Down
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO El otro día vi finalmente, por televisión, Up: esa película para niños con viejo o esa película para viejos con niño. La verdad –la semana pasada hablaba aquí de los “nuevos viejos” y sus derivados– que no estoy seguro a quién está dirigida. De lo que sí estoy cada vez más seguro es de que no hay producto Pixar & Co. que no se apunte a esta cada vez más conciliable paradoja de lo alguna vez irreconciliable. Es decir, el que los dibujos animados o pixelados pretendan –y consigan– satisfacer a ambos extremos del espectro de la vida. A inmensos pequeños y a cada vez más reducidos grandes. Supongo que la tendencia –aunque habrá manifestaciones anteriores– tiene su Big Bang con Los Simpson: familia amarilla que todavía divierte a los recién llegados mientras se la pasa haciendo guiños de connaisseur a la alta y baja cultura de los que ya tienen el disco duro casi lleno de referencias literarias, cinematográficas, musicales y personales porque, sí, Springfield está aquí y allá y en todas partes.
DOS Pero viendo Up –en realidad viendo ese magnífico y largo y tan down prólogo a la posterior acción voladora y exótica que no me resultó tan interesante– no pude dejar de imaginar, porque lo sentía en mis propios huesos, a millones de padres a lo largo y ancho del planeta, sentados en la oscuridad de un cine junto a sus retoños. Allí, entre sombras, unos y otros. Los primeros pensando en la cantidad de oportunidades que no se dieron. Los segundos ya asimilando, más o menos subliminalmente, el hecho de que muchas cosas con las que sueñan por las noches –empezando por Papá Noel y los Reyes Magos– no serán realidad a la mañana siguiente, el próximo año, durante unas cuantas décadas. Y que la vida, finalmente, pasará y pasa por la gratificación de inflar globos y el tormento de que siempre aparezca alguien para pinchártelos mientras te dice que a veces estoy tan bien, estoy tan down, calambres en el alma, cada cual tiene un trip en el bocho, difícil que lleguemos a ponernos...
TRES ... de acuerdo: no es que ver Up me deprimiera –aunque debo admitir que me resultó mucho más inofensiva y graciosa esa vuelta de tuerca al tema de príncipes y princesas que es Tiana y el sapo y que, además, viene con canciones del inmenso Randy Newman–, pero sí que me produjo una cierta inquietud existencial. El mismo delicioso escalofrío que me producen los productos marca Pixar: ambas Toy Story (y se viene la tercera), Cars, Wall-E y esa obra maestra acaso insuperable que es Monsters, Inc. Todas ellas ficciones claramente morales y en todas siempre presente el tema del paso del tiempo, el de las fronteras que se cruzan de una edad a otra, y el de que no hay época en la que puedas bajar la guardia. Porque cuando uno está de lo más tranquilo, descansado en uno de esos cruceros crepusculares, de pronto entra una ola gigante por la ventana y...
CUATRO ... pasa lo que está pasando ahora en España: los ancianos descubren que no era verdad eso de recoger los frutos de la cosecha y descansar; los adultos comprenden que los trabajos que ahora les ofrecen tienen letra pequeña y despido express y contrato basura, y los jóvenes –según reportaba La Vanguardia días atrás– reparten y alargan lo más posible su tiempo entre el estudio y el consumo de lo que sea. De algún modo, si se lo piensa un poco, los muchachos se dedican a actividades que se solían asociar más bien con la senectud: a la lectura (en pantalla) y al consumo (de medicamentos para sentirse mejor) y al dato ya conocido de que se están extinguiendo. Sí: los estudios dicen que este grupo –un 17,5 por ciento de la población mundial– apenas crecerá un tres por ciento en los próximos veinte años. Es decir: en Suiza –tal vez sea una forma de prevenir alentando, de incitar al desmadre y despadre previo control– ya se han puesto en venta condones para usuarios de doce años y los pañales infantiles van a estar muy baratos de aquí a un tiempo y va a subir mucho el precio de los pañales geriátricos y (leerlo en Manufacturing Depression de Gary Greenberg, recomendado en El País por Manuel Rodríguez Rivero) de esas cada vez más populares pastillitas que te ponen up para arriba. Compren ahora y almacenen –como la cigarra– para el ine-vitable invierno del descontento.
CINCO Y mientras escribo esto, se descubre un/otro nuevo escándalo religioso (pederastia y maltratos en el coro dirigido por el hermano del Papa) y me llega el nuevo libro del anticlerical Fernando Vallejo. Va de la vejez y la inminencia de la muerte. Se titula El don de la vida, pero a no preocuparse por ese título con perfume de autoayuda. El don de la vida empieza así y basta para aterrorizar al pequeño boy-scout más curtido: “–¿Quién tiene la verga más grande en este bar de maricas? –pregunté al entrar todo borracho y me trajeron a un muchacho.” Otra que Up.
