"Realidad e irrealidad de los medios de comunicación", Daniel Innerarity
Que vivimos en un mundo de segunda mano es un hecho que se lo debemos fundamentalmente a los medios de comunicación. Es una ingenuidad pensar que tenemos un acceso inmediato al mundo, por experiencia propia. A nada que uno reflexione, cae en la cuenta de que incluso lo que tenía como una experiencia inmediata individual está mediada por los esquematismos y plantillas de los medios de comunicación. La mayor parte de lo que creemos saber es, en última instancia, algo de lo que hemos oído hablar, algo que nos ha sido contado, cuya verdad se sostiene por la confianza en instancias, autoridades, testigos y expertos. Es interesante subrayar esta circunstancia porque generalmente no sabemos gracias a qué sabemos lo que sabemos.
La sociedad sólo puede conocer el mundo a través de los medios de comunicación (si excluimos ese mundo cercano, privado, que cada uno puede conocer inmediatamente). Incluso cabe afirmar que ni siquiera estamos en condiciones de separar el saber que tenemos a través de los medios del saber que hemos adquirido por experiencia personal. Por supuesto que hay un círculo vital personal sobre el que se sabe sin haberlo leído en el periódico. Pero no puede uno orientarse en el espacio público sin el saber que se obtiene a través de los medios. Y probablemente tampoco pueda ya ni siquiera aislarse una esfera privada del saber auténtico que procede de la propia experiencia contra la influencia de los medios. Así pues, la realidad es para nosotros realidad mediática, es decir, mediada, mediatizada. Cada vez hay menos cosas que podamos experimentar de primera mano en un mundo regido por la división del trabajo y que gracias a los medios se ha hecho global, por lo que necesitamos de los medios para informarnos acerca de él. Construimos nuestra imagen del mundo a partir de unos rumores que ya no se transmiten en la comunicación oral, como en las culturas tradicionales, sino a través de los medios.
Pero con ello el concepto de realidad no se hace superfluo, llegando a adquirir unas connotaciones especiales e incluso un atractivo particular; en los procesos comunicativos de la sociedad contemporánea se muestran con mayor riqueza los procesos complejos en los que la realidad se configura. La realidad únicamente se puede definir a partir de las observaciones y remite constitutivamente a símbolos y ficciones. Los medios no describen una realidad exterior sino que ellos mismos son autores en un campo social de fuerzas en el que influyen y por el que son influidos.
Por eso no tiene mucho sentido acusar a los medios, genéricamente, de manipulación. Los medios no están para afirmar cómo es la realidad “en sí”, sino cómo es vista por otros. Los medios no informan de lo que pasa sino de lo que los demás consideran importante. No se refieren primordialmente al mundo sino a sí mismos. Tal vez la ilustración más elocuente de ello sea el modo como se practica actualmente la política, que es una actividad cada vez más intransitiva. La política únicamente reacciona a su transmisión en los medios. La construcción mediática de la realidad ahorra a los políticos el contacto con la realidad. En lugar de observar el mundo, los políticos observan cómo son observados por los medios. Los medios les permiten un vuelo sin visibilidad.
Un caso particular de esta autoreferencia del sistema comunicativo lo constituye la cuestión del deseo, suscitado por los propios medios, de una realidad no mediatizada. La realidad construida por los medios suministra una nostalgia de realidad “autentica”. En paralelo con esa realidad de los medios, engañosa, artificial y escenificada, crece también la exigencia de una realidad que se caracterice por la autenticidad, la naturalidad, la corporalidad o la espontaneidad, pero que aumenta justo en la misma medida en que precisamente los medios tratan de simular esas propiedades y provocan la resistencia contra ellos mismos.
