LA PERSECUCION SOCIAL A LOS “ADICTOS” Y EL MARKETING PUBLICITARIO
Mercadotécnica adictiva
Las prácticas de persecución social a los consumidores de sustancias ilegales pueden –según el autor– ponerse en contraposición con otra práctica social, el marketing que promueve el consumo adictivo de sustancias legales.
Por Daniel Altomare *
Repita conmigo, no es difícil. Parece necesario, una necesidad social, una necesidad de todos. Sepa como reconocer a un adicto. Pero, ¿para qué quiere saber cómo se reconoce un adicto? Sólo así sabrá qué hacer con él. En primer lugar deben procurarse los instrumentos técnicos apropiados. Un conjunto de datos sobre la persona en cuestión, debidamente ordenados, puede figurarle un panorama claro sobre esta empresa social. Si los primeros datos se mostraran confusos, si acaso no entendiera de entrada cómo identificar a un adicto, le sugerimos realizar una minuciosa clasificación. Claro que usted puede no ser un experto. Puede ser un padre, un docente, un desconcertado ciudadano. En tal caso, supongamos que tenga problemas con algún joven atropellado y además tenga la imperiosa necesidad de saber si tal inconducta responde al uso de sustancias prohibidas. Puede consultar a un especialista, cuyo saber será bien recibido por un número importante de curiosos con buenas intenciones profilácticas. Al mismo tiempo tendrá el valor incuestionable de denuncia ante una institución sanitaria. Para alcanzar un efectivo reconocimiento, sólo hay que saber identificar las aristas que componen el perfil del adicto. Un número de elementos y circunstancias recurrentes podrán auxiliarlo en esta función social de reconocimiento. Podemos hacer una larga lista y clasificarla. La clasificación es importante, diría que indispensable, sobre todo cuando algo no se entiende o parece un dato oscuro. Entonces, cuando haya un dato que no entienda, busque clasificarlo. Hay múltiples formas de clasificación. Existe una clasificación social, según la extracción de clase, rango o profesión. También hay una clasificación por grupo etario: niño, adulto, aunque los especialistas señalan que la adolescencia es el principal caldo de cultivo para las adicciones. Pero también hay una clasificación que responde a un estricto rigor científico, la llamada psicopatología. Sin duda la psicopatología es la que produce especialistas en un tema de verdadera resonancia social como lo es la adicción a las drogas ilegales. Sin contar el fabuloso impacto mediático que reviste el tema en cuestión. Está bien, dejemos las ironías a un lado. Vayamos al punto.
Todo esto nos sirve como función de reconocimiento social, pero además propicia un control más estricto sobre prácticas sociales que –según nos dicen– erosionan la base del tejido social. Entonces podemos ahora reinterrogarnos sobre la naturaleza del reconocimiento social de un adicto, así como también podríamos preguntarnos sobre el lugar social que está llamado a ocupar el adicto. El adicto, el enfermo de la psicopatología, el delincuente de la policía, según el discurso por el cual se encuentre atravesado, ocupa el deleznable lugar del desperdicio. En un sistema que, cuando no succiona, expulsa; el desperdicio oficia de lugar, un lugar execrable, pero un lugar al fin. ¿Quién quiere ese lugar? No podríamos responder fácilmente a esta pregunta, pero sí podemos certificar que este lugar es necesario, se impone como tal, sirve a numerosos fines, es funcional.
Pues bien, es cierto que ese lugar no se elige. Sin embargo, hay toda una serie infame de discursos, más o menos represivos, que portan un saber que congela la imagen de quien consume drogas. Acumula un saber abortivo de la subjetividad, sumiéndolo en significaciones más o menos mortificantes. Se trata de un adicto, un adicto se droga, vive de las drogas, mata o muere por ellas, recorre el filo cortante de la ilegalidad; padece los embates del Otro social que lo segrega, lo desprecia y lo condena al repetido lugar del error con sólo nombrarlo: es un adicto, por lo tanto sólo puede drogarse, porque es sabido que “son irrecuperables”. Además tienen un merecido destino que no ofrece demasiadas variantes: o aceptan su enfermedad con el encierro o se los encierran por no reconocer su enfermedad; el hospital o la cárcel.