SEIS Y el informe de La Vanguardia venía con una bonita infografía en la que se repartía la juventud en diferentes tribus. A saber: el peón no remunerado (el dibujito desanimado lo mostraba como un personaje salido de Los santos inocentes o algo así), el proletario soldado (en plan colimba en guerra civil del nuevo milenio), el joven emergente (con look que remitía a la ya inmóvil Movida madrileña), el marginado (punk de museo de cera con botella en mano), el joven digital (con su iPod clavado al cráneo y estética de Generación XYZ) y, por último, el digital nativo (sin rasgos ni ropas y completamente tatuado por el virus verde flúo de dígitos Matriz, completamente despreocupado por la responsabilidad social y la conciencia ecológica). El No Future de los Sex Pistols ha dado paso al Yes Present de los Vampire Weekend. Esta última variedad, creo, es la más inquietante de todas: son gente que está muy contenta y enchufada en la casa de sus padres, de los que dependen por completo (los chicos gastan cuatro veces más de lo que se les asigna semanalmente), pero con los que comparten, por más que habiten los mismos escasos metros cuadrados, apenas el 5 por ciento de su tiempo. El restante 95 salir y entrar en Internet. Porque es gratis y surfeando se conoce gente y hasta se puede ser otro, muchos. Y así, flotando en una adolescencia electrónica –leo ahí que son absolutamente dependientes de una tecnología que manejan con torpeza y, en ocasiones, sin medir las consecuencias de sus actos y enters– que se prolonga hasta los 35 años. Hasta que llegue ese momento dorado en que serán muy pocos y, por lo tanto, muy necesarios, únicos, imprescindibles para ayudar a esos ancianos bajoneados que un día resuelven escalar las vertiginosas alturas de sus sueños de juventud.
Mientras tanto y hasta entonces, siempre habrá un padre controlador aéreo que se lleve a sus hijitos de cinco años al trabajo y les enseñe a aterrizar aviones up in the air llenos de hombres y mujeres down y en picada y con los cinturones muy pero muy ajustados.
Yupi.
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO El otro día vi finalmente, por televisión, Up: esa película para niños con viejo o esa película para viejos con niño. La verdad –la semana pasada hablaba aquí de los “nuevos viejos” y sus derivados– que no estoy seguro a quién está dirigida. De lo que sí estoy cada vez más seguro es de que no hay producto Pixar & Co. que no se apunte a esta cada vez más conciliable paradoja de lo alguna vez irreconciliable. Es decir, el que los dibujos animados o pixelados pretendan –y consigan– satisfacer a ambos extremos del espectro de la vida. A inmensos pequeños y a cada vez más reducidos grandes. Supongo que la tendencia –aunque habrá manifestaciones anteriores– tiene su Big Bang con Los Simpson: familia amarilla que todavía divierte a los recién llegados mientras se la pasa haciendo guiños de connaisseur a la alta y baja cultura de los que ya tienen el disco duro casi lleno de referencias literarias, cinematográficas, musicales y personales porque, sí, Springfield está aquí y allá y en todas partes.
DOS Pero viendo Up –en realidad viendo ese magnífico y largo y tan down prólogo a la posterior acción voladora y exótica que no me resultó tan interesante– no pude dejar de imaginar, porque lo sentía en mis propios huesos, a millones de padres a lo largo y ancho del planeta, sentados en la oscuridad de un cine junto a sus retoños. Allí, entre sombras, unos y otros. Los primeros pensando en la cantidad de oportunidades que no se dieron. Los segundos ya asimilando, más o menos subliminalmente, el hecho de que muchas cosas con las que sueñan por las noches –empezando por Papá Noel y los Reyes Magos– no serán realidad a la mañana siguiente, el próximo año, durante unas cuantas décadas. Y que la vida, finalmente, pasará y pasa por la gratificación de inflar globos y el tormento de que siempre aparezca alguien para pinchártelos mientras te dice que a veces estoy tan bien, estoy tan down, calambres en el alma, cada cual tiene un trip en el bocho, difícil que lleguemos a ponernos...
