Amigos de Facebook
En la columna de hoy, Borrini reflexiona en torno al fenómeno de Facebook, y enumera sus razones para prescindir del uso de esa herramienta de Internet.
¡Menos mal! Por fin encontré una soberbia excusa para justificar mi condición de abstemio de esa nueva droga llamada Facebook.
Admito que la Internet ha traído muchos beneficios, y que los comunicadores ya no podemos prescindir de ellos. Pero hasta su inventor, Vinton Cerf, deplora sus excesos y su empleo por parte de personas inescrupulosas que convierten al adelanto en una pesadilla, impunemente.
No soy partidario, en cambio, de la “publicación de la vida”, como llamó hace casi cien años Ortega y Gasset al hábito, nuevo en su época, y muy extendido en la actualidad, de compartir intimidades ante extraños. No obstante, cada vez me cuesta más sortear las amables invitaciones para sumarme a la red de personas, algunas amigas, que creen que tengo una existencia interesante para compartir.
Según las estadísticas, el uso de Facebook se ha septuplicado en apenas un año, motorizado por la popularidad de las computadoras y el avance de la banda ancha. Parece evidente que mucha gente está vaciando sus placares, o al menos los cajones de los mismos, en las redes sociales. Se trata de una desmaterialización de los recuerdos, que ahora se archivan en el desván sin fondo del espacio digital.
Sigo pensando que el pasado tiene que ser algo más sólido, sobre todo ahora que lo necesitamos como “enclaves”, como los llamó Vance Packard en el “Shock del futuro”, para poder soportar un presente excesivamente vertiginoso, conflictivo y desalentador. Mi razonada resistencia a Facebook, sin embargo, provocaba algún rasguño en mi conciencia profesional, donde se ventilan los progresos de la tecnología.
No contaba, claro, con que vendría en mi auxilio nada menos que Bill Gates, uno de los impulsores de la revolución informática, quien ha pasado buena parte de su vida delante de la pantalla de una computadora y se ha hecho millonario con la que hoy es una de marcas más valoradas del mundo, Microsoft.
Acabo de enterarme de que Gates desertó de Facebook, alegando que su página personal había sido invadida por más de 100.000 personas. Era previsible, dada su condición de máxima celebridad del universo digital. “Demasiados amigos”, se disculpó.
“Me di cuenta de que era una enorme pérdida de tiempo”, añadió. En verdad, a cualquiera le resultaría imposible atender a tantos cholulos electrónicos. Distinto son estos apremios para Demi Moore y su pareja actual, Ashton Kutchner, activísimos en Twitter; es que sus carreras dependen de la exposición mediática y todos los recursos son válidos. Recordemos el aforismo:“Una persona es célebre por el hecho de ser famosa”. La fama se auto recicla.
Bill al menos dijo basta cuando pasó de 100.000 amigos, yo en cambio me sentiría abrumado si entrara a mi página y me encontrara con apenas 20. Para responder a su curiosidad, terminaría por inventarme otra vida y al final no sabría cuál es la verdadera. Sería, además, una historia poco ilustrada, porque los de mi generación no teníamos más que una rudimentaria Kodak de cajón, que reservábamos para los grandes acontecimientos familiares.
Teníamos también menos amigos, quizá por el costo de las copias de las imágenes que compartíamos. ¿Pero no es acaso el sentido de la amistad, más que el de la tecnología, lo que ha cambiado? ¿Cuántos amigos puede realmente tener una persona? Sometiendo a la extensa nómina de Facebook a la prueba clásica, de que “un verdadero amigo es el que uno se anima a pedirle dinero durante una emergencia económica”, creo que nos encontraríamos de golpe más solos que antes.
También la amistad se ha desmaterializado, o licuado, para utilizar el término que ha hecho famoso a Baumann. Miguel de Montaigne, el creador del ensayo, quien ha escrito sabiamente sobre todo, desde la cobardía hasta la tristeza, y desde la crueldad hasta el miedo, autor sobre el que se debe conversar muy poco, supongo, en Facebook, escribió hace más de trescientos años que “el último extremo de la perfección en las relaciones de humanos es la amistad”.
Esta concepción ideal de la amistad es difícil de concretar y sostener en nuestros días. Alcanzarla exige dedicarle cierto tiempo, que hoy invertimos en otras tareas, como ver televisión, hablar por el celular, chatear a través de la Web y… compartir recuerdos por Facebook con personas que cultivan otra clase de amistad.
