MEDIOS Y COMUNICACION
Medios, Poder Judicial y democracia
Gustavo Bulla pone en tela de
juicio la actuación del Poder Judicial respecto de la Ley de Servicios de
Comunicación Audiovisual y cuestiona el sentido democrático de las medidas
adoptadas desde la Justicia para postergar la aplicación de la norma aprobada
hace más de tres años.
En términos generales la
actuación del conservador Poder Judicial respecto de la Ley de Servicios de
Comunicación Audiovisual resulta por lo menos paradójica.
Es que la periodísticamente mal
llamada “Justicia”, tras más de tres años de idas y venidas en torno a la
vigencia de la ley, en su afán ya a todas luces inocultable de proteger al
poderosísimo Grupo Clarín –por terror o convicción–, les ha brindado a los argentinos
una insuperable clase de anticapitalismo, o si se quiere ser menos terminante,
de antiliberalismo.
La igualdad –formal– ante la ley,
como uno de los pilares del liberalismo político, ha quedado herida de muerte
con los innumerables desatinos cometidos por las distintas instancias del menos
democrático de los poderes del Estado. Y ésta no es una formulación ideológica
respecto del rol del Poder Judicial en una sociedad capitalista. Es una
constatación de los hechos y las conductas. ¿Habrá un antecedente mínimamente
comparable en la historia legislativa argentina con lo sucedido en los estrados
judiciales con la ley 26.522? ¿Alguien se puede imaginar, no ya a un
trabajador, a un pequeño medio de comunicación logrando movilizar a todos los
recursos judiciales para sostener supuestos derechos adquiridos incompatibles
con la legislación vigente?
Las cárceles argentinas desbordan
de personas privadas de su libertad por ser sospechadas de haber cometido algún
delito. Sin condena firme, son arrojados a lo que muchos consideran auténticas
escuelas de delincuencia. Miles de presos y presas desmienten todos los días
aquello de que “todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario”.
Jueces de todas las instancias y jurisdicciones no trepidan en quitarles a ciudadanos
lo que se supone como la posesión individual más valiosa: la libertad. Un solo
día injustamente “a la sombra” no tiene compensación alguna.
Sin embargo, el Grupo que en el
peor de los casos vería muy parcialmente dañado su patrimonio –como lo explicita
un fallo de la Corte– ha logrado para sorpresa de propios y extraños la
suspensión por más de tres años de las cláusulas antimonopólicas que contiene
la ley más debatida democráticamente por nuestro pueblo.
Estos acontecimientos nos
impulsan, más allá y más acá de Perogrullo, a confirmar lo que la percepción
popular sabe desde siempre, que en nuestro país “hay una justicia para los
ricos y otra para los pobres”.
La diferencia obvia presente en
la división de poderes es que hay dos que gobiernan y sus miembros son
seleccionados por el voto popular, y otro que “observa la constitucionalidad de
los actos de gobierno” y sus miembros no surgen de las preferencias de los
ciudadanos.
Durante la primacía neoliberal,
no pocos sostuvimos que la razón principal por la cual era impensable una ley
que derogara el decreto de radiodifusión de la dictadura era la imperiosa
necesidad de los dirigentes políticos de revalidar sus títulos electivos a
través de la presencia intensiva en los medios masivos de comunicación. Y por
aquello de que nadie muerde la mano del amo que le da de comer...
Pero resulta que los jueces, que
en teoría no dependen de los medios para revalidar sus mandatos vitalicios con
salarios intangibles, se han convertido ahora en la garantía de perduración del
monopolio mediático. ¿Lo harán por la composición de clase del Poder Judicial?
¿Será por las convicciones político-ideológicas de la familia judicial? ¿Será
por terror a la información que se pueda difundir sobre la vida pública y
privada de Sus Señorías? ¿Será por una mezcla en distintas proporciones de
estas razones?
