Botoncitos de colores
La “tableta” de Apple, que pretende revolucionar la forma en que los usuarios consumen Internet, tiene todavía serias deudas pendientes con el mercado argentino. Y encima llega la competencia de Google.
Por Mariano Blejman
¿Qué es el iPad, entonces? ¿Un teléfono celular gigante? ¿Una notebook sin teclado? ¿Un libro electrónico con aplicaciones para redes sociales? ¿Un reproductor de música algo incómodo? Es una tableta electrónica de pantalla táctil (con el tamaño similar al de una revista) desarrollada por Apple, que salió al mercado en enero de 2010 en Estados Unidos y ya lleva vendidos más de tres millones de productos. Los especialistas dicen que es el futuro, que salvarán la industria editorial, la industria de los diarios y a los desarrolladores de software bajo licencias. El iPad amenaza con destronar el negocio de las netbooks. Pero, ¿cómo fue que este artefacto de 9,7 pulgadas (20 x 15 cm), con sensores de movimientos, geoposicionamiento, una increíble resolución y enmarcado en esa aura de fascinación que produce Apple se convirtió en el standard de los lectores móviles? A tres meses del lanzamiento del iPad en la Argentina (con precios desde 3399 a 5499 pesos), y días antes de la llegada de la Samsung Galaxy Tab, con sistema Android de Google, habría que preguntarse si vale la pena comprarse un producto que casi no tiene desa-rrollos argentinos, una escasa cantidad de contenidos regionales, y una pobre oferta editorial y de juegos en español.
Lo bueno
Desde que Steve Jobs creara la computadora personal a fines de los ’70, más allá de sus vaivenes, podría decirse que Jobs ha visto el futuro. El último gran salto de Apple había sido su capacidad de entender cómo se iba a trasladar Internet al mundo móvil: el iPhone, primer teléfono inteligente de hace apenas ¡tres años!; el iPod, primer soporte para escuchar música inteligente; y el iPad, la tableta estrella del año. Cada invento ocurre dentro de la estrategia verticalista de Apple, que le ha permitido controlar todas las aristas del negocio dentro su tecnología.
El iPad está pensado para la reproducción, más que para producir contenidos. Es una fabulosa herramienta de lectura, un artefacto de gran resolución para la visualización de películas, un versátil entorno de juegos y un dispositivo más de conectividad, con una base creciente de aplicaciones, concentradas, insistimos, en la reproducción. Con el resto de las computadoras de la “casa”, el iPad se comunica como un teléfono grande, se conecta a la computadora como lo hace un iPhone o un iPod. El iPad se sincroniza a través del programa iTunes, donde el usuario deberá tener una cuenta disponible, que se puede sacar gratuitamente, aunque la oferta de contenidos en ese caso es más bien limitada.
Se sabe: el iPad pesa menos de 700 gramos, almacena de 16 a 64 gigas y, según los modelos, tiene sólo conexión wifi o 3g, posee una poderosa batería que soporta cerca de diez horas, 140 horas de música y un mes en modo stand by. Desde la versión 4.2 de su sistema operativo ya se pueden usar varios programas al mismo tiempo, y se pueden crear carpetas.
A nivel mundial, la oferta de contenidos es muy poderosa: hay más de 20 mil aplicaciones desa-rrolladas para la plataforma, a lo que hay que sumar las cerca de 225 mil aplicaciones para iPhone, que también sirven en el iPad. Como se sabe, oficialmente, todas las aplicaciones se descargan desde el App Store, la tienda de productos de Apple. Las mejores aplicaciones son pagas y los precios son relativamente baratos: el juego de fútbol Pro Evolution Soccer 2011 se puede bajar por menos de 4 dólares. Hay dos grandes plataformas para bajar libros: el iBook y la aplicación de Amazon Kindle, que le permite al usuario bajar también libros desde Amazon.com. Por el uso y su entorno amigable, el iPad es además el producto perfecto para una niña de cuatro años, cansada de mirar televisión.
Lo malo
Hay que decirlo: el iPad es un espantoso creador de contenidos. Aquellos realizadores, productores, escritores, diseñadores gráficos, analistas de sistema, gerentes de finanzas, que pretendan usar el iPad como un reemplazo de una computadora personal (en el tamaño que sea), habrán gastado sus dólares en vano. El teclado que se “abre” sobre la misma pantalla cada vez que es necesario es un poco más chico que el de una netbook, y teclear sobre el mismo se convierte en algo realmente difícil. Para convertir el iPad en un objeto reproductor más o menos amigable hay que incorporarle un teclado independiente, un mouse inalámbrico y una funda protectora que sirve como soporte. El acarreo de cada uno de estos elementos empieza a complicar la mejor funcionalidad del iPad: su transportabilidad.
Además, la pantalla recubierta de un fino cristal antirroce no resiste demasiado la lectura al aire libre: es decir, aquel que piense que puede llevarse un iPad a la playa más vale que se busque una buena sombrilla. Leer bajo el sol molesta, y es un producto demasiado fino como para estar a la intemperie. En tal caso, los reproductores del Kindle (de Amazon.com) tienen un mejor tratamiento del cristal que permiten una mejor visualización de día.
Por el poco tiempo que lleva en el mercado, de las 20 mil aplicaciones desarrolladas para iPad, la oferta de libros, revistas, juegos y discos en español es confusa, escasa y de difícil acceso. Básicamente, la industria editorial de Hispanoamérica no ha podido ponerse de acuerdo en generar una plataforma que imite los modelos de negocios del iBook y del Kindle. Es más: ni siquiera en Estados Unidos la industria de la prensa gráfica puede ponerse de acuerdo con Apple para negociar un sistema de suscripciones. Apple quiere quedarse con el 30 por ciento de los ingresos de la venta de los diarios.
Hay apenas dos canales argentinos que cuentan con una aplicación para ver tele por iPad, algunos diarios han adaptado las mismas versiones en papel para ser vistas en el iPad, pero sin rediseñar el contenido, haciendo que sea difícil su navegación.
Sin embargo, lo más problemático del iPad no está sólo en los puntos marcados anteriormente sino en que el sistema operativo cerrado, junto a su autoritario modelo de negocio –sólo publica oficialmente las aplicaciones después de analizarlas–, convierten al lector en un usuario encarcelado bajo los antojos de los programadores: el iPad tiene serios problemas de compatibilidad con cualquier producto que no sea desarrollado por Apple, organiza la información según les place a los de-
sarrolladores y hay pocas opciones para cambiar las configuraciones, a no ser que el usuario quiera recorrer el sinuoso camino de la ilegalidad.
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