MEDIOS Y
COMUNICACION
Un avance sin
retorno
Agustín Lewit sostiene que los
debates en torno de la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual han
permitido desarrollar la mirada crítica de las audiencias ante los medios.
Hasta hace apenas un tiempo
atrás, resultaba muy común escuchar frases tales como: “Te juro, lo leí en el
diario”, “De verdad, lo vi en la televisión”, o “Aunque parezca increíble, lo
escuché en la radio”. El hecho de que un acontecimiento o información
apareciera difundido por algún medio de comunicación, y esto se reforzaba aun
más mientras mayor masividad tuviera el medio, era condición suficiente para
dotar al mismo de una objetividad incuestionable.
Hoy, sin embargo, aquello ya no
resulta tan claro; o al menos no de la manera en que resultaba tiempo atrás.
Por ejemplo, no sería extraño que, en el contexto actual, aquellas frases sean
replicadas con otras del estilo de: “Sí, pero ¿en qué diario lo leíste?”,
“Bien, pero ¿en cuál canal lo viste?”, “Ajá, ¿y en qué radio lo escuchaste?”.
La pregunta por el quién informa y el desde dónde lo hace han cobrado de un
tiempo a esta parte una relevancia inédita en nuestro país. Y ello debe ser
leído, sin dudas, como un avance cultural, en tanto supuso empezar a romper con
una idea muy instalada en el sentido común, la cual vinculaba de manera natural
información y verdad objetiva; una relación, por lo demás, apuntalada y reforzada
por décadas desde aquellos sectores que, paradójicamente, se dedicaron a hacer
de la información un negocio. En los últimos años aquellas costuras que ligaban
al periodismo con objetividad absoluta, han empezado a mostrarse. Claro que
también tiene que haber voluntad de verlas.
Quizás haya aportado a este
proceso las innumerables acusaciones cruzadas en el mundo periodístico, de un
lado cuestionando a los “periodistas militantes adeptos al Gobierno” y del
otro, respondiendo las críticas de los “periodistas al servicio de los
intereses de un grupo económico”. Tal vez haya que condenar el tono violento
con el que muchas de estas críticas se realizaron, pero lo cierto es que, como
cuestión de fondo, no han hecho otra cosa que desnudar un elemento constitutivo
–y por ello mismo inerradicable– de todo proceso de comunicación: todo acto de
información responde a un conjunto determinado de intereses, los cuales definen
un locus específico, desde dónde se informa, a la vez que un cierto recorte de
aquello que se busca informar. La idea de la información como acto de
neutralidad valorativa, presentada muchas veces también con aquella fórmula de
periodismo independiente, resulta entonces una entelequia, una falsedad que
niega, desconoce o evita hacer manifiesto el hecho ineludible de que cualquier
acto informativo, en tanto no es otra cosa que una dotación de sentidos frente
a lo que acontece, es siempre parcial, sesgado, incompleto.
Sobre estos supuestos, entonces,
es que hay que pensar y dar batalla respecto de los perjuicios que supone para
una sociedad el hecho de que la producción de la información –digámoslo un vez
más: que la construcción sesgada y parcial de sentidos sobre la realidad– se
encuentre monopolizada y concentrada en un pequeño sector; cuestión que se
agrava aun más, cuando dicho sector es, antes que nada, un grupo económico que
como cualquier otro grupo de su naturaleza, persigue el fin de maximizar sus
ganancias.
Ahora bien, si la producción de
la información nunca puede ser completamente objetiva, de lo que se trata, en
consecuencia, es de asegurar la mayor cantidad de voces que cuenten e
interpreten la realidad desde múltiples perspectivas. La objetividad
informativa sólo encuentra su reaseguro en la existencia de una multiplicidad
de visiones, es decir, en la coexistencia de diversas miradas subjetivas. Y es
eso precisamente lo que la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual se ha
propuesto instalar en su sentido más profundo. Como una arista más de una
tendencia que lleva casi una década, en la cual el Estado ha recuperado su
papel de dinamizador y patrocinador de nuevos derechos políticos, civiles,
sociales y económicos, esta nueva ley regula y busca democratizar una cuestión
absolutamente sensible para la vida en sociedad.
Y por eso, también, resulta
crucial que entre en vigencia de una vez por todas el afamado artículo 161, el
cual obliga a la desinversión de aquellos grupos que se encuentran excedidos en
licencias, y materializa uno de los pilares de la normativa: limitar y
garantizar una estructura de propiedad de medios no oligopólica. Restan todavía
los infinitos desafíos respecto de asegurar la multiplicidad de contenidos.