TRES ... de acuerdo: no es que ver Up me deprimiera –aunque debo admitir que me resultó mucho más inofensiva y graciosa esa vuelta de tuerca al tema de príncipes y princesas que es Tiana y el sapo y que, además, viene con canciones del inmenso Randy Newman–, pero sí que me produjo una cierta inquietud existencial. El mismo delicioso escalofrío que me producen los productos marca Pixar: ambas Toy Story (y se viene la tercera), Cars, Wall-E y esa obra maestra acaso insuperable que es Monsters, Inc. Todas ellas ficciones claramente morales y en todas siempre presente el tema del paso del tiempo, el de las fronteras que se cruzan de una edad a otra, y el de que no hay época en la que puedas bajar la guardia. Porque cuando uno está de lo más tranquilo, descansado en uno de esos cruceros crepusculares, de pronto entra una ola gigante por la ventana y...
CUATRO ... pasa lo que está pasando ahora en España: los ancianos descubren que no era verdad eso de recoger los frutos de la cosecha y descansar; los adultos comprenden que los trabajos que ahora les ofrecen tienen letra pequeña y despido express y contrato basura, y los jóvenes –según reportaba La Vanguardia días atrás– reparten y alargan lo más posible su tiempo entre el estudio y el consumo de lo que sea. De algún modo, si se lo piensa un poco, los muchachos se dedican a actividades que se solían asociar más bien con la senectud: a la lectura (en pantalla) y al consumo (de medicamentos para sentirse mejor) y al dato ya conocido de que se están extinguiendo. Sí: los estudios dicen que este grupo –un 17,5 por ciento de la población mundial– apenas crecerá un tres por ciento en los próximos veinte años. Es decir: en Suiza –tal vez sea una forma de prevenir alentando, de incitar al desmadre y despadre previo control– ya se han puesto en venta condones para usuarios de doce años y los pañales infantiles van a estar muy baratos de aquí a un tiempo y va a subir mucho el precio de los pañales geriátricos y (leerlo en Manufacturing Depression de Gary Greenberg, recomendado en El País por Manuel Rodríguez Rivero) de esas cada vez más populares pastillitas que te ponen up para arriba. Compren ahora y almacenen –como la cigarra– para el ine-vitable invierno del descontento.
CINCO Y mientras escribo esto, se descubre un/otro nuevo escándalo religioso (pederastia y maltratos en el coro dirigido por el hermano del Papa) y me llega el nuevo libro del anticlerical Fernando Vallejo. Va de la vejez y la inminencia de la muerte. Se titula El don de la vida, pero a no preocuparse por ese título con perfume de autoayuda. El don de la vida empieza así y basta para aterrorizar al pequeño boy-scout más curtido: “–¿Quién tiene la verga más grande en este bar de maricas? –pregunté al entrar todo borracho y me trajeron a un muchacho.” Otra que Up.
SEIS Y el informe de La Vanguardia venía con una bonita infografía en la que se repartía la juventud en diferentes tribus. A saber: el peón no remunerado (el dibujito desanimado lo mostraba como un personaje salido de Los santos inocentes o algo así), el proletario soldado (en plan colimba en guerra civil del nuevo milenio), el joven emergente (con look que remitía a la ya inmóvil Movida madrileña), el marginado (punk de museo de cera con botella en mano), el joven digital (con su iPod clavado al cráneo y estética de Generación XYZ) y, por último, el digital nativo (sin rasgos ni ropas y completamente tatuado por el virus verde flúo de dígitos Matriz, completamente despreocupado por la responsabilidad social y la conciencia ecológica). El No Future de los Sex Pistols ha dado paso al Yes Present de los Vampire Weekend. Esta última variedad, creo, es la más inquietante de todas: son gente que está muy contenta y enchufada en la casa de sus padres, de los que dependen por completo (los chicos gastan cuatro veces más de lo que se les asigna semanalmente), pero con los que comparten, por más que habiten los mismos escasos metros cuadrados, apenas el 5 por ciento de su tiempo. El restante 95 salir y entrar en Internet. Porque es gratis y surfeando se conoce gente y hasta se puede ser otro, muchos. Y así, flotando en una adolescencia electrónica –leo ahí que son absolutamente dependientes de una tecnología que manejan con torpeza y, en ocasiones, sin medir las consecuencias de sus actos y enters– que se prolonga hasta los 35 años. Hasta que llegue ese momento dorado en que serán muy pocos y, por lo tanto, muy necesarios, únicos, imprescindibles para ayudar a esos ancianos bajoneados que un día resuelven escalar las vertiginosas alturas de sus sueños de juventud.
Mientras tanto y hasta entonces, siempre habrá un padre controlador aéreo que se lleve a sus hijitos de cinco años al trabajo y les enseñe a aterrizar aviones up in the air llenos de hombres y mujeres down y en picada y con los cinturones muy pero muy ajustados.
Yupi.
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