Lo que tampoco deja de llamar la
atención es el comportamiento de destacados colegas del mundo académico de la
comunicación, que han encontrado la coartada perfecta de la búsqueda incesante
de la neutralidad –una de las múltiples facetas de la opción por los ricos– en
la denuncia de la supuesta carencia de republicanismo de los medios públicos.
Mientras se hace gala de un idealismo institucionalista carente de toda
materialidad e historicidad, al mismo tiempo se analiza cínicamente la
confrontación entre poderes democráticos y el poder permanente. Sus valiosos
aportes de otrora sobre la nocividad de las posiciones dominantes de los grupos
concentrados de medios cedieron paso ahora a la mirada independiente mucho más
atenta a los niveles no tolerables de parcialidad de los medios en manos
estatales que a la vulneración de la voluntad popular perpetrada a través de
las chicanas judiciales.
Se ha dicho muchas veces, no
obstante, la reiteración no le resta veracidad a la afirmación; la aplicación
de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual excede largamente la mera
regulación del uso de las frecuencias radioeléctricas para la radio y la TV. De
su suerte depende buena parte del futuro institucional de nuestra democracia.
¿Será justicia?
* Profesor de Comunicación
UBA/UNLZ.
LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACION
Sobre el “travestismo” político
Cecilia Díaz cuestiona, por
estigmatización, el uso periodístico del término “travestismo político” en un
sentido despectivo.
A pesar de las inclusiones en la
legislación sobre las diversidades en identidad de género, existen ciertas
resistencias patriarcales en el lenguaje, especialmente en el discurso
mediático. Eso ocurre con la adjetivación de “travestismo político” en un
sentido despectivo hacia el sujeto al que se lo aplica.
Es extraño cómo tanto en medios
hegemónicos como contrahegemónicos, en columnas y análisis de actualidad, no
falta la calificación de “travestismo” político a quienes muestran un cambio en
sus adhesiones, lineamientos o convicciones al votar una ley o hacer una
declaración pública.
Lejos del irónico uso de la
“borocotización”, afrenta destinada con exclusividad a los que se unían al
Frente para la Victoria, aquí el sentido del travestismo se vincula con lo
falso, con el mero disfraz para el engaño hacia el electorado que eligió a su
representante.
Lo que se oculta con la
estigmatización de estos términos es que las travestis construyen una identidad
de género que va más allá del nombre y que viene a confrontar con lo denominado
“natural”. Pero esto no es algo particular, sino que es propio del proceso
identitario de toda persona. Ahora bien, del mismo modo en que se desarrolla
una identidad genérica y sexual, lo mismo ocurre con la pertenencia ideológica
y su respectiva ubicación en lo partidario. La diferencia radica, entonces, en
que la primera es permanente e íntima, mientras que la segunda implica un
compromiso público ante un elector, en una coyuntura que suele ser más variable
en la posmodernidad.
Por otro lado, una amplia mayoría
de ambas cámaras del Congreso nacional aprobó la Ley de Identidad de Género que
benefició a un colectivo discriminado históricamente por el conservadurismo
institucional. Incluso ya desde la sanción del matrimonio igualitario en los
medios de comunicación pulularon más discursos reaccionarios que no tuvieron su
correlato en los votos del tradicional Senado. Sin dudas, con la finalidad de
polemizar con intercambios más cercanos al impacto que al conocimiento, la
cobertura mediática parece sostener una mirada conservadora ante las
transformaciones sociales, aun cuando fue el espectáculo el primer ámbito de
inclusión a la diversidad sexual.
Resulta grave que en medio de
estos avances continúe la reiteración, a modo de señalamiento y denuncia, de un
constructo mediático tal como el “travestismo” político. Acaso ¿no hay otra
opción del lenguaje como máscara, disfraz, careta o simulación política? Ante
la negación de estos términos se demuestra una derrota ante las resistencias
sociales del patriarcado y, fundamentalmente, la complicidad a las
designaciones excluyentes.
* Doctoranda en Comunicación
Social (UNLP), lic. en Comunicación Social (UNLaM), periodista y docente.
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