04.10.2013 |
EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI
El columnista de adlatina.com se refiere en esta entrega a la maratón discursiva protagonizada por el senador republicano Ted Cruz, que habló durante 22 horas seguidas. “Quedó en claro que su irreverencia fue una cómoda manera de iniciar su campaña como candidato, pensando en las presidenciales de 2016”, asegura Borrini.
En medio de la grave parálisis administrativa provocada por los representantes republicanos en el Capitolio, el episodio que motiva esta columna, inserto a su vez en los escarceos del proselitismo electoral que comienza a vivir la ciudadanía norteamericana, puede parecer apenas una anécdota.
Sin embargo, hablar durante 22 horas seguidas, una maratón discursiva que hasta ahora tenía su principal antecedente en la ficción, no tiene nada de insignificante y demuestra a qué extremos puede llegar el descontrol de las campañas con fines electorales en esta era de la política-entretenimiento.
Criticado hasta por sus propios colegas de partido, que al igual que la mayoría de los demócratas abandonaron el recinto, el senador Ted Cruz trató de impedir de ese modo, casi en soledad, el debate legislativo sobre la reforma sanitaria conocida como ObamaCare, presentada por el presidente.
El antecedente de ficción fue, lo habrán leído, la película titulada en español “Caballero sin espada” (1938), dirigida por Frank Capra, en la que el protagonista, Jefferson Smith (el título original del film es “Mr. Smith goes to Washington”) encarnado por James Stewart, un legislador provinciano inexperto e inocente, se vale inesperadamente de ese recurso legal, en vigencia desde principios del siglo pasado, para expresar su airado rechazo a un negociado con tierras. Habla durante no sé cuántas horas, hasta desfallecer; hacía falta porque su adversario es nada menos que el intocable portavoz del cuerpo, interpretado por Claude Rains, que termina confesando su acto de corrupción.
Frank Capra fue uno de los directores más venerados por los idealistas jóvenes de mi generación en todo el mundo. Encarnó como ningún otro el american dream que, por entonces, estaba en su apogeo. Una especie de Norman Rockwell del cine. Ganó tres Oscar. Cuando Estados Unidos entró en la Segunda Guerra, se presentó voluntariamente, y con riesgo de su vida filmó el mejor documental que se conoce sobre el desarrollo de la contienda. Ya de regreso, realizó su obra más querida, “¡Qué bello es vivir!”, un clásico de las Navidades de todos los tiempos y lugares.
No recuerdo bien si Mr. Smith en la película habló tanto o más que el republicano Ted Cruz, pero es un hecho que no contó con ninguna ayuda tecnológica. En 1938 no había ni celulares, ni Internet, ni redes sociales. Cruz en cambio pudo conectarse en vivo y en directo mediante su smarphone para contestar los tuits enviados por partidarios y detractores, y hasta se dio el lujo de leerles a sus hijas, en cámara y desde el Capitolio, pasajes completos de su libro de cuentos infantiles favorito para que, como hacían habitualmente, se fueran contentas a la cama.
Cruz habló de todo y de todos, desde Hitler hasta Darth Vader, el villano de la saga “La guerra de las galaxias”; evocó momentos de la Segunda Guerra Mundial y de las barbaridades nazis, que él, de 42 años, conocía solo de oídas. Quedó en claro que su irreverencia fue una cómoda manera de iniciar su campaña como candidato, pensando en las presidenciales de 2016.
Quizá el único efecto positivo de su interminable e inconsistente cháchara fue el haber impulsado la memoria un film delicioso, un clásico de la mejor época de Hollywood que bien podría inaugurar un ciclo dedicado a Frank Capra como sucedió, recientemente, con la revisión de los mayores éxitos de Hitchcock. Hace falta esa lección de idealismo y honestidad, por más ingenua que parezca, en un mundo que pasa por una grave crisis de valores esenciales.
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