Modificar el
tablero
Santiago Stura y Eliana Maffullo
sostienen que en el juego de los medios no alcanza con modificar las reglas sin
repensar el mercado que se quiere democratizar.
La nueva ley de medios posibilita
la participación de los sectores sin fines de lucro, reservándole un 33 por
ciento del espectro, hecho que representa un avance notable para lograr una
comunicación verdaderamente democrática. Pero en el juego de los medios no
alcanza con modificar las reglas. Esto es necesario pero no suficiente: debemos
repensar el mercado que se quiere democratizar.
La mayor parte de los estudios en
el campo de la comunicación analiza a los medios masivos desde las políticas
públicas que los regulan hasta los contenidos que emiten, pero pocas veces se
centran en la estructura económica que organiza, sustenta y condiciona el sistema
mediático y sus lógicas. Es necesario pensar no sólo la incorporación de los
medios sin fines de lucro al mapa de medios televisivos, sino la
sustentabilidad de éstos en el esquema económico actual.
Para acercarnos a los números más
altos del mercado, comenzaremos por observar un ejemplo de los denominados
“tanques” de la televisión privada argentina. Se trata de un programa de
ficción semanal en uno de los canales líderes en audiencia –Telefe– que se
emite en el prime time, con una audiencia promedio de 16 puntos de rating. Este
programa (de una hora) tiene un costo estimado por capítulo al aire de 190 mil
pesos, tomando en cuenta iluminación, locaciones en exterior, sueldos de
productores y actores, sonido, catering, efectos especiales. En este cálculo dejamos
fuera los costos de todo el equipamiento con el que la productora debería
contar, como cámaras, consolas e infraestructura.
El anuncio publicitario en este
mismo programa tiene un costo de 9900 pesos por segundo. Supongamos que cuatro
minutos, de los doce permitidos por hora, se destinan a publicidad
institucional. Restan ocho minutos de publicidad paga: 480 segundos
multiplicados por los 9900 pesos nos arroja un total de 4.752.000 pesos. El
número puede descender si el canal ofrece algún tipo de descuento para
anunciantes “estables”. Pero más allá de eso, bajo las premisas analizadas la
rentabilidad sería muy elevada. Si bien este ejemplo no agota la gama de
posibilidades de ganancia dentro del mercado televisivo, nos otorga un dato de
lo que produce el tipo de producciones masivas a las que el público se
encuentra habituado: grandes despliegues, star system, etcétera.
Desde los canales de aire
privados, se suele decir que la incorporación de nuevos actores en el esquema
actual de medios televisivos provocaría una crisis en la rentabilidad,
consecuencia de una supuesta escasez de la torta publicitaria, lo que se conoce
como “competencia ruinosa”. Este tipo de afirmación representa una forma algo
perversa de mantener el statu quo del mapa de medios. Reconocer esa realidad no
implica aceptarla. La discusión debe girar en torno de una estructura de la
industria televisiva donde los niveles de rentabilidad sean menores y donde la
televisión no sea un espacio de acumulación de grandes capitales, con productoras
y referentes televisivos millonarios, donde se trabaje bajo otros parámetros.
No siempre espectacularidad significa calidad.
El sector de los sin fines de
lucro construirá su perfil de muy variadas y distintas formas. Lo que es seguro
es que si se pretende una comunicación que pueda disputar audiencia, que tenga
como objetivo cierta masividad, que salga a competir y complementar la agenda
de los medios comerciales, lo deberá hacer desde parámetros de calidad de
imagen, de montaje y escenografía a los que la audiencia ya está habituada.
Esto no implica que se deba realizar una superproducción, sino que se debe
buscar el equilibrio entre calidad técnica y calidad de contenidos. Un mensaje
distinto, novedoso y original estará destinado al aislamiento si no es capaz de
partir de un piso ya establecido de parámetros de producción.
Todo este debate es necesario si
creemos que los medios alternativos deben salir a disputar sentido, si
entendemos la comunicación como el espacio donde se dirime hegemonía. Por el contrario,
se tratará de un debate ambiguo y poco sustancioso si se piensa que los nuevos
medios están destinados a producir sentidos marginales.
La sustentabilidad del sector de
los sin fines de lucro es el próximo debate. El Estado nacional está dando muestras
de voluntad, cuando articula y fomenta la producción de contenidos mediante el
Programa Polos Audiovisuales, con el trabajo de Incaa y otras iniciativas como
el Bacua y el reciente Polo Audiovisual.
Cualquier discusión que evite
hablar de costos y rentabilidad se quedará en postulados y vaivenes retóricos
que no lograrán modificar el tablero para que más sectores puedan jugar sus
fichas, porque de eso se trata.
* Estudiantes de Ciencias de la
Comunicación, UBA.