Hay mil ejemplos de esa inmediatez escenificada mediáticamente, entre los que podrían destacarse los siguientes: el valor añadido de lo live en una cultura manufacturada que corresponde a la ilusión de una observación de primer orden; la añoranza de realidad que se satisface en la oferta televisiva de los programas que venden realidad (los llamados reality-shows); el deseo de autenticidad que explica la creciente presencia de actores no profesionales o la estética cinematográfica del grupo Dogma, que pretende superar la artificialidad y la escenificación; la desespecialización a la que se aspira cuando es preferida la experiencia personal al saber experto, el “hágalo usted mismo” frente a la perfección insípida del especialista (el karaoke, el bricolage, los libros y programas de cocina), como una gran compensación frente al “mundo administrado” (Adorno); el hecho de que los escritores de ficción justifiquen su construcción apelando a la realidad o de que los críticos vean en todo rasgos autobiográficos, como si hubiera en ambos una cierta mala conciencia de la ficción; el deseo de políticos auténticos, que no sean de diseño, con defectos a ser posible, alimentado por la sensación de que la política es teatralidad y montaje… aunque todos sabemos que la autenticidad es, en buena medida y a veces pretendidamente, algo escenificado.
Se trata ciertamente de una aspiración que no deja de ser paradójica. Para empezar, que los medios deforman o manipulan es algo que conocemos gracias a ellos. También el saber acerca de las falsificaciones o las quejas frente al poder de los medios se difunden a través de los propios medios. No faltan en ellos quienes critican su falsedad estructural e incluso se ofrecen para hacer valer la realidad, lo que es algo así como designarse mediadores de la inmediatez. Esta nostalgia de realidad está tan mediatizada como el mundo frente al que se define. Poder escapar de esta mediación es una nostalgia que alimentan precisamente los medios de comunicación. Estas paradojas ponen de manifiesto que vivimos en una sociedad en la que también la inmediatez es una construcción. Los procedimientos en virtud de los cuales calificamos algo como real o verdadero han de ser pensados fuera del esquema de la adecuación con el mundo, al que habría que acceder sin mediaciones en un combate contra las poderosas fuerzas que tratan de ocultárnoslo (una épica, por cierto, que no ha dejado de ser alimentada por los propios medios de comunicación).
El discurso tradicional acerca de los medios de comunicación se pregunta si es verdad lo que nos dicen, si se ajustan a los hechos o manipulan. El reproche corriente hacia los medios es que no reflejan adecuadamente la realidad o incluso la deforman, ocasional o sistemáticamente. Esto significa que partimos del supuesto de que los medios saben lo que es la realidad y, a pesar de ello, ofrecen una imagen deformada. En algunos casos es posible identificar esa manipulación y denunciarla, lo que puede incluso ser útil, pero esta no es la cuestión de fondo. No habríamos avanzado apenas en la comprensión del significado que los medios tienen en la sociedad contemporánea si hubiéramos conseguido poner de manifiesto en qué casos y de qué manera han falsificado la realidad, pues quedaría en pie el interrogante fundamental. La pregunta no es cómo destruyen sino cómo construyen la realidad.
Los medios no manipulan en el sentido vulgar de tomar partido, sino que más bien esquematizan los acontecimientos con los que se ha de contar, estabilizan las alternativas, construyen el ámbito de lo que resulta posible. Su éxito consiste en prefigurar la aceptación social de los temas, con independencia de cuál sea la posición que se adopte respecto de ellos. Los medios proporcionan algo así como la materia prima sobre la que se configuran las realidades en las que vivimos, los asuntos sobre los que tenemos que opinar, las comunidades con o contra las que tenemos que identificarnos. Los medios no están preparados para saltar en cuanto algo acontezca sino que tienen la tarea de transmitir permanentemente algo, aunque no pase nada (porque los políticos están de vacaciones o no hay partidos de fútbol). Karl Valentin señalaba una vez lo asombroso que era que en el mundo ocurriera exactamente lo que cabía en los periódicos. La causa de esta exactitud estriba en que, de alguna manera, los periódicos determinan qué es lo que pasa e incluso “cuánto” es lo que tiene que pasar.
Esto es lo que los americanos llaman la función “agenda setting” y otras similares bajo la denominación de “gate-keeper”, “news-bias”, o en los fenómenos del “valor informativo”, “efectos recíprocos”, “pseudo-acontecimientos” o “acontecimientos mediáticos”. Los medios institucionalizan unos temas, focalizan la atención sobre determinados asuntos y estructuran inicialmente el espacio público. De este modo llevan a cabo una pre-interpretación esquemática, estandarizan las opiniones y establecen unas contraposiciones elementales mediante las que poder orientarse en el mundo. Los medios de comunicación son el a priori concreto de nuestra percepción e interpretación del mundo, las prótesis del sentido común. Los medios, con su función de observación, selección y escenificación, son los emplazamientos destacados de la percepción colectiva.