Reconocer socialmente a un adicto es una práctica que no escapa a las formas macartistas de persecución social. Henos aquí ante una forma de inclusión social alternativa: el encierro. Para ejecutar esta práctica que simula un deporte conocido con el nombre de cruzada moral, alcanza con levantar la polvareda de la sospecha, desnudando obscenamente la más celosa intimidad. Hay un saber condenatorio sobre la práctica social del consumo de drogas. Hay una estrategia discursiva que apunta a satanizar estas prácticas individuales.
Para fortuna del bien común, hay otra cara de la adicción que presta mejores servicios, otro modo de encierro, discursivo también. Como contrapartida de este dispositivo de control social, hay otro dispositivo que toma ventaja del valor compulsivo de las prácticas individuales o sociales vinculadas al abuso de sustancias tóxicas. A continuación podemos juntos descubrir otro lugar social para el adicto o bien un otro lugar encubierto, esta vez vinculado al inefable mercado. Así, una disciplina que lleva como nombre “mercadotecnia” toma como modelo de consumidor ideal al adicto y como valor agregado la compulsión al consumo. Nadie desconoce el impacto mediático de la publicidad. Pero esta vez nos referiremos a otro impacto mediático. Uno que tiene signo positivo y que disfruta de mejor prensa que las drogas.
Para decirlo de otro modo, sigamos esta línea: consume de día, de tarde, de noche. Compra al amanecer, al oscurecer y cuando ya no se ve nada. Comete robos y hurtos para consumir. Estafa, extorsiona y engaña para comprar. Compra siempre, a toda hora. Es fiel a su producto aunque tenga que cambiar de proveedor. Suele no tener medida para consumir. Puede pensar a cada hora en su producto y no descansar ni dormir hasta obtenerlo. Descuida sus obligaciones, llega tarde a su casa y falta a su trabajo por correr a consumir.
¿No son éstas propiedades de un consumidor ideal? A propósito de este perfil, ¿no podríamos acaso imaginarnos a un gerente de producto diseñando el éxito de su próxima campaña? Lo que sigue a continuación ¿es producto de nuestra excesiva imaginación o de nuestra embriaguez ideológica? ¿Estaremos también intoxicados por la ráfaga de imágenes que los medios masivos disparan en nuestro diario vivir? ¿Quién sabe? Permítasenos ensayar una lectura sintomal sobre algunas tramas publicitarias para ver a dónde éstas nos conducen. Permítasenos inventariar una serie.
Hace más de veinte años hacía su entrada en el mercado farmacéutico el Aseptobron. No era Unicap todavía, sólo venía en jarabe. No sabíamos aún que uno de sus componentes era la codeína, un derivado de la morfina, y que podía generar adicción. Menos podíamos imaginar un mercado negro de este producto. Lo llamativo es que, en 1983 el exhibidor de Aseptobron en las farmacias lucía una foto en colores de una banda de rock compuesta por jovencitos que mostraban sus ojos cerrados y sus bocas abiertas envueltos en una nube de no sé qué.
Mucho más acá en el tiempo una publicidad de cerveza rezaba en un epígrafe: “Una Brahma llama a otra Brahma”, aunque no se refería justamente al día del amigo. A un helado de Frigor se lo reconoce con el nombre de “sin parar”, disimulado con un conocido tema del rock nacional. Si el helado no le gusta puede refrescarse con una Gatorade que también le sirve “para no parar”. O para seguir trabajando los fines de semana.
En esta que sigue a continuación los creativos se rompieron el bocho. Se trata de una exquisita golosina de Bonafide que se llama “Vizzio”, para agregarle un “imposible de dejar”.
Una publicidad de Fanta light muestra a una jovencita en mini, con pupo al aire incluido, corriendo para no dejarse atrapar por su chico, con quien no quiere compartir su gaseosa. Para librarse de él corre pasando por lugares cada vez más estrechos, hasta que finalmente su chico queda de un lado y ella del otro con su Fanta light, separados definitivamente por una reja. Una imagen que empuja a un consumo que no sólo no engorda sino que adelgaza. Lo que no queda claro en la publicidad es quién de los dos queda encerrado, pues la última toma también permite ver a la señorita tras las rejas. ¿Ironías del inconsciente? Cuando mi hija me señaló este último punto, apenas tenía nueve años. Lo cual demuestra que la publicidad es para toda la familia.
