proposito del polemico aviso
Siempre sigo con interés los ensayos de Damián Tabarovsky en PERFIL, y no puedo inhibirme de adicionar –como si de una cuenta almacenera se tratase– algunas impresiones personales sobre la publicidad de Malvinas, a la que se refirió en una de sus últimas columnas. Sin duda, esa publicidad es una de las máximas intervenciones que podamos recordar de las retóricas propagandísticas en las esferas históricas y políticas. En nuestro desvaído archivo de recuerdos en este mismo rubro, podemos mencionar una publicidad de De Narváez para las elecciones de 2009, en la que personas entusiastas saltaban de las ventanillas de los trenes, abandonaban vehículos en la calle y formaban multitudes turbulentas que se encontraban en esquinas ardientes de la ciudad. El esquema era insurreccional, aunque esas multitudes portaban una libreta de voto en sus manos. Rememoro otra un poco anterior. De la Rúa encabezaba un pelotón de gendarmes no identificados en un procedimiento que inequívocamente aludía a un allanamiento a lo que vendrían a ser reductos oscuros de corrupción.
Políticos conservadores, pero publicidades que apelan a lo exorbitante. Políticos carentes de interés, pero publicidades que llaman a consumir no tanto objetos sino a consumir un tiempo excepcional, consumir energía o consumir un consumo, como si estuvieran a la altura de la hybris griega. Esta ecuación paradojal suele no repetirse en las izquierdas, cuyos mensajes de renovación tropiezan con sus lenguajes publicitarios por lo general ahorrativos de despliegues de imágenes renovadoras.
No sería difícil encontrar en las publicidades políticas-electorales acciones cuyos núcleos emotivos soterrados aluden a la capacidad de sustraerse épicamente de los pobres condicionantes cotidianos. Núcleos que a veces los sociólogos de las agencias publicitarias llaman “el imaginario colectivo”. Carece de total novedad advertir que los géneros publicitarios reiteran estilos muy antiguos. Géneros pseudorrealistas o costumbristas, embebidos en sentimentalismos mal o bien matizados, y estereotipos heroicos que trasuntan todos los modismos de la irreverencia o la desmesura. Por otro lado, se sirven de alegorías que muchas veces no dejan mal parado a este antiquísimo recurso literario.
Se puede rememorar la publicidad de un automóvil que hizo el mismo Wim Wenders en el barrio de La Boca. Quedó tan reducida a un conjunto muy vibrante pero sucinto de alegorías que parecía una genialidad inútil, ininteligible. En verdad, la publicidad ya estaba latente en los planos del Acorazado Potemkin, en los grandes inventos montajísticos de Eisenstein. Sólo que los empalmes, los esquemas de relación y los deslizamientos metafóricos tienen ahora una indiscutible resolución volcada hacia la industria cultural, hacia una interpretación provista por la regla de la mercancía como saber de masas. Ya no apuntan a la razón crítica sino a la conciencia apaciguada y sus pasiones enclaustradas.
Creo que no se equivoca Damián Tabarovsky cuando ve en la publicidad contemporánea una superación de los viejos límites de la crítica al “fetichismo de la mercancía”. Ahora se trataría de una masiva actividad de sustitución de la política por un simulacro, un vaciamiento “del sentido crítico del discurso político”, debido a la coincidencia de ese sentido con los planos de cualquier publicidad de la era de la globalización, cuyo tema sean cervezas o zapatillas. En esa fatal coincidencia incurriría todo discurso, sea o no sea publicitario, y especialmente el discurso político. Efectivamente, éste es un grave problema ya observado en las críticas que hace décadas iniciaron Serge Daney o el mismo Godard sobre las imágenes cinematográficas que trasuntarían ocultos esquemas morales de sumisión, aunque evocasen formas de la revuelta o la insurrección.
No obstante, la publicidad del atleta en las Malvinas reviste otro atractivo, aunque sea efectivamente pasible de ser genéricamente alcanzada por estas críticas. ¿En qué puede escapar a ellas? En el paradojal nivel literario que reviste, no buscado de esa forma por sus autores. Desde luego, no deja de tener particular interés el hecho de que su fuerza se resuelva en el lema o slogan, una mera frase. Se llama ahí “suelo argentino” a lo que notoriamente se está viendo, es decir, aparentemente lo contrario. Banderas inglesas, la famosa Globe Tavern, la sede del Penguin News, un barco encallado en el puerto muchas veces visto en las fotos de Puerto Argentino, el típico cielo ceniciento, el triste golpeteo del mar sobre la playa, imágenes a las que no se les quita ni un gramo de su intimidad y estereotipo “falklander”. Entonces, la publicidad actúa por develamiento súbito con un recurso elemental y certero.
