MEDIOS Y COMUNICACION
El Piraña y el puente
Luciano Sanguinetti recrea una anécdota para representar el concepto de hegemonía, referirlo a la construcción cultural y vincularlo con el momento político de la Argentina.
Hace cinco años el azar me puso de testigo de un breve diálogo en su despacho. Sí, en esa casa. El tipo dijo, palabras más palabras menos, que el próximo tendría que tener 45 años. Porque hay que estar preparado, insistió. Hasta físicamente, el próximo tiene que ser nuevo, nosotros ya somos el pasado... Resultaba raro que el tipo al que me refiero dijera eso en aquellas circunstancias, cuando apenas si llevaba tres años en esa casa y había tanto por hacer. Pero lo dijo de una manera especial. Uno podía suponer que se refería a su generación, pero como ese día el Cabezón había repetido por enésima vez en los diarios lo de la reconciliación, uno podía leer entre líneas a qué generación se refería. En ese momento arrancaban los prolegómenos jurídicos de los juicios, después de la derogación de la obediencia debida y el punto final. Era mayo, y el tipo supongo que ya sabía lo que se iba a venir.
Luis Salinas, conocido en el ambiente de la militancia setentista como el Piraña, fue el primer contacto personal que tuve con alguien de esa generación. Periodista, escritor de cuentos para chicos, un día oscuro de agosto de 1983 llegó a mi casa acompañando a su hermano, el Gallego, que era amigo de mi hermano mayor, que ese día cumplía 22, cuando faltaban dos meses para las elecciones nacionales. Había estado siete años en la cárcel, desde febrero del ’76. Me acuerdo, porque nunca me voy a olvidar, cómo nos miraba el Piraña, detrás de los anteojos gruesos, con esa mirada extraña que agudizaba la miopía. En el equipo de música importado desde la frontera paraguaya sonaban los discos de Kiss, Alan Parsons Project, el Pink Floyd del lado oscuro de la luna. Imagino que Luis pensaba que estaba en otro planeta. Supongo que el choque cultural, ese vacío ideológico que evidenciaban los gustos musicales imperantes entre el país que había dejado cuando entró a la cárcel y el que encontraba siete años después, lo llevaría a sentirse como un marciano que se equivocó de galaxia. El Piraña murió el 8 de octubre de 2007. Y todavía circula en YouTube el final de la película de David Blaustein, Cazadores de utopías, donde Luis, en medio de la noche menemista, da ese testimonio, quizás insuperable, de su juventud: “Viví un momento muy luminoso... viví un momento en el que el sentido común general iba a favor del sentido común que tengo, y no es el momento que vivo ahora. Este es un momento en el que el sentido común general va en contra del sentido común que tengo... que no tiene que ver con la comercialización de la vida, que no tiene que ver con la puesta de valor a todo, que no tiene que ver con la creación intencional de insolidaridad, de violencia con el prójimo, que no tiene que ver con eso... que tiene que ver con dignidad, con un nacionalismo que si se quiere se puede resumir con cariño por los vecinos, que se puede reducir a cariño por lo que uno conoce, hasta lo más íntimo, no un nacionalismo de banderas y fanfarrias, sino un nacionalismo de pueblo, de pueblo propio...”.
Creo que es la traducción más fina de Gramsci y el concepto de hegemonía que se nos puede ocurrir. Ahora vuelvo al tipo, a ese que tampoco está. Y pienso: el tipo le devolvió a la generación del ’70 la posibilidad de concretarse, de ser finalmente para la historia, con sus aciertos y sus errores. Por eso el dibujo genial de Solano López para El Eternauta que la imaginación popular reactualizó con su mirada oblicua detrás de la escafandra es un acierto. El Eternauta es un viajero en el tiempo, dice Oesterheld. Y el tipo lo fue de un modo imprevisible, porque viajó hacia el pasado y volvió, hizo posible que las heridas se curaran, que aquella generación que sólo era recuerdo de la muerte tuviera la posibilidad de ser más que eso. Y pienso: ¿no tendríamos que reconocer a esta altura que en nuestra historia ha habido dos generaciones fundamentales: la del ’37, la de Sarmiento, Mitre, Echeverría, Alberdi, que se concreta treinta años después, para el siglo XIX, y la del setenta para el siglo XX, que se concreta en esta primera década del XXI?
Luis parece saberlo y sigue diciendo en YouTube... “Con algunos compañeros bromeábamos parodiando un poco la frase final de los documentos... ya no venceremos, pero molestaremos. Vamos a seguir siendo un pedazo cultural de esta sociedad y vamos a generar otros compañeros, ya no vamos a volver a ser los protagonistas muy probablemente. El protagonismo de mi vida, por lo menos en este plano, en el plano colectivo, sucedió en un momento en el que era muy joven. Yo quiero que vuelva a suceder, pero me doy cuenta de que no es así, la historia no da estas oportunidades muy a menudo dos veces. Creo que los protagonistas van a ser otros, pero alguien tiene que conectar”.