Pero una publicidad de Coca-Cola supera lo imaginable en recursos marquetineros de este calibre. Un partido de fútbol de potrero, dos chicos se anotan para jugar, uno de ellos lucía un look símil Maradona. En el partido uno de los jugadores le entra fuerte a un compañero y la advertencia de otro no se hace esperar: “Pará loco que no es la final del mundo, jugamos por la Coca”. Uno de los muchachos, aquel pelilargobaja alturasímil Maradona repite en silencio: “Es por la coca”. Primer plano a los ojos y los acordes de una música estridente entran justo en el momento en que este pibe toma la pelota en el medio de la cancha, la pisa, gira sobre sí, deja a uno en el camino, a otro quebrando la cintura, dos más en la carrera hacia el arco, le sale el arquero y se la tira por debajo del cuerpo, cayéndose. ¡Gol! ¡Golazo! El partido finaliza, los jugadores festejan tomando Coca... y el comentario de cierre de quien le cediera la pelota: “Más vale, con el pase que le di”.
Esta sutileza de los campeones de la venta, especialistas en marketing o expertos en publicidad, merece una observación: asimila el consumo de Coca al más memorable gol en la historia de los mundiales de fútbol, convertido por alguien que ha reconocido públicamente su adicción a la coca. Sin duda, una ofensa al mejor fútbol. Y nosotros, no como psicoanalistas, aunque sí con el psicoanálisis, pero especialmente como hinchas, no lo vamos a dejar pasar así nomás. No hay coca, con cola o sin cola, en estado líquido o en polvo, que pueda constituirse como fuente de inspiración de una obra de arte, en un campo de fútbol y en ningún otro campo. La única forma posible que nos permite concebir ese golazo espectacular es pensando que a la altura de los pies Diego tiene manos, finas y delicadas manos. Y la única forma de explicar cómo es posible que una persona tenga manos en los pies es a través de lo que Freud llamó pulsión y de cómo ésta se burla de la anatomía humana.
* Psicoanalista.
Mercadotécnica adictiva
Las prácticas de persecución social a los consumidores de sustancias ilegales pueden –según el autor– ponerse en contraposición con otra práctica social, el marketing que promueve el consumo adictivo de sustancias legales.
Por Daniel Altomare *
Repita conmigo, no es difícil. Parece necesario, una necesidad social, una necesidad de todos. Sepa como reconocer a un adicto. Pero, ¿para qué quiere saber cómo se reconoce un adicto? Sólo así sabrá qué hacer con él. En primer lugar deben procurarse los instrumentos técnicos apropiados. Un conjunto de datos sobre la persona en cuestión, debidamente ordenados, puede figurarle un panorama claro sobre esta empresa social. Si los primeros datos se mostraran confusos, si acaso no entendiera de entrada cómo identificar a un adicto, le sugerimos realizar una minuciosa clasificación. Claro que usted puede no ser un experto. Puede ser un padre, un docente, un desconcertado ciudadano. En tal caso, supongamos que tenga problemas con algún joven atropellado y además tenga la imperiosa necesidad de saber si tal inconducta responde al uso de sustancias prohibidas. Puede consultar a un especialista, cuyo saber será bien recibido por un número importante de curiosos con buenas intenciones profilácticas. Al mismo tiempo tendrá el valor incuestionable de denuncia ante una institución sanitaria. Para alcanzar un efectivo reconocimiento, sólo hay que saber identificar las aristas que componen el perfil del adicto. Un número de elementos y circunstancias recurrentes podrán auxiliarlo en esta función social de reconocimiento. Podemos hacer una larga lista y clasificarla. La clasificación es importante, diría que indispensable, sobre todo cuando algo no se entiende o parece un dato oscuro. Entonces, cuando haya un dato que no entienda, busque clasificarlo. Hay múltiples formas de clasificación. Existe una clasificación social, según la extracción de clase, rango o profesión. También hay una clasificación por grupo etario: niño, adulto, aunque los especialistas señalan que la adolescencia es el principal caldo de cultivo para las adicciones. Pero también hay una clasificación que responde a un estricto rigor científico, la llamada psicopatología. Sin duda la psicopatología es la que produce especialistas en un tema de verdadera resonancia social como lo es la adicción a las drogas ilegales. Sin contar el fabuloso impacto mediático que reviste el tema en cuestión. Está bien, dejemos las ironías a un lado. Vayamos al punto.
