Son elementos de uso cotidiano, tan normales en nuestra rutina que los damos por sentado. De hecho, jamás nos detenemos a pensar cuál fue su origen y cómo sería nuestro mundo sin ellos, sino que simplemente los utilizamos.
Por Vicky Guazzone di Passalacqua *
La percha: En 1903, en pleno invierno de Michigan, un empleado de una compañía productora de alambres se encontró sin espacio en los percheros para colgar su grueso abrigo. Molesto, se le ocurrió tomar un descarte de alambre del suelo, doblarlo en sus dos extremos y engancharlos luego formando un gancho por arriba. De allí mismo colgó su tapado y marchó a trabajar sin mayor problema ni interés en lo que acababa de crear. A la fábrica en la que trabajaba, el concepto sí pareció interesarle, pues algunos días más tarde lo patentó como invento propio.
Liquid Paper: En 1951, Bette Graham era una dactilógrafa sin demasiadas condiciones, cuyos textos estaban siempre llenos de borrones. Desesperada por mantener su trabajo, desarrolló entonces una suerte de pintura blanca con la cual tapar sus errores. Tal fue su eficacia, que sus compañeros de oficina pronto comenzaron a comprarle la mezcla, a la que Bette había bautizado como “Mistake Out” y que comenzó a producir en serie en su cocina. Unos meses más tarde decidió ofrecerle el invento a IBM, pero la compañía no le vio futuro y lo rechazó. Sin perder las esperanzas, Graham optó por cambiarle el nombre a “Liquid Paper” y continuar vendiéndolo por los siguientes 17 años en su garage. Y cuando parecía que aquella pasta moriría como invento casero, representantes de Gillette Corporation tocaron su puerta. Era 1979 y le ofrecieron U$S 47,5 millones.
El velcro: Nos ha pasado a todos. Ir de excursión dentro de un bosque y de pronto, al salir, encontrar nuestra ropa repleta de abrojos. Sin embargo, al único que se le ocurrió investigar este fenómeno fue al suizo George de Mestral, en 1948. Poniendo los abrojos bajo un microscopio, él descubrió que su sistema de agarre se da por unas pequeñas hebras en forma de gancho, ideales para atascarse en las telas y pieles animales. Y más allá de la molestia, el suizo vio en aquello el potencial de un nuevo tipo de sujetador. Tras 8 años de investigaciones, dio a luz un experimento en el que dos tiras de nylon, una repleta de ganchos y otra de lazos, eran apretadas entre sí y formaban una única tira firme. Acababa de nacer el velcro, hoy la marca más difundida y conocida del invento de De Mestral.
Post-it: Fueron el azar y la mano de dos hombres los encargados de traer al mundo los archi-conocidos Post-it, los papelitos amarillos autoadhesivos que casi todos los oficinistas usan. Primero fue Spencer Silver, un empleado de 3M, quien creó el pegamento en su intento por buscar un nuevo adhesivo potente. Al ver la debilidad del invento, lo dejó pronto de lado. 6 años más tarde, Art Fry, un amigo de Silver, se encontraba leyendo algunos salmos de su Biblia cuando recordó el invento de su amigo y le pareció que suplantarían perfectamente los papeles marcadores que vivía perdiendo en sus trayectos a la Iglesia. Y cuando algunos meses después le prestó a su jefe un libro con un papelito pegado, y su jefe se lo devolvió con algo escrito encima, Fry comprendió que tenía entre manos un sistema tan simple como revolucionario.
Papas fritas: en el verano de 1853, George Crum acababa de conseguir un puesto como chef en un restaurant muy elegante de Saratoga Springs, New York. En una de sus primeras noches, un comensal decidió que las papas fritas de Crum eran “muy gruesas”, y se las envió de vuelta a la cocina. El chef, fastidiado, decidió entonces redoblar la apuesta y se dedicó a hacer papas fritas tan finitas y crocantes que eran imposibles de pinchar con el tenedor. Pero cuando el mozo llevó el pedido a la mesa, el plan trastabilló: el cliente quedó tan extasiado con el plato que inmediatamente pidió otro. Pocos días más tarde, las papas fritas de Crum eran el plato más pedido del pueblo.
