1 Elías Canetti: La provincia del hombre, Cuaderno de notas, 1942-1972.

2 Merleau-Ponty: Humanismo y terror.

MEDIOS Y COMUNICACION

Eficacia de la razón narrativa

Utilizando el ejemplo de la serie televisiva The booth at the end para mostrar otras formas de construir historias, Ricardo Haye sostiene que la Argentina haría muy bien en detenerse a observar arquitecturas argumentales como ésta porque son las que permiten argumentar que el relato conlleva posibilidades de transferir información, proponer temas en debate o dar a conocer puntos de vista.

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Por Ricardo Haye *

Desde General Roca, Río Negro

El tipo se pasa toda la serie sentado en la misma mesa de bar. Se trata de un bar mediocre, de esos que funcionan en un viejo ómnibus reciclado.

Pero no solo el protagonista permanece allí todo el tiempo. También lo hace la cámara, en abierto desafío a los paradigmas establecidos de relato audiovisual.

En The boot at the end no hay variedad de locaciones y mucho menos efectos especiales espectaculares. Ni siquiera vemos persecuciones vertiginosas, incendio de coches o edificios, balaceras o gente enfrentándose a los golpes.

Y, sin embargo, es muy difícil abandonar su relato intrigante.

Originalmente la historia de Christopher Kubasik se desarrollaba en 62 miniepisodios concebidos para la web, pero el suceso que alcanzó determinó que la señal televisiva estadounidense de cable FX (filial de la cadena Fox) se interesara por el producto y lo incluyese en su programación en la forma de diez capítulos de alrededor de 12 minutos cada uno.

La singularidad de The booth... es la simpleza casi minimalista de su puesta en escena. Todo lo que se muestra ocurre en un mismo ambiente: el interior de ese bar sin muchas pretensiones, junto a la carretera. En la mesa del fondo se sienta un hombre al que recurren personas que buscan cumplir un deseo. El hombre, del que no sabemos nada, los escucha y les promete que podrán hacerlo siempre y cuando paguen el precio. Lo que les pide a cambio es que ejecuten alguna acción inconcebible en la que hasta allí venía siendo su vida cotidiana y que lo mantengan minuciosamente informado sobre los pormenores de ese trayecto en el que sacrifican su moral.

Un padre está desesperado por salvar a su hijo enfermo; una anciana quiere recuperar a su esposo que está hundido en las tinieblas del Alzheimer; una monja plantea que quiere volver a escuchar a Dios para sostener su fe; una muchacha explica que quiere ser más bonita; un hombre solo sueña con casarse con una modelo escultural; un policía intenta conseguir el afecto de un hijo rebelde.

Para alcanzar lo que pretenden tendrán que matar a un niño, poner una bomba en algún sitio público, embarazarse, robar un banco, cuidar de alguien o proteger a un colega corrupto.

A nadie se obliga a nada. Pero a todos se los confronta con el interrogante de qué tan lejos están dispuestos a llegar para obtener lo que quieren. Y también al de si luego sus conciencias podrán soportar la crueldad de los actos cometidos.

Ante el pacto fáustico que se le propone, uno de los personajes inquirirá:

–¿Cómo puedo saber que no eres el diablo?

La respuesta que recibe no lo tranquiliza ni acerca certezas a los espectadores:

–No puedes.

La serie concluye sin que se sepa si ese hombre misterioso e inalterable es un mago, una entidad angélica o el mismo demonio.

Aunque no muestra ninguna escena violenta, The booth at the end sugiere climas inquietantes que predisponen al terror filosófico.

Esa lógica invulnerable que los sajones expresan anteponiendo el “to show” (mostrar) al “to tell” (contar), encuentra aquí una formidable excepción a la regla. El texto representacional cede protagonismo al puro relato, que solo puede sostenerse sobre una base de ideas originales, planteos interesantes y diálogos inteligentes.

No hay exteriores y no se muestra ninguna de las acciones que se encomiendan a los “clientes”. La fuerza expresiva de la serie descansa en la conversación entre la persona que desea y la que concede. Los acontecimientos solo pueden ser imaginados a partir de las palabras que los narran, en una muy lograda contravención de aquella máxima que sostiene que la televisión es imagen en movimiento. Mientras tanto, el hombre de la mesa del fondo registra escrupulosamente los detalles que le van acercando sus interlocutores.

The booth at the end es un ejemplo extraordinario de cómo se puede edificar una historia cautivante con un mínimo presupuesto y confiando en la potencia de la palabra.

Un país como la Argentina, que en las vísperas de su transición definitiva hacia la digitalización televisiva se debate acerca de cómo construir una consistente y necesaria industria audiovisual, haría muy bien en detenerse a observar arquitecturas argumentales como ésta porque son las que justifican el énfasis con que muchos pensadores han reivindicado el valor de la “razón narrativa”: el relato conlleva posibilidades eficacísimas de transferir información, proponer temas en debate o dar a conocer puntos de vista.

Aprovechándose de esas fortalezas, Kubasik nos pone a pensar en cierto relativismo epocal que propicia el desplazamiento progresivo de las barreras morales y nos confronta con aquel interrogante perturbador: ¿hasta dónde somos capaces de llegar para conseguir algo?

Es mucho más que lo que suelen plantearnos tantas propuestas zonzas que nutren las pantallas.

* Docente e investigador de la Universidad Nacional del Comahue.

 

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