Todo esto nos sirve como función de reconocimiento social, pero además propicia un control más estricto sobre prácticas sociales que –según nos dicen– erosionan la base del tejido social. Entonces podemos ahora reinterrogarnos sobre la naturaleza del reconocimiento social de un adicto, así como también podríamos preguntarnos sobre el lugar social que está llamado a ocupar el adicto. El adicto, el enfermo de la psicopatología, el delincuente de la policía, según el discurso por el cual se encuentre atravesado, ocupa el deleznable lugar del desperdicio. En un sistema que, cuando no succiona, expulsa; el desperdicio oficia de lugar, un lugar execrable, pero un lugar al fin. ¿Quién quiere ese lugar? No podríamos responder fácilmente a esta pregunta, pero sí podemos certificar que este lugar es necesario, se impone como tal, sirve a numerosos fines, es funcional.
Pues bien, es cierto que ese lugar no se elige. Sin embargo, hay toda una serie infame de discursos, más o menos represivos, que portan un saber que congela la imagen de quien consume drogas. Acumula un saber abortivo de la subjetividad, sumiéndolo en significaciones más o menos mortificantes. Se trata de un adicto, un adicto se droga, vive de las drogas, mata o muere por ellas, recorre el filo cortante de la ilegalidad; padece los embates del Otro social que lo segrega, lo desprecia y lo condena al repetido lugar del error con sólo nombrarlo: es un adicto, por lo tanto sólo puede drogarse, porque es sabido que “son irrecuperables”. Además tienen un merecido destino que no ofrece demasiadas variantes: o aceptan su enfermedad con el encierro o se los encierran por no reconocer su enfermedad; el hospital o la cárcel.
Reconocer socialmente a un adicto es una práctica que no escapa a las formas macartistas de persecución social. Henos aquí ante una forma de inclusión social alternativa: el encierro. Para ejecutar esta práctica que simula un deporte conocido con el nombre de cruzada moral, alcanza con levantar la polvareda de la sospecha, desnudando obscenamente la más celosa intimidad. Hay un saber condenatorio sobre la práctica social del consumo de drogas. Hay una estrategia discursiva que apunta a satanizar estas prácticas individuales.
Para fortuna del bien común, hay otra cara de la adicción que presta mejores servicios, otro modo de encierro, discursivo también. Como contrapartida de este dispositivo de control social, hay otro dispositivo que toma ventaja del valor compulsivo de las prácticas individuales o sociales vinculadas al abuso de sustancias tóxicas. A continuación podemos juntos descubrir otro lugar social para el adicto o bien un otro lugar encubierto, esta vez vinculado al inefable mercado. Así, una disciplina que lleva como nombre “mercadotecnia” toma como modelo de consumidor ideal al adicto y como valor agregado la compulsión al consumo. Nadie desconoce el impacto mediático de la publicidad. Pero esta vez nos referiremos a otro impacto mediático. Uno que tiene signo positivo y que disfruta de mejor prensa que las drogas.
Para decirlo de otro modo, sigamos esta línea: consume de día, de tarde, de noche. Compra al amanecer, al oscurecer y cuando ya no se ve nada. Comete robos y hurtos para consumir. Estafa, extorsiona y engaña para comprar. Compra siempre, a toda hora. Es fiel a su producto aunque tenga que cambiar de proveedor. Suele no tener medida para consumir. Puede pensar a cada hora en su producto y no descansar ni dormir hasta obtenerlo. Descuida sus obligaciones, llega tarde a su casa y falta a su trabajo por correr a consumir.
¿No son éstas propiedades de un consumidor ideal? A propósito de este perfil, ¿no podríamos acaso imaginarnos a un gerente de producto diseñando el éxito de su próxima campaña? Lo que sigue a continuación ¿es producto de nuestra excesiva imaginación o de nuestra embriaguez ideológica? ¿Estaremos también intoxicados por la ráfaga de imágenes que los medios masivos disparan en nuestro diario vivir? ¿Quién sabe? Permítasenos ensayar una lectura sintomal sobre algunas tramas publicitarias para ver a dónde éstas nos conducen. Permítasenos inventariar una serie.