El dulce de leche: la historia ubica al dulce de leche como uno de los inventos más argentinos que existen. Tan patriota es, que fue a originarse en el pueblo de Cañuelas en 1829, en pleno encuentro histórico de tregua de los archienemigos Juan Lavalle y Juan Manuel de Rosas. Citado en el campamento del segundo, Lavalle arribó tarde y cansado, y, viendo vacía la tienda de su anfitrión, se tiró a dormir una siesta. Cerca de allí, una sirvienta que estaba cocinando la lechada del ejército –leche y azúcar hervidas- vio lo sucedido, creyó que se trataba de una emboscada y corrió a dar la voz de alarma, olvidándose por completo de su tarea. Para cuando Rosas había sido advertido y los soldados ya habían bajado sus armas, la lechada de la mujer se había convertido en una jalea marrón con muy poca pinta. Un valiente soldado, sin embargo, se animó a meter el dedo y probar el contenido. Dicen que su sonrisa habló por si sola.
Las curitas: en la década del ’20, Josephine Dickson era una recién casada de Nueva Jersey torpe y muy proclive a los accidentes domésticos. Tuvo la suerte, sin embargo, de casarse con Earle, un empleado de Johnson & Johnson que se dedicaba a la venta de algodón. Él, viendo la innumerable cantidad de veces que debía curar las heridas de su mujer, comenzó a pegar cuadritos de gasa estéril sobre cinta adhesiva, cubrirla con una capa de algodón en el centro y tapar con ello las lastimaduras. Fue tal el éxito y la eficacia del asunto que Earle no tardó en llevarle el invento a su jefe, quien enseguida comenzó a comercializarlo. A los pocos meses, Dickson ya era miembro del consejo de administración y las “curitas” (llamadas Band Aids en Estados Unidos) superaban los U$S 30 millones anuales en ventas.
Los hisopos: fue el cariño de una madre lo que originó la existencia de los primeros hisopos. En 1923, la señora Gerstenzag utilizaba bolitas de algodón para recubrir las puntas de los cepillos de dientes y así limpiar las orejas de su bebé. En una de esas ocasiones post baño, su marido Leo la vio e inmediatamente imaginó el invento. Tras algunos intentos, el señor Gerstenzag comenzó a vender hisopos hechos con un palillo de madera, bajo la marca “Baby Gays”, aunque tiempo después cambiaría el poco tentador nombre a “Q-Tips”, la primera marca norteamericana del rubro.
La Coca-Cola: la bebida más consumida del mundo después del agua comenzó su vida como una medicina contra el dolor de cabeza y las náuseas, hecha a base de hojas de coca y semillas de cola. Creada en 1885 por el farmacéutico John Pemberton en Atlanta, no pasó demasiado hasta que comenzara a venderse en su farmacia como “un remedio que calmaba la sed”. Por aquél entonces, apenas costaba 5 centavos el vaso. Conforme más y más gente la iba probando, sin embargo, asimismo empezó a crecer su fama, y apenas un año después de su creación se le ofreció a Pemberton venderla en todo Estados Unidos. El farmacéutico, completamente ajeno a la realidad que sobrevendría luego, vendió la fórmula en unos módicos U$S 2300.
El chicle: el inventor del mayor enemigo de los maestros no fue otro que Thomas Adams, cuya familia aún hoy es dueña de los legendarios “Chiclets Adams”. Hacia 1850, sin embargo, el joven no poseía una fábrica de golosinas sino que estaba en busca de un nuevo tipo de neumático. A partir de un consejo de Antonio López Santa Anna, un ex presidente mexicano exiliado en EEUU, Adams intentaba crear una rueda con resina del árbol chicozapote. Pero el material, importado desde México, dejaba las gomas demasiado blandas para ser usadas y fue a apilarse en el garage de Adams. Algunos años más tarde, sin embargo, una muchacha mascando goma de parafina en una farmacia iluminó la mente del inventor. Consciente de que mascar ciertas sustancias era un hábito común por aquella época, volvió corriendo a su depósito, ablandó la resina con agua caliente y la fue sobando hasta dejarla más blanda y fina. Una vez hecho esto, cortó el material en pequeños pedazos y generó un empaque para ponerlo a la venta en la misma farmacia donde había tenido la idea. En apenas unos días, ya se habían vendido las primeras 200 unidades.
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