Los medios tienen la función, mediante su oferta de temas, de establecer una realidad común como trasfondo: una realidad conocida, que en la comunicación y en la interacción con otros pueda ser tácitamente presupuesta, compartida por todos los que participan en la comunicación. Uno puede referirse a las noticias del día, los programas de televisión, las figuras del cine o las tendencias de la moda y dar por supuesto que los demás entienden de qué se habla. Los medios producen una cierta memoria, que consiste en que pueden darse por supuestos determinados presupuestos acerca de la realidad sin necesidad de justificarlos o establecer un consenso explícito. La fortaleza de ese trasfondo es tal que funciona incluso como referencia inevitable en aquellos discursos que pretenden distinguirse de la opinión dominante o determinar cuál es la verdadera realidad.
La gran pregunta que entonces se plantea es qué pasa con nuestra libertad. Y la respuesta remite a entender que los medios de comunicación se imponen de un modo análogo a como la moda configura el deseo o como obliga la publicidad. Los medios no necesitan imponerse absolutamente, ni generan consensos universales; lo que hacen es asegurar una realidad de referencia. Uno puede opinar lo que quiera de esos temas, pero precisamente de esos y no de otros. Se acepta cualquier opinión con tal de que permanezca dentro de ese marco temático de referencia. Que casi todo el mundo sepa de qué se habla en los medios no significa que piensen lo mismo; incluso las actitudes originales, las desviaciones, presuponen una misma referencia inteligible. Para desviarse de lo común hay que conocer esa realidad de referencia y en este sentido nunca se escapa completamente de la realidad construida por los medios de comunicación.
La opinión pública domestica las opiniones en la medida en que las introduce en una espiral de expectativas recíprocas. Los medios de comunicación dan forma a esa opinión, es decir, le proporcionan los temas. Podemos tener muchas opiniones pero sólo en este espectro y en este horizonte. Uno puede estar a favor o en contra; lo que no está a la libre disposición es el reconocimiento de los temas en cuanto tales. De este modo los medios nos dicen con qué opiniones podemos entrar en comunicación. Esto es algo especialmente valioso para la seguridad de nuestro comportamiento. La autorreferencia que los medios han desarrollado, su continua auto-cita, produce redundancia y, por tanto, seguridad. A los medios les debemos la ilusión de que el mundo es una realidad que se puede divisar, resumir y juzgar; algo acerca de lo cual, pesa a su inicial complejidad, se puede tener una opinión. Con otras palabras: la opinión pública es un sistema de comunicación que vive del supuesto de que no se puede reconocer que sobre determinados temas no se tiene ni idea.
A estas alturas probablemente esté claro por qué la opinión pública no es ese espacio público deliberativo proyectado en las grandes teorías de la democracia, ni el lugar donde se desvela la verdadera realidad, pero tampoco un espacio tenebroso dominado por poderes ocultos, sino algo, en el fondo, mucho más banal. Como siempre, las cosas importantes nos las jugamos en los escenarios menos sublimes.
Pero con ello el concepto de realidad no se hace superfluo, llegando a adquirir unas connotaciones especiales e incluso un atractivo particular; en los procesos comunicativos de la sociedad contemporánea se muestran con mayor riqueza los procesos complejos en los que la realidad se configura. La realidad únicamente se puede definir a partir de las observaciones y remite constitutivamente a símbolos y ficciones. Los medios no describen una realidad exterior sino que ellos mismos son autores en un campo social de fuerzas en el que influyen y por el que son influidos.
Por eso no tiene mucho sentido acusar a los medios, genéricamente, de manipulación. Los medios no están para afirmar cómo es la realidad “en sí”, sino cómo es vista por otros. Los medios no informan de lo que pasa sino de lo que los demás consideran importante. No se refieren primordialmente al mundo sino a sí mismos. Tal vez la ilustración más elocuente de ello sea el modo como se practica actualmente la política, que es una actividad cada vez más intransitiva. La política únicamente reacciona a su transmisión en los medios. La construcción mediática de la realidad ahorra a los políticos el contacto con la realidad. En lugar de observar el mundo, los políticos observan cómo son observados por los medios. Los medios les permiten un vuelo sin visibilidad.