Conciencias
sin cepos
Marta Riskin afirma que mientras
los grandes medios concentraron el diseño global de estrategias y agendas que
impiden a las clases medias trascender el pensamiento binario, la Ley de
Servicios de Comunicación Audiovisual es hija de la reflexión crítica y permitirá
abrir nuevas calles.
Desde Rosario
“¿Cómo puede conciliarse la
afirmación de que la base psicológica del nazismo se hallaba constituida por la
vieja clase media con aquella otra según la cual el nuevo régimen funcionaba en
favor de los intereses del imperialismo alemán?”
El miedo a la libertad,
Erich Fromm.
Aunque los nazis no fueron los
primeros en utilizar las, allá por entonces, flamantes herramientas del
condicionamiento pavloviano y el conductismo, ya disponían del exclusivo
dominio de una nueva tecnología.
Con el anónimo imperio del “tambor
de la tribu”, como llamó Mac Luhan a la radio, impusieron montajes como “La
Noche de los Cristales Rotos” e invisibilizaron a los beneficiarios del
régimen.
La vigencia de la pregunta de
Fromm señala que las respuestas continúan vinculadas con la naturaleza humana,
el formateo ideológico de los grandes medios y con las manipulaciones
emocionales de aquellos operadores profesionales capacitados para azuzar al
“rebaño desconcertado” que, en palabras de Lippman, “brama y pisotea” a favor
de la hacienda ajena.
El arte comunicacional ha
refinado sus técnicas de seducción y consenso, y hoy provee consignas de paz y
edulcorado amor junto a apelaciones al miedo e incitaciones al odio, sobre
cientos de aplicaciones inmunes a las contradicciones. Un manto de “objetiva
neutralidad” también permite armonizarlas, mediante elaboradas
racionalizaciones, con aquellos valores, intereses y obsesiones que supieron
vender a aquellos sectores de la clase social a la cual cree pertenecer la
amplia mayoría.
La clase media es una categoría
elusiva en términos económicos, sociales y políticos, y en crecimiento desde el
siglo XVIII. Su espectro ideológico congrega desde aquellos que leen el
descenso de la pobreza como un agravio a sus derechos y privilegios a quienes
lo impulsan como un avance hacia la inclusión y la equidad.
No es casual, entonces, que los
creativos comunicadores de los imperios enaltezcan “la paz” durante las
dictaduras e insistan en dividir las aguas de la democracia entre una barbarie
populista y una minoría civilizada. O que enfrenten a las propuestas políticas
inclusivas con campañas de mentiras y desconfianza, desalentando acercamientos
o debates, para reforzar ideologías contrarias a la participación popular y
refractarias a la solidaridad.
El diseño de sus productos
comunicacionales precisa del monólogo, tanto para imponer el monopolio de sus
productos industriales como para fortalecer los hábitos de lectura e
interpretación de la realidad que relacionen frustraciones con conflictos
sociales e inciten, si fuese necesario, a canalizar las angustias personales
hacia algún chivo expiatorio.
Disponen de una larga lista de
prejuicios y discriminaciones como recurso de dominación.
Para quienes lucran con la
infelicidad humana, los enfrentamientos entre blancos y negros, árabes y
judíos, musulmanes y cristianos, según época y región, resultan más o menos
funcionales para dividir con el miedo y separar por el odio. Delegarán en la
“prensa independiente” asumir la autoridad, en forma de “opinión pública”, para
sumergir al público en “una insoportable sensación de soledad e impotencia” y
suministrarle, en el momento propicio, el alivio de culpables unívocos y
líderes llave en mano.
Los grandes medios concentraron
el diseño global de estrategias y agendas que impiden, o al menos dificultan, a
las clases medias trascender el pensamiento binario. En la actualidad, el
despliegue globalizado de pesadillas reparte disyuntivas categóricas, reinstala
las confrontaciones del viejo mundo bipolar y opone la bárbara intolerancia del
adversario progresista al civilizado manejo de conflictos de las corporaciones,
astutas para banalizar desde los cuentos zen y jasídicos hasta la respiración
Pranayama.
Por el contrario, la ley de
medios audiovisuales es hija de la reflexión crítica y sus actuales desafíos no
pueden prescindir de ella; entre otros buenos motivos, porque las nuevas calles
se ganarán desarticulando temores infundados, con trabajo y sin soberbia.
Vivimos una oportunidad histórica
que demanda el ajuste más refinado de la percepción, una planificación sensible
–dónde, cómo y cuándo se participa– y la conciencia de que los debates no ponen
en riesgo al proyecto, pero desarman mentiras, revelan intereses y exigen
estudiar y documentar argumentos, profesionalizando, en el mejor sentido, la
comunicación.
La distribución de la palabra y
los bienes culturales respaldan las acciones del poder popular y demuestran,
con Fromm, que “no sólo debemos preservar y aumentar las libertades
tradicionales, sino lograr un nuevo tipo de libertad que permita la realización
plena”.
* Antropóloga Universidad
Nacional de Rosario.
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