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jueves, 6 de noviembre de 2008


Un cambio social, y no una jugada de publicidad política, llevó al triunfo a Obama
(Por Edgardo Ritacco, director periodístico de adlatina.com) - El triunfo rotundo del candidato demócrata no fue el producto de una estrategia publicitaria eficaz, ni de una jugada audaz de marketing político: representó, en realidad, un cambio social de fondo, en el que estuvieron en juego las herramientas más flamantes de la comunicación, como los mensajes virales y el uso de Facebook y MySpace.
Ganó Obama. Las encuestas no se equivocaron. Y no sólo eso: tampoco el electorado engañó a los encuestadores. Porque a lo largo de muchos meses, los republicanos se ilusionaron con el llamado “efecto Bradley”, esto es, que muchos responderían “Obama” ante la pregunta callejera pero después votarían a McCain, porque en el fondo eran racistas. (Bradley, vale decirlo, fue un candidato a gobernador de California que sufrió precisamente de ese mal cuando ya disfrutaba por adelantado un triunfo que nunca consiguió).
Pero la victoria de Barack Obama fue más allá de los racistas –que influyeron sin ninguna duda- y de las bondades de una campaña publicitaria. Porque en estas elecciones se produjo un fenómeno histórico; no fue un éxito del marketing político o de una estrategia publicitaria contundente.
Obama hizo mucha publicidad, es cierto. Muchísima. Su presupuesto electoral superó largamente al de su rival. Sólo en septiembre pasado, su campaña recaudó más de 150 millones de dólares, una cuota diaria de 5 millones que hubiese sido inimaginable en la anterior disputa presidencial. John McCain se manejó solamente con 84 millones entre septiembre y octubre, y por ley no podía expandirse más: el republicano había adherido voluntariamente al sistema de financiamiento público –un mecanismo que idearon en Estados Unidos después de los negros días del Watergate- y legalmente no podía utilizar fondos de otras procedencias. Barack renunció expresamente al aporte público y su recaudación fue asombrosa.
Pero no lo hubiese sido de no haber mediado el fenómeno social que se acaba de mencionar. Sólo con ese argumento se puede explicar la enorme red de pequeños aportantes por Internet que alcanzó en determinado momento a reunir 258.000 personas. A partir de ese despegue, el marketing viral multiplicó adeptos y fondos a gran velocidad. Tanto que un día, un asesor de Hillary Clinton reconoció, envidioso: “Tiene mucha más campaña viral que nosotros. Así no hay plata que alcance”. Pocos días después, la precandidata se quedó sin fondos y sin chance. Y el asesor, sin trabajo.
Es que el presidente electo el martes utilizó a fondo dos herramientas realmente actuales: MySpace y Facebook. Nadie como él sacó partido de esas armas: en el segundo trimestre de este año ya recaudaba 10 millones de dólares online, y casi todo ese dinero provenía de contribuciones individuales de 100 dólares o menos. “Las ventajas de recaudar por la Web son varias –enumeraba días atrás la analista Karen Tumulty-. Es rápido, barato y mucho menos intimidatorio para los novatos en política que el tener que firmar un cheque”. Esos detalles engrosaron la red que se creó a partir del rechazo a ocho años de fracaso republicano en la Casa Blanca.
Obama levantó una bandera simple y contundente: el cambio. En la mente de los votantes esa palabra quedó grabada a fuego como marca registrada. Todo era cambio: desde el primer presidente de raza negra hasta el desplazamiento del establishment de Washington, del que nunca pudo despegarse su rival McCain, pese a que lo prometió en todas las tribunas de campaña. Cuando debatían en primarias, Hillary Clinton dijo que ella también representaba un cambio, “pero un cambio mejor”. Pero como apunta agudamente Al Ries, “mejor” es una palabra que nunca funcionó en el marketing. “La única que funciona es ‘diferente’. Cuando uno es diferente, ya deja esa impronta en la mente del consumidor y nadie se la puede arrebatar”. Ergo: Obama monopolizó el tema del cambio de allí hasta el día de las elecciones.