Tomemos el aviso reciente de la cerveza Quilmes. Hecho con todos los recursos del gran gabinete de imágenes de la globalización: mitificación, fantasmagorías, guerra de sexos, reconciliación legendaria. El slogan “El sabor del encuentro” –que muchos atribuyen a la conocida labor publicitaria de Fogwill, aunque no estoy muy convencido de ello– intenta ser conducido por las imágenes. Y obviamente las explica, las enhebra, pero las imágenes no contrastan con él. Al revés del caso del atleta (y alma en pena) que corre por la desolada y solitaria Malvinas. En efecto, no se ven personas sino los símbolos sobrecargados a los que antes aludimos. Esta publicidad opera por simple contraste entre imágenes y consigna escrita; unas son lo inverso de la otra. Lo escrito contradice lo que se ve. Es un golpe seco de “taco de billar”, sorprendente y de carácter intelectual y moral.
Por otra parte, corre un espectro por esas calles vacías, figura fantasmal que provoca muy diversos sentimientos, no fácilmente discernibles, relacionados con la fuerza de una ausencia. De ahí obtiene su raro ímpetu esta publicidad, cuyo resultado no lo veo obnubilando la autonomía de la reflexión política, sino dejando el sentimiento de una literatura donde contrastan ideas implícitas de vacío y de espectralidad. Por más que sean encuadres un tanto gelatinosos o tomados de esquemas obvios de las ideologías publicitarias de la época de la post-mercancía (la publicidad, en principio, se vende a sí misma), quizás por eso esta figura alegórica que corre por calles muy conocidas pero repentinamente convertidas en extrañas tenga tantos poderes evocativos abiertos.
Desde hace muchos años se intenta desmerecer las obras cinematográficas que parecerían descender de los grandes descubrimientos demagógicos de las agencias de publicidad. No siempre es así. No lo es en el caso de La Hora de los Hornos, de Solanas, que fue vista como “publicitaria” como si fuera una acusación; no lo es en el caso de Los Pichiciegos, de Fogwill, que aunque es una novela es también una suerte de anticinematografía fracturada en innumerables tecnologías de relato publicitario, sobre el cual él entendía y desentendía lo máximo que podía esperarse del gran escritor que era. Quizás nuestra época consista en una reflexión final sobre una paradoja: dónde colocamos estas iconografías que provienen del alto capitalismo de las imágenes y provocan en nosotros una incisiva revulsión en la capacidad de examinar el tiempo que vivimos.
*Director de la Biblioteca Nacional.
El atleta de Malvinas o la retórica de la propaganda
A partir de la polémica suscitada por el spot que el Gobierno nacional presentó durante los días previos al aniversario de los treinta años de la guerra de Malvinas, el intelectual Horacio González reflexiona acerca de lo que define como “tecnologías del relato publicitario” y de cómo esos mecanismos nos obligan a revisar la época en que vivimos.
Imagenes. El aviso de más de un minuto protagonizado por Fernando Zylberberg fue filmado en Malvinas. El atleta iba a formar parte del equipo nacional durante los próximos Juegos Olímpicos de Londres. La idea de la agencia Young & Rubicam es, para González, "atractiva, aunque sea pasible de ser genéricamente alcanzada por las críticas", porque dice "suelo argentino" y muestra otra cosa.
Siempre sigo con interés los ensayos de Damián Tabarovsky en PERFIL, y no puedo inhibirme de adicionar –como si de una cuenta almacenera se tratase– algunas impresiones personales sobre la publicidad de Malvinas, a la que se refirió en una de sus últimas columnas. Sin duda, esa publicidad es una de las máximas intervenciones que podamos recordar de las retóricas propagandísticas en las esferas históricas y políticas. En nuestro desvaído archivo de recuerdos en este mismo rubro, podemos mencionar una publicidad de De Narváez para las elecciones de 2009, en la que personas entusiastas saltaban de las ventanillas de los trenes, abandonaban vehículos en la calle y formaban multitudes turbulentas que se encontraban en esquinas ardientes de la ciudad. El esquema era insurreccional, aunque esas multitudes portaban una libreta de voto en sus manos. Rememoro otra un poco anterior. De la Rúa encabezaba un pelotón de gendarmes no identificados en un procedimiento que inequívocamente aludía a un allanamiento a lo que vendrían a ser reductos oscuros de corrupción.
Políticos conservadores, pero publicidades que apelan a lo exorbitante. Políticos carentes de interés, pero publicidades que llaman a consumir no tanto objetos sino a consumir un tiempo excepcional, consumir energía o consumir un consumo, como si estuvieran a la altura de la hybris griega. Esta ecuación paradojal suele no repetirse en las izquierdas, cuyos mensajes de renovación tropiezan con sus lenguajes publicitarios por lo general ahorrativos de despliegues de imágenes renovadoras.
No sería difícil encontrar en las publicidades políticas-electorales acciones cuyos núcleos emotivos soterrados aluden a la capacidad de sustraerse épicamente de los pobres condicionantes cotidianos. Núcleos que a veces los sociólogos de las agencias publicitarias llaman “el imaginario colectivo”. Carece de total novedad advertir que los géneros publicitarios reiteran estilos muy antiguos. Géneros pseudorrealistas o costumbristas, embebidos en sentimentalismos mal o bien matizados, y estereotipos heroicos que trasuntan todos los modismos de la irreverencia o la desmesura. Por otro lado, se sirven de alegorías que muchas veces no dejan mal parado a este antiquísimo recurso literario.