Un caso particular de esta autoreferencia del sistema comunicativo lo constituye la cuestión del deseo, suscitado por los propios medios, de una realidad no mediatizada. La realidad construida por los medios suministra una nostalgia de realidad “autentica”. En paralelo con esa realidad de los medios, engañosa, artificial y escenificada, crece también la exigencia de una realidad que se caracterice por la autenticidad, la naturalidad, la corporalidad o la espontaneidad, pero que aumenta justo en la misma medida en que precisamente los medios tratan de simular esas propiedades y provocan la resistencia contra ellos mismos.
Hay mil ejemplos de esa inmediatez escenificada mediáticamente, entre los que podrían destacarse los siguientes: el valor añadido de lo live en una cultura manufacturada que corresponde a la ilusión de una observación de primer orden; la añoranza de realidad que se satisface en la oferta televisiva de los programas que venden realidad (los llamados reality-shows); el deseo de autenticidad que explica la creciente presencia de actores no profesionales o la estética cinematográfica del grupo Dogma, que pretende superar la artificialidad y la escenificación; la desespecialización a la que se aspira cuando es preferida la experiencia personal al saber experto, el “hágalo usted mismo” frente a la perfección insípida del especialista (el karaoke, el bricolage, los libros y programas de cocina), como una gran compensación frente al “mundo administrado” (Adorno); el hecho de que los escritores de ficción justifiquen su construcción apelando a la realidad o de que los críticos vean en todo rasgos autobiográficos, como si hubiera en ambos una cierta mala conciencia de la ficción; el deseo de políticos auténticos, que no sean de diseño, con defectos a ser posible, alimentado por la sensación de que la política es teatralidad y montaje… aunque todos sabemos que la autenticidad es, en buena medida y a veces pretendidamente, algo escenificado.
Se trata ciertamente de una aspiración que no deja de ser paradójica. Para empezar, que los medios deforman o manipulan es algo que conocemos gracias a ellos. También el saber acerca de las falsificaciones o las quejas frente al poder de los medios se difunden a través de los propios medios. No faltan en ellos quienes critican su falsedad estructural e incluso se ofrecen para hacer valer la realidad, lo que es algo así como designarse mediadores de la inmediatez. Esta nostalgia de realidad está tan mediatizada como el mundo frente al que se define. Poder escapar de esta mediación es una nostalgia que alimentan precisamente los medios de comunicación. Estas paradojas ponen de manifiesto que vivimos en una sociedad en la que también la inmediatez es una construcción. Los procedimientos en virtud de los cuales calificamos algo como real o verdadero han de ser pensados fuera del esquema de la adecuación con el mundo, al que habría que acceder sin mediaciones en un combate contra las poderosas fuerzas que tratan de ocultárnoslo (una épica, por cierto, que no ha dejado de ser alimentada por los propios medios de comunicación).
El discurso tradicional acerca de los medios de comunicación se pregunta si es verdad lo que nos dicen, si se ajustan a los hechos o manipulan. El reproche corriente hacia los medios es que no reflejan adecuadamente la realidad o incluso la deforman, ocasional o sistemáticamente. Esto significa que partimos del supuesto de que los medios saben lo que es la realidad y, a pesar de ello, ofrecen una imagen deformada. En algunos casos es posible identificar esa manipulación y denunciarla, lo que puede incluso ser útil, pero esta no es la cuestión de fondo. No habríamos avanzado apenas en la comprensión del significado que los medios tienen en la sociedad contemporánea si hubiéramos conseguido poner de manifiesto en qué casos y de qué manera han falsificado la realidad, pues quedaría en pie el interrogante fundamental. La pregunta no es cómo destruyen sino cómo construyen la realidad.
Los medios no manipulan en el sentido vulgar de tomar partido, sino que más bien esquematizan los acontecimientos con los que se ha de contar, estabilizan las alternativas, construyen el ámbito de lo que resulta posible. Su éxito consiste en prefigurar la aceptación social de los temas, con independencia de cuál sea la posición que se adopte respecto de ellos. Los medios proporcionan algo así como la materia prima sobre la que se configuran las realidades en las que vivimos, los asuntos sobre los que tenemos que opinar, las comunidades con o contra las que tenemos que identificarnos. Los medios no están preparados para saltar en cuanto algo acontezca sino que tienen la tarea de transmitir permanentemente algo, aunque no pase nada (porque los políticos están de vacaciones o no hay partidos de fútbol). Karl Valentin señalaba una vez lo asombroso que era que en el mundo ocurriera exactamente lo que cabía en los periódicos. La causa de esta exactitud estriba en que, de alguna manera, los periódicos determinan qué es lo que pasa e incluso “cuánto” es lo que tiene que pasar.
