ARGENTINA EL ESPACIO DE JORGE DELL’ORO
El discurso demagógico
Dell’Oro analiza aquí las características del discurso que utilizan los demagogos, y el daño que esa práctica tan común le produce a las prácticas democráticas. La demagogia, que fue una palabra respetable en la antigua Grecia, es hoy en día uno de los males más amenazantes de la realidad política de los países.
En Atenas la demagogia se consideraba como una forma de conducir al pueblo. El demagogo era el político que conseguía que se votaran favorablemente sus propuestas en las asambleas, ya que tenía justamente la capacidad de la demagogia. Este sería el aspecto positivo del concepto, pero también tiene uno negativo que es el que más nos ha llegado. Se trataría de la capacidad de engañar al pueblo con técnicas persuasivas de dudosa legitimidad. Asímismo, se asimila al concepto de populismo, como práctica política que pretende, aparentemente, atender los intereses del pueblo.
Platón, en los diálogos de Georgias y Fedro, hablaba de un discurso malo y otro bueno. Decía que esto producía una retórica bicéfala; que una conducía al equívoco y la mentira, y la otra tenía como objeto la verdad.
Han pasado muchos siglos desde el nacimiento de la democracia y también de la demagogia. Las técnicas de comunicación política se perfeccionaron y acompañaron el desarrollo tecnológico que permitió el nacimiento de nuevos medios de comunicación.
Pero, lamentablemente, en muchos lugares la democracia se fue degradando y la demagogia perfeccionando. El discurso de muchos políticos está cargado de una fuerte retórica de “dueños del todo” y que no es capaz siquiera de asumir su propia realidad. El demagogo habla, y habla todo el tiempo, pero no habla a los demás. Habla simplemente para sí mismo, o para una corte domesticada y encargada de aplaudir, o ante personas previamente condicionadas, hipnotizadas, reducidas a un mecanismo psíquico, muchas veces utilizando el terror o el soborno.
El equilibrio entre respeto y desprecio es el ámbito en que el ciudadano puede encontrar la verdad. El acto demagogo no lo es.
Cuando la verdad puede ser pensada, expresada, contrastada, justificada, cuando se dan las cuentas y se las puede pedir, cuando se puede denunciar la mentira, cuando hay medios que hacen saber lo que pasa y lo que pueda pasar, entonces existe una democracia que respeta al ciudadano.
El discurso demagógico no es otra cosa que un discurso insustancial, hueco, que reemplaza el razonamiento por la seducción y que transita el camino extraviado de la estafa discursiva.
Para el demagogo no hay ética posible porque no le importa el ascenso de la mentira sino su propio ascenso. No busca amar sino el placer de ser amado.
Si se busca crear consenso, la comunicación política no debe estar al servicio de generar espejismos, no debe ayudar a construir la promesa de un futuro paradisíaco, que no persuade sino que anestesia. No se puede narcotizar a la audiencia con sobredosis de esperanza.
El mensaje demagógico no contempla la persuasión como herramienta de construcción democrática de la sociedad, porque el político que la usa está de salida en el juego democrático. Pues ya ha optado por la apariencia, por el espejismo y el engaño.
Su mensaje -el demagógico- encarna una sutil violencia contra la inteligencia, que un día pasará a ser violencia evidente cuando la anestesia de la esperanza no surta efecto. Comenzará a caminar hacia la tiranía si el espejismo se evapora.
Veamos si no a Chávez, que no hace un año perdió el plebiscito por la reelección, pero en estos días lo ha lanzado nuevamente para ser “debatido” en su Congreso adicto.
Y en la Argentina con sólo escuchar algunos discursos veremos que su contenido no es más que espejismos y, como decía Goebbels, que de esto sabía, una mentira dicha mil veces se convierte en una verdad. La luz no se va a cortar, no hay inflación, la crisis no llegará, no habrá despidos, etcétera.
Por ello la comunicación demagógica es una forma sutil de desprecio.
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