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domingo, 22 de febrero de 2009


Daniel Miller, una mirada distinta sobre el consumismo
Figura emblemática de la etnografía -rama de la antropología que utiliza las mismas técnicas tanto para estudiar culturas y tribus remotas como para abordar la sociedad actual-, este antropólogo inglés sostiene que el tan criticado consumismo de hoy no denuncia exceso de materialismo sino una forma de construir identidad
LONDRES Para los no iniciados, la imagen típica del antropólogo suele ser la de un investigador en tierras lejanas, que observa las costumbres de una tribu perdida, fascinado por extraños ritos paganos. Daniel Miller rompió con todo esto. El célebre profesor del centro de estudios en cultura material de University College London es la figura más emblemática de una rama de la antropología que revolucionó la disciplina al aplicar las mismas técnicas que usaban los investigadores cuando iban a ver una tribu perdida en Borneo a los chicos que se mandan mensajes de texto desde el celular.
Para Miller, es tan interesante la señora que va al supermercado con ruleros o la adolescente que sólo usa una marca determinada de jeans como un indígena que elige máscaras y plumas para ciertos actos tribales. Así, a partir del análisis de comportamientos culturales cotidianos que, aunque a la vista de todos, pasaban mayormente desapercibidos por el mundo académico, pudo explicar mucho de la sociedad en la que vivimos.
Miller, un ex hippie que empezó su carrera dando clases en remera naranja y collar de caracoles traído de su trabajo de campo más convencional de etnografía y antropología en las islas Salomón ("lo cual era el uniforme usual de la época -aclara con humor- aunque actualmente sólo se use ropa en distintos tonos de gris y de azul"), es autor de libros que, para muchos, ya son clásicos contemporáneos, como Material Culture and Mass Consumption , Capitalism: an Ethnographic Approach, A Theory of Shopping , entre muchos otros.
Su último libro, The comfort of things , fue aclamado por el Financial Times como "un maravilloso e inusual antídoto al miedo de que la humanidad y la individualidad estén perdiendo su batalla contra el consumismo moderno" ya que, en sus páginas ,"aun el producto de consumo más trivial puede volverse casi mágico para sus dueños".
Porque, en efecto, Miller no ve la cultura material que nos rodea como algo superficial sino que asegura que "casi todo lo que consideramos importante respecto a las personas que amamos, respecto a la manera en la que hacemos nuestro trabajo y la manera en la que nos vemos a nosotros mismos se expresa a través de nuestra relación con objetos materiales". Pero no somos unos monstruos por eso. Al contrario de lo que solemos escuchar, cree que nuestra sociedad no se ha vuelto demasiado materialista sino que siempre fuimos así. Y lo demuestra con el trabajo de campo de antropólogos en las sociedades tribales, donde los indígenas se interesan también por la ropa y los collares.
Lugares comunes
"Tenemos el mito de que nos hemos vuelto unos materialistas desaforados -dice Miller- mientras que las sociedades tradicionales o las tribales no estaban tan atadas a los objetos como nosotros. Ahora, lo curioso es que cuando los antropólogos trabajamos con tribus en Nueva Guinea, por ejemplo, no tenemos problema en ver la importancia que esta gente le daba y le da a los objetos materiales, simplemente asumimos que los objetos materiales son simbólicos y que representan valores morales o religiosos para ellos. Pero al verlos en las sociedades occidentales todos tendemos a caer en el lugar común de condenarlo, cuando la única diferencia entre nosotros y esas tribus es que hoy, en las grandes ciudades, tenemos una mayor cantidad de objetos".
La hipótesis de Miller es que los objetos nos construyen una identidad. "La cultura material es importante porque los objetos crean sujetos más que a la inversa", sostiene, e incluso va más allá al asegurar que "cuanto más cercana es nuestra relación con objetos, más cercana es nuestra relación con otras personas".
Para probarlo, en el trabajo de investigación de su último libro, Miller se dedicó a visitar durante poco más de un año 30 casas de una calle elegida al azar en Londres. Pero es importante señalar que no se trataba de una comunidad homogénea. De hecho, ni siquiera se la puede calificar de comunidad. "Sólo el 23 por ciento había nacido en Londres, eran personas de distintas edades, sexos y situación económica. Tenían poco que ver entre sí, no era una cultura particular", señala.
Pero en vez de que esto fuera excusa para que Miller se embarcase en el típico lamento sobre la fragmentación y anomia de las ciudades actuales, sirvió, por el contrario, para reforzar su argumento de que, si queremos entender las relaciones modernas, tenemos que mirar dentro de los confines de cada hogar, y tratar a cada uno de ellos como una "tribu". Al hacerlo así, Miller encontró que la gente no sólo no está tan aislada como imaginamos, sino que los objetos que la rodean sirven como vehículo de interacción social.
"Hay un temor generalizado de que la atención hacia los objetos sea a costa de la atención a la gente, pero exactamente lo opuesto suele ser la norma. Encontramos gente a la que le es muy difícil establecer relaciones y gente a la que le es muy fácil, y esto incluye relaciones tanto con personas como con cosas. Quienes no pueden establecer relaciones terminan siendo muy solitarios, se aíslan y deprimen, mientras que las familias más ricas y completas también tienden a ser expresivas en su relación hacia la cocina, la ropa y otros elementos materiales. Por supuesto que hay gente en nuestra sociedad que fetichiza su relación con los objetos y esto sí es a expensas de su relación con otras personas. Pero cualquier antropólogo que estudie en serio las sociedades modernas, que preste atención a la mayoría de las personas comunes y no a los que aparecen en revistas, encontrará gente buena para las relaciones en general o mala para las relaciones en general, sea ésta con humanos o con cosas".
En su libro, por ejemplo, un capítulo está dedicado a la casa de George -un hombre de 76 años-, prácticamente vacía de objetos, fotos u otro tipo de parafernalia hogareña habitual. No es que se trate de un esteta minimalista, sino de una persona cuya vida se caracterizó por una ausencia absoluta de poder y una dependencia marcada de la autoridad, fuera ésta un empleador o el estado. Hijo de padres dominantes que nunca le dejaron tomar decisiones, nunca se sintió capaz de tomar la responsabilidad de nada, ni siquiera, por supuesto, de la decoración más básica de su casa.
En contraste marcado, al lado vive un matrimonio de jubilados, los Clarke, cuya casa en Navidad se convierte en un festival de luces y ornamentos acumulados a lo largo de los años, desplegados para reflejar recuerdos y relaciones.
Muchos han visto en un libro reciente de Zygmunt Bauman, Does Ethics Have a Chance in a World of Consumers? , la contracara de la teoría de Miller. Bauman lamenta el carácter fragmentado de nuestra sociedad, en la cual ve al consumidor como "el enemigo del ciudadano". Quienes critican a Miller se preguntan cómo este mundo de hogares que son cada uno una tribu separada puede dar el tipo de respuestas colectivas que requieren, por ejemplo, la guerra o los problemas del medio ambiente, de las que dependerá el futuro.
Los defensores de Miller, sin embargo, señalan que Bauman mismo se mostró sorprendido por las marchas contra la guerra de Irak, "una expresión pública de preocupación por el destino de desconocidos que, según su análisis, no debería haber sido políticamente viable", escribió el Financial Times .
Para Miller no hubo sorpresa. En su calle londinense encontró que la gente ama su colección de figuritas de porcelana, sus camperas de cuero gastadas, los adornos navideños o lo último que se compró en el shopping. Pero esto es porque esos objetos, a menudo aparentemente triviales, representan relaciones con sus familias, amigos e incluso con la sociedad en general, con la cual no les parece incompatible involucrarse.

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