Una larga caravana
Cada acto partidario fue agigantando la imagen del candidato demócrata. Cientos de miles de recién llegados a la política se sumaban a la caravana, extasiados ante el magnetismo del personaje. Algunos lo traducían en palabras: “Creo estar viendo una página nueva de la historia”. Obama, un orador de técnica casi perfecta, cuya magia en ese rubro raya a la altura de Ronald Reagan, al que llamaban ‘gran comunicador’, supo siempre qué decir y qué no decir. Y a diferencia de Reagan, no les habló a los habitués de la política en la opinión pública; hizo vibrar a quienes no tenían historia en la materia.
La publicidad negativa –siempre presente en las elecciones norteamericanas- no estuvo ausente, como era de prever. Desde ambos bandos. Pero la de McCain quedó más expuesta, más notoria: los gestos se convirtieron a menudo en muecas. Era muy fácil detectar en la mayoría de las piezas que se estaba acicateando un sentimiento de miedo a lo desconocido: el candidato negro era lo “no americano”, lo “extraño”, una ficha que no entraba en las ranuras, un personaje misterioso (y, por ello, imprevisible) al que no se le podía confiar el destino de la patria. McCain se aferró a Irak, a Afganistán. Su chapa de prisionero de guerra en Hanoi durante varios años lo ponía como modelo. Las torturas del régimen de Vo Nguyen Giap no habían logrado doblegarlo. Apenas, limitarle el movimiento de los brazos.
Pero el demócrata evitó la confrontación de “patriotismos”. No pudo o no quiso eludir, sin embargo, que su campaña en televisión devolviera los argumentos negativos de los republicanos. Tal vez lo más fuerte fue la nada velada alusión a la edad de McCain en una pieza que mostraba a ese candidato en los primeros años de los ’80: aparecía usando enormes anteojos de armazón pesado y vistiendo un traje que ya estaba fuera de moda aún para esos tiempos. Todo eso, rematado con el locutor que decía: “Él admite que todavía no sabe usar una computadora, no puede enviar un e-mail y aún no entiende de economía, pero favorece un recorte de impuestos de 200 mil millones para las corporaciones, y casi nada para la clase media. Él no ha cambiado nada en los últimos 26 años”.
Desde la otra carpa, un spot mostraba a Obama en fotos que compartía con Paris Hilton y Britney Spears, mientras en off se decía: “Es la más grande celebridad en el mundo. ¿Pero estará listo para gobernar?”. Al hablar de esa pieza, un asesor de McCain machacaba sobre el mismo yunque: “La campaña de Obama está enfocada en una enorme imagen de status de celebridad. En cambio, McCain ofrece un movimiento basado en ideas para el pueblo americano. Porque él es más un líder global que una celebridad global”.
El argumento preferido de los republicanos para atacar a Obama fue la relación que tuvo en su juventud con políticos de izquierda, especialmente el militante William Ayers, en los años ’60, a quien la prensa del partido vincula con la OLP y acusa de terrorista. La única respuesta del demócrata fue que Ayers vivía en su barrio.
Sea como fuere, la publicidad negativa no rescató a McCain de la derrota. Pudo tal vez agigantar el miedo, pero no llegó a torcer la voluntad de la gente. Algunos recordaban en los últimos días de la campaña que esas formas de hacer publicidad política nunca habían favorecido al candidato republicano: su derrota ante Bush en las internas del año 2000 empezó a gestarse cuando en un error de cálculo tuvo un exabrupto contra quien luego sería presidente, y no se recuperó más de ese desliz.

El ‘roadblock’
El elemento publicitario más notorio de la campaña de Obama fue el megacomercial de 30 minutos que se emitió en varios canales de la TV estadounidense pocos días antes de las elecciones. El aviso, con su media hora de paralización obligada, funcionó como lo que en el país del norte se denomina un “roadblock”, a un costo de 3,5 a 4 millones de dólares.
“No ganó por eso, pero tuvo un alto impacto en la gente”, definió un veterano del marketing político en Nueva York. Lo más probable es que ese gran spot haya remachado definitivamente la adhesión de los votantes seguros, y decidido a una cierta cantidad de indecisos, que tal vez alguna encuesta futura ayude a cuantificar con precisión. Fue todo lo contrario a un aviso negativo: no se mencionó allí a ningún candidato del otro partido; sólo se mostraron historias humanas de quienes formaban parte del target principal del Partido Demócrata: los trabajadores al límite, los desposeídos, los desplazados. “Debo reconocer que lo miré con muchas prevenciones, pero al final terminó conmoviéndome”, confesó Barbara Lippert, la habitual crítica de spots publicitarios de la revista especializada Adweek.
Todo se sumó al aluvión Obama. La fenomenal crisis financiera fue el gran peso que terminó de inclinar la balanza. Votantes normalmente tranquilos, sin afanes rupturistas, se volcaron de golpe en contra de los “hombres de Washington”, tras perder sus casas, sus puestos de trabajo y sus ahorros de años. Tal vez si el factor racial no hubiese estado en juego, la diferencia entre los dos candidatos habría sido abismal.
Pero estuvo en juego. Por eso el aviso más reflexivo de la campaña apareció el penúltimo día en vía pública, mostrando una foto de Obama con la piel blanca junto a otra de McCain con la piel oscura. El texto (Let the issues be the issue, deje que los temas sean el tema) invitaba a votar por las ideas, no por la raza. Uno piensa que el mensaje no apareció antes para no parecer demasiado defensivo. En todo caso, el timing fue también una virtud de la campaña de Obama.
Todo este telón de fondo no disminuye en un ápice a este gigantesco vuelco social que sacudió a Estados Unidos, como pocas veces en su historia, al disiparse lentamente el cargado año 2008.

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