Entre los muchos cambios
sustantivos de los últimos años, hay uno que consistió en comprender, desde el
Gobierno pero también desde grandes sectores de la sociedad, que la información
–para algunos, exclusivamente un negocio– puede y debe ser entendida también
como un derecho y como un servicio. Y que ese derecho y ese servicio sólo
pueden existir en un ámbito dónde se asegure la pluralidad. Haber comprendido
eso excede por completo a cualquier gobierno. Es un avance que nos pertenece a
todos y es irreversible.
* Politólogo, Centro Cultural de
la Cooperación.
› MEDIOS Y
COMUNICACION
Calidad en la
información
Washington Uranga insiste en la
necesidad de construir mayor calidad en la información, tarea que a su juicio
deben asumir los profesionales de la comunicación como aporte a la democracia.
Terminó el año y comienza uno
nuevo con las mismas o similares expectativas respecto de la dilucidación de un
tema central para la comunicación y para la democracia, como es la definitiva
puesta en marcha de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que lleva
más de tres años parcialmente suspendida en uno de sus aspectos centrales: la
cláusula de desinversión de los grandes grupos que abre la puerta a la
diversidad. Más allá de los avatares judiciales –y no porque éstos no resulten
significativos e importantes—, está claro que –como bien señala la nota de
Agustín Lewit en esta misma página– hay debates culturales que ya están
ganados. Es importante que así sea y ése es el resultado de la construcción y
de la lucha colectiva de muchos actores de la sociedad.
A partir de lo logrado se hace
necesario trabajar en otro frente no menos fundamental: la calidad de la
información. Alguien podrá decir que diversidad de voces y pluralidad de
fuentes es ya un salto cualitativo en este sentido. Que el lector, el
televidente, el radioescucha –que son siempre ciudadanos y ciudadanas– puedan
acceder a diferentes medios con miradas diversas ya representa por sí mismo un
salto de calidad en los servicios informativos.
Pero, más allá de lo anterior, es
preciso trabajar para que la información, aun con los sesgos y las selecciones
editoriales que cada medio hace y sin ninguna pretensión de una “objetividad”
tan impracticable como fraudulenta, es necesario exigir a periodistas y medios
que se atengan a la veracidad de los hechos. Siempre habrá criterios de
selección, recortes posibles, miradas que privilegian unos y otros aspectos. En
ello van no sólo los perfiles políticos de quienes construyen las noticias y
las posiciones editoriales de los medios para los que trabajan, sino también
estilos periodísticos. Pero veracidad implica sujetarse a la verdad de los
hechos y describirlos tal cual se presentan aun con la relatividad que supone
todo relato para, de esta manera, ofrecer a las audiencias la posibilidad de
tomar sus propias decisiones.
Más allá de los debates acerca
del periodismo “independiente” o “militante” está claro que en el escenario
mediático del país estamos viviendo un momento de excesiva acentuación de la
editorialización en desmedro de la información. Y ello no sólo en lo que se
muestra. Quizás es mucho más grave en lo que se oculta o se deja de informar.
Situación que obliga a las audiencias a recurrir a varios medios para tener una
idea nunca certera pero por lo menos aproximada de aquello que denominamos “lo
real” (que también es diferente de “la realidad”, entendida esta como un dato
único, incontrastable, “objetivo”).
Mejorar en la calidad de la
información debería incluir que un lector o un televidente pueda, a la vez que
seleccionar a un medio por su línea editorial, saber que aun con el sesgo que
la editorialización supone se le está brindando la totalidad de la información,
con todos los elementos al alcance para que, ahí sí con criterio propio, pueda
generar su particular punto de vista, encontrar otras explicaciones afines o en
contradicción incluso con el medio informante.
Lo contrario es someter a la
audiencia a un peregrinaje tan infinito como incierto a través de los medios
buscando, por un lado, “lo real” y por otro –lo que puede ser aún menos útil y
más pernicioso por la falta de certezas en que se ingresa– “el promedio” o el
“punto de equilibrio” entre quien afirma blanco y quien dice negro.
Por este camino no se aporta a la
calidad de la información. Y es importante no perder de vista que más
información, y sobre todo más calidad de la información, es un insumo
fundamental para la calidad de la misma democracia y de la participación
ciudadana.
De esto nos tenemos que hacer
cargo los profesionales de la comunicación. La calidad informativa es un aporte
esencial e insustituible de nuestra parte a la calidad de la democracia. Si no
lo hacemos no podemos echarle la culpa a nadie. De esto también tienen que
ocuparse los ámbitos de formación, las carreras de comunicación y escuelas de
periodismo, públicas y privadas. De la misma manera que el país necesita de
excelentes científicos y técnicos, demanda de comunicadores y periodistas que
tengan nivel óptimo en su servicio informativo. Sin pretensión de objetividad.
Sí de veracidad, que incluye amplitud y diversas fuentes, inclusión de la mayor
cantidad de temas en la agenda y contextualizaciones pertinentes. De todo esto
estamos hablando cuando decimos calidad en la información.
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