En la columna de hoy, Borrini reflexiona en torno al fenómeno de Facebook, y enumera sus razones para prescindir del uso de esa herramienta de Internet.
¡Menos mal! Por fin encontré una soberbia excusa para justificar mi condición de abstemio de esa nueva droga llamada Facebook.
Admito que la Internet ha traído muchos beneficios, y que los comunicadores ya no podemos prescindir de ellos. Pero hasta su inventor, Vinton Cerf, deplora sus excesos y su empleo por parte de personas inescrupulosas que convierten al adelanto en una pesadilla, impunemente.
No soy partidario, en cambio, de la “publicación de la vida”, como llamó hace casi cien años Ortega y Gasset al hábito, nuevo en su época, y muy extendido en la actualidad, de compartir intimidades ante extraños. No obstante, cada vez me cuesta más sortear las amables invitaciones para sumarme a la red de personas, algunas amigas, que creen que tengo una existencia interesante para compartir.
Según las estadísticas, el uso de Facebook se ha septuplicado en apenas un año, motorizado por la popularidad de las computadoras y el avance de la banda ancha. Parece evidente que mucha gente está vaciando sus placares, o al menos los cajones de los mismos, en las redes sociales. Se trata de una desmaterialización de los recuerdos, que ahora se archivan en el desván sin fondo del espacio digital.
Sigo pensando que el pasado tiene que ser algo más sólido, sobre todo ahora que lo necesitamos como “enclaves”, como los llamó Vance Packard en el “Shock del futuro”, para poder soportar un presente excesivamente vertiginoso, conflictivo y desalentador. Mi razonada resistencia a Facebook, sin embargo, provocaba algún rasguño en mi conciencia profesional, donde se ventilan los progresos de la tecnología.
No contaba, claro, con que vendría en mi auxilio nada menos que Bill Gates, uno de los impulsores de la revolución informática, quien ha pasado buena parte de su vida delante de la pantalla de una computadora y se ha hecho millonario con la que hoy es una de marcas más valoradas del mundo, Microsoft.
Acabo de enterarme de que Gates desertó de Facebook, alegando que su página personal había sido invadida por más de 100.000 personas. Era previsible, dada su condición de máxima celebridad del universo digital. “Demasiados amigos”, se disculpó.
“Me di cuenta de que era una enorme pérdida de tiempo”, añadió. En verdad, a cualquiera le resultaría imposible atender a tantos cholulos electrónicos. Distinto son estos apremios para Demi Moore y su pareja actual, Ashton Kutchner, activísimos en Twitter; es que sus carreras dependen de la exposición mediática y todos los recursos son válidos. Recordemos el aforismo:“Una persona es célebre por el hecho de ser famosa”. La fama se auto recicla.
Bill al menos dijo basta cuando pasó de 100.000 amigos, yo en cambio me sentiría abrumado si entrara a mi página y me encontrara con apenas 20. Para responder a su curiosidad, terminaría por inventarme otra vida y al final no sabría cuál es la verdadera. Sería, además, una historia poco ilustrada, porque los de mi generación no teníamos más que una rudimentaria Kodak de cajón, que reservábamos para los grandes acontecimientos familiares.
Teníamos también menos amigos, quizá por el costo de las copias de las imágenes que compartíamos. ¿Pero no es acaso el sentido de la amistad, más que el de la tecnología, lo que ha cambiado? ¿Cuántos amigos puede realmente tener una persona? Sometiendo a la extensa nómina de Facebook a la prueba clásica, de que “un verdadero amigo es el que uno se anima a pedirle dinero durante una emergencia económica”, creo que nos encontraríamos de golpe más solos que antes.
También la amistad se ha desmaterializado, o licuado, para utilizar el término que ha hecho famoso a Baumann. Miguel de Montaigne, el creador del ensayo, quien ha escrito sabiamente sobre todo, desde la cobardía hasta la tristeza, y desde la crueldad hasta el miedo, autor sobre el que se debe conversar muy poco, supongo, en Facebook, escribió hace más de trescientos años que “el último extremo de la perfección en las relaciones de humanos es la amistad”.
Esta concepción ideal de la amistad es difícil de concretar y sostener en nuestros días. Alcanzarla exige dedicarle cierto tiempo, que hoy invertimos en otras tareas, como ver televisión, hablar por el celular, chatear a través de la Web y… compartir recuerdos por Facebook con personas que cultivan otra clase de amistad.
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