Hace más de veinte años hacía su entrada en el mercado farmacéutico el Aseptobron. No era Unicap todavía, sólo venía en jarabe. No sabíamos aún que uno de sus componentes era la codeína, un derivado de la morfina, y que podía generar adicción. Menos podíamos imaginar un mercado negro de este producto. Lo llamativo es que, en 1983 el exhibidor de Aseptobron en las farmacias lucía una foto en colores de una banda de rock compuesta por jovencitos que mostraban sus ojos cerrados y sus bocas abiertas envueltos en una nube de no sé qué.
Mucho más acá en el tiempo una publicidad de cerveza rezaba en un epígrafe: “Una Brahma llama a otra Brahma”, aunque no se refería justamente al día del amigo. A un helado de Frigor se lo reconoce con el nombre de “sin parar”, disimulado con un conocido tema del rock nacional. Si el helado no le gusta puede refrescarse con una Gatorade que también le sirve “para no parar”. O para seguir trabajando los fines de semana.
En esta que sigue a continuación los creativos se rompieron el bocho. Se trata de una exquisita golosina de Bonafide que se llama “Vizzio”, para agregarle un “imposible de dejar”.
Una publicidad de Fanta light muestra a una jovencita en mini, con pupo al aire incluido, corriendo para no dejarse atrapar por su chico, con quien no quiere compartir su gaseosa. Para librarse de él corre pasando por lugares cada vez más estrechos, hasta que finalmente su chico queda de un lado y ella del otro con su Fanta light, separados definitivamente por una reja. Una imagen que empuja a un consumo que no sólo no engorda sino que adelgaza. Lo que no queda claro en la publicidad es quién de los dos queda encerrado, pues la última toma también permite ver a la señorita tras las rejas. ¿Ironías del inconsciente? Cuando mi hija me señaló este último punto, apenas tenía nueve años. Lo cual demuestra que la publicidad es para toda la familia.
Pero una publicidad de Coca-Cola supera lo imaginable en recursos marquetineros de este calibre. Un partido de fútbol de potrero, dos chicos se anotan para jugar, uno de ellos lucía un look símil Maradona. En el partido uno de los jugadores le entra fuerte a un compañero y la advertencia de otro no se hace esperar: “Pará loco que no es la final del mundo, jugamos por la Coca”. Uno de los muchachos, aquel pelilargobaja alturasímil Maradona repite en silencio: “Es por la coca”. Primer plano a los ojos y los acordes de una música estridente entran justo en el momento en que este pibe toma la pelota en el medio de la cancha, la pisa, gira sobre sí, deja a uno en el camino, a otro quebrando la cintura, dos más en la carrera hacia el arco, le sale el arquero y se la tira por debajo del cuerpo, cayéndose. ¡Gol! ¡Golazo! El partido finaliza, los jugadores festejan tomando Coca... y el comentario de cierre de quien le cediera la pelota: “Más vale, con el pase que le di”.
Esta sutileza de los campeones de la venta, especialistas en marketing o expertos en publicidad, merece una observación: asimila el consumo de Coca al más memorable gol en la historia de los mundiales de fútbol, convertido por alguien que ha reconocido públicamente su adicción a la coca. Sin duda, una ofensa al mejor fútbol. Y nosotros, no como psicoanalistas, aunque sí con el psicoanálisis, pero especialmente como hinchas, no lo vamos a dejar pasar así nomás. No hay coca, con cola o sin cola, en estado líquido o en polvo, que pueda constituirse como fuente de inspiración de una obra de arte, en un campo de fútbol y en ningún otro campo. La única forma posible que nos permite concebir ese golazo espectacular es pensando que a la altura de los pies Diego tiene manos, finas y delicadas manos. Y la única forma de explicar cómo es posible que una persona tenga manos en los pies es a través de lo que Freud llamó pulsión y de cómo ésta se burla de la anatomía humana.
* Psicoanalista.
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