Se puede rememorar la publicidad de un automóvil que hizo el mismo Wim Wenders en el barrio de La Boca. Quedó tan reducida a un conjunto muy vibrante pero sucinto de alegorías que parecía una genialidad inútil, ininteligible. En verdad, la publicidad ya estaba latente en los planos del Acorazado Potemkin, en los grandes inventos montajísticos de Eisenstein. Sólo que los empalmes, los esquemas de relación y los deslizamientos metafóricos tienen ahora una indiscutible resolución volcada hacia la industria cultural, hacia una interpretación provista por la regla de la mercancía como saber de masas. Ya no apuntan a la razón crítica sino a la conciencia apaciguada y sus pasiones enclaustradas.
Creo que no se equivoca Damián Tabarovsky cuando ve en la publicidad contemporánea una superación de los viejos límites de la crítica al “fetichismo de la mercancía”. Ahora se trataría de una masiva actividad de sustitución de la política por un simulacro, un vaciamiento “del sentido crítico del discurso político”, debido a la coincidencia de ese sentido con los planos de cualquier publicidad de la era de la globalización, cuyo tema sean cervezas o zapatillas. En esa fatal coincidencia incurriría todo discurso, sea o no sea publicitario, y especialmente el discurso político. Efectivamente, éste es un grave problema ya observado en las críticas que hace décadas iniciaron Serge Daney o el mismo Godard sobre las imágenes cinematográficas que trasuntarían ocultos esquemas morales de sumisión, aunque evocasen formas de la revuelta o la insurrección.
No obstante, la publicidad del atleta en las Malvinas reviste otro atractivo, aunque sea efectivamente pasible de ser genéricamente alcanzada por estas críticas. ¿En qué puede escapar a ellas? En el paradojal nivel literario que reviste, no buscado de esa forma por sus autores. Desde luego, no deja de tener particular interés el hecho de que su fuerza se resuelva en el lema o slogan, una mera frase. Se llama ahí “suelo argentino” a lo que notoriamente se está viendo, es decir, aparentemente lo contrario. Banderas inglesas, la famosa Globe Tavern, la sede del Penguin News, un barco encallado en el puerto muchas veces visto en las fotos de Puerto Argentino, el típico cielo ceniciento, el triste golpeteo del mar sobre la playa, imágenes a las que no se les quita ni un gramo de su intimidad y estereotipo “falklander”. Entonces, la publicidad actúa por develamiento súbito con un recurso elemental y certero.
Tomemos el aviso reciente de la cerveza Quilmes. Hecho con todos los recursos del gran gabinete de imágenes de la globalización: mitificación, fantasmagorías, guerra de sexos, reconciliación legendaria. El slogan “El sabor del encuentro” –que muchos atribuyen a la conocida labor publicitaria de Fogwill, aunque no estoy muy convencido de ello– intenta ser conducido por las imágenes. Y obviamente las explica, las enhebra, pero las imágenes no contrastan con él. Al revés del caso del atleta (y alma en pena) que corre por la desolada y solitaria Malvinas. En efecto, no se ven personas sino los símbolos sobrecargados a los que antes aludimos. Esta publicidad opera por simple contraste entre imágenes y consigna escrita; unas son lo inverso de la otra. Lo escrito contradice lo que se ve. Es un golpe seco de “taco de billar”, sorprendente y de carácter intelectual y moral.
Por otra parte, corre un espectro por esas calles vacías, figura fantasmal que provoca muy diversos sentimientos, no fácilmente discernibles, relacionados con la fuerza de una ausencia. De ahí obtiene su raro ímpetu esta publicidad, cuyo resultado no lo veo obnubilando la autonomía de la reflexión política, sino dejando el sentimiento de una literatura donde contrastan ideas implícitas de vacío y de espectralidad. Por más que sean encuadres un tanto gelatinosos o tomados de esquemas obvios de las ideologías publicitarias de la época de la post-mercancía (la publicidad, en principio, se vende a sí misma), quizás por eso esta figura alegórica que corre por calles muy conocidas pero repentinamente convertidas en extrañas tenga tantos poderes evocativos abiertos.
Desde hace muchos años se intenta desmerecer las obras cinematográficas que parecerían descender de los grandes descubrimientos demagógicos de las agencias de publicidad. No siempre es así. No lo es en el caso de La Hora de los Hornos, de Solanas, que fue vista como “publicitaria” como si fuera una acusación; no lo es en el caso de Los Pichiciegos, de Fogwill, que aunque es una novela es también una suerte de anticinematografía fracturada en innumerables tecnologías de relato publicitario, sobre el cual él entendía y desentendía lo máximo que podía esperarse del gran escritor que era. Quizás nuestra época consista en una reflexión final sobre una paradoja: dónde colocamos estas iconografías que provienen del alto capitalismo de las imágenes y provocan en nosotros una incisiva revulsión en la capacidad de examinar el tiempo que vivimos.
*Director de la Biblioteca Nacional.
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