Esto es lo que los americanos llaman la función “agenda setting” y otras similares bajo la denominación de “gate-keeper”, “news-bias”, o en los fenómenos del “valor informativo”, “efectos recíprocos”, “pseudo-acontecimientos” o “acontecimientos mediáticos”. Los medios institucionalizan unos temas, focalizan la atención sobre determinados asuntos y estructuran inicialmente el espacio público. De este modo llevan a cabo una pre-interpretación esquemática, estandarizan las opiniones y establecen unas contraposiciones elementales mediante las que poder orientarse en el mundo. Los medios de comunicación son el a priori concreto de nuestra percepción e interpretación del mundo, las prótesis del sentido común. Los medios, con su función de observación, selección y escenificación, son los emplazamientos destacados de la percepción colectiva.
Los medios tienen la función, mediante su oferta de temas, de establecer una realidad común como trasfondo: una realidad conocida, que en la comunicación y en la interacción con otros pueda ser tácitamente presupuesta, compartida por todos los que participan en la comunicación. Uno puede referirse a las noticias del día, los programas de televisión, las figuras del cine o las tendencias de la moda y dar por supuesto que los demás entienden de qué se habla. Los medios producen una cierta memoria, que consiste en que pueden darse por supuestos determinados presupuestos acerca de la realidad sin necesidad de justificarlos o establecer un consenso explícito. La fortaleza de ese trasfondo es tal que funciona incluso como referencia inevitable en aquellos discursos que pretenden distinguirse de la opinión dominante o determinar cuál es la verdadera realidad.
La gran pregunta que entonces se plantea es qué pasa con nuestra libertad. Y la respuesta remite a entender que los medios de comunicación se imponen de un modo análogo a como la moda configura el deseo o como obliga la publicidad. Los medios no necesitan imponerse absolutamente, ni generan consensos universales; lo que hacen es asegurar una realidad de referencia. Uno puede opinar lo que quiera de esos temas, pero precisamente de esos y no de otros. Se acepta cualquier opinión con tal de que permanezca dentro de ese marco temático de referencia. Que casi todo el mundo sepa de qué se habla en los medios no significa que piensen lo mismo; incluso las actitudes originales, las desviaciones, presuponen una misma referencia inteligible. Para desviarse de lo común hay que conocer esa realidad de referencia y en este sentido nunca se escapa completamente de la realidad construida por los medios de comunicación.
La opinión pública domestica las opiniones en la medida en que las introduce en una espiral de expectativas recíprocas. Los medios de comunicación dan forma a esa opinión, es decir, le proporcionan los temas. Podemos tener muchas opiniones pero sólo en este espectro y en este horizonte. Uno puede estar a favor o en contra; lo que no está a la libre disposición es el reconocimiento de los temas en cuanto tales. De este modo los medios nos dicen con qué opiniones podemos entrar en comunicación. Esto es algo especialmente valioso para la seguridad de nuestro comportamiento. La autorreferencia que los medios han desarrollado, su continua auto-cita, produce redundancia y, por tanto, seguridad. A los medios les debemos la ilusión de que el mundo es una realidad que se puede divisar, resumir y juzgar; algo acerca de lo cual, pesa a su inicial complejidad, se puede tener una opinión. Con otras palabras: la opinión pública es un sistema de comunicación que vive del supuesto de que no se puede reconocer que sobre determinados temas no se tiene ni idea.
A estas alturas probablemente esté claro por qué la opinión pública no es ese espacio público deliberativo proyectado en las grandes teorías de la democracia, ni el lugar donde se desvela la verdadera realidad, pero tampoco un espacio tenebroso dominado por poderes ocultos, sino algo, en el fondo, mucho más banal. Como siempre, las cosas importantes nos las jugamos en los escenarios menos sublimes.
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