¿Qué hago? Cómo le digo a Luis que eso pasó. Que lo hicimos, que un día extraño de luto inmenso, la gente lo hizo. Y ojo, no alguien con mayúscula, todos nosotros lo hicimos. Ahora ella dice que quiere ser un puente entre generaciones. Y es cierto. Va a ser un puente, si no lo es ya. Porque con el anuncio de su candidatura a las elecciones presidenciales de octubre se cierra un ciclo histórico. Y comienza otro. Si como dijo el historiador inglés Eric Hobsbawm, el siglo XX fue un siglo corto, que empezó en 1914 y terminó en el año ’89 con la caída del Muro de Berlín, para nosotros fue más largo, y concluye recién este año. Ella cierra y abre un ciclo histórico, su gobierno y el del tipo del que estoy hablando cierran las grietas del siglo XX. La deuda externa, la reinserción de la Argentina en la región, los derechos humanos, un razonable equilibrio entre agro e industria, la ecuación económica equilibrada entre mercado interno y exportaciones, una Corte Suprema finalmente independiente de las corporaciones económicas, y un sistema cultural de muchas voces y muchos medios.
Ahora se vienen otros proyectos. Una agenda nueva. La del siglo XXI.
* Docente investigador. Facultad de Periodismo y Comunicación Social UNLP.
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Poder sin memoria
Gerardo Halpern analiza cortos publicitarios de la televisión y denuncia la existencia de un poder sin memoria.
Un hombre yace recostado sobre una cama. El masajista lo nombra y le habla, sádica e irónicamente. Estira sus manos. Lo está desafiando. Mientras tanto, parece establecer una conversación banal, aunque no tanto.
Una mujer yace recostada sobre una cama. La depiladora la nombra y le habla, sádica e irónicamente. Calienta la cera. La está desafiando. Mientras tanto parece establecer una conversación banal, aunque no tanto.
Dos ejemplos similares con cuatro protagonistas que hacen lo mismo. Dos, sometidos –sin saberlo– a la próxima venganza de dos –que saben, y por eso nombran a sus víctimas– en posición de poder.
Los dos que han ido a ser atendidos serán torturados.
Los dos que están de pie dan suficientes razones para infringirles el merecido castigo. Uno, lo mareado que terminó. Ella, caliente como la cera.
Desde hace varias semanas se puede ver en la televisión local una saga publicitaria que recorre la tortura como posible compensación simpática por parte del cliente mal atendido. Una saga que –para mostrar cuán simples son los préstamos personales de un banco– repone el derecho del consumidor a ser bien tratado, so pena de propinar dolor a un tercero por mano propia.
Si bien la publicidad es medianamente nueva, su tópica no. Ya ha habido casos –más o menos recordados, cambiados, olvidados– que repusieron la vejación como actividad legítima, graciosa, rentable en el mercado publicitario local e internacional.
Y no está de más volver a responder lo mismo: el discurso de la tortura como comicidad pareciera desentenderse, por un lado, de cierto límite de lo decible en un momento histórico determinado. Pero, por el otro, pareciera desentenderse del proceso histórico específico de la Argentina dictatorial, de los crímenes de lesa humanidad y de la continuidad de varios de esos delitos que aún no han sido conjurados por el Estado y su Poder Judicial.
Quizá parte de la continuidad radique también allí, en proponer la tortura como una gracia, como un ejercicio simpático, como una metáfora publicitaria.
Por un lado, relatar la tortura como legítima manifestación de la merecida venganza por parte de un masajista y una depiladora –y de los demás personajes que sigan apareciendo y que ahora tienen la suerte de poseer su préstamo personal del banco– es poco menos que una burla respecto de la lucha que ha llevado a cabo buena parte de la sociedad argentina por establecer la verdad y lograr que se haga justicia en relación con su pasado reciente.
Por el otro, convertir la tortura en una mercancía simbólica es una especie de “efecto Bennetton” recontraposmoderno, puesto que no sólo menosprecia la historia y el presente local sino que, simultáneamente, reivindica la comicidad del ejercicio del poder sobre alguien indefenso. Estetiza la desigualdad, la vuelve banal, la hace graciosa y la reivindica como escenario para la viveza del desquite.
No hay mediación.
Allá, un cliente mal atendido. Acá, la venganza de quien ahora tiene el poder.
En esta saga el que publicita ha logrado una triple operación propia de la racionalidad del capitalismo contemporáneo y su perversión extrema: celebrar la tortura (sea cual sea ésta); reivindicar el ejercicio del poder (donde y como sea); someter al trabajador a las demandas del insatisfecho consumidor libre.
Es este consumidor libre –el que ahora tiene su préstamo personal– el que expresa la racionalidad del capitalismo tardío. El que ha logrado mostrar el alcance y la desigualdad de su poder. Poder placentero. Poder sin memoria.
* Investigador del Conicet - Instituto de Investigaciones Gino Germani (FCSUBA); docente de la Universidad Nacional de Río Negro
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