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sábado, 16 de agosto de 2008


La era de...

Por Esteban Magnani yLuis Magnani
“Para un hombre que sólo considera tolerable la vida manteniéndose en la superficie de sí mismo, es natural sentirse satisfecho al ofrecer a los demás sólo su propia superficie.”Paul Auster, The Invention of Solitude
En buena medida la historia de los pueblos ha estado determinada por su capacidad para hacer más eficiente el trabajo; aquel que obtuviera más bienes para su especie tendría más posibilidades de sobrevivir. El axioma cobraría otra dimensión con el advenimiento del capitalismo y la tecnología que llevaba asociada, sobre todo en lo que se refiere a aumentar la productividad de las horas de trabajo.
Según el historiador norteamericano Lewis Mumford (1895-1990), “es el reloj la clave para entender el desarrollo del capitalismo y no la máquina de vapor” (como dice su cita más repetida). A partir del momento en que el trabajo se transformó en una mercancía vendible, se hizo imprescindible mensurarla, ordenarla, fragmentarla y controlarla; de esta manera se regulaba la productividad del trabajo.
Obviamente los primeros relojes eran caros y los únicos que los poseían eran los nuevos capitalistas, que no pocas veces los alteraban para hacer trabajar más a sus empleados. Las campanas de las iglesias resultaban fundamentales para despertar a los flamantes obreros que debían abandonar el tiempo rural guiado por la naturaleza para someterse al tiempo recortado en minutos y horas.
Era el inicio del largo camino de una frase que haría historia: “El tiempo es dinero”. Su aprovechamiento sería una condición necesaria para el éxito capitalista de algunos o la supervivencia de otros. Otro ejemplo clásico del control tecnológico del trabajo es el que creó otro norteamericano, Henry Ford (1863-1947), inventor de la cadena de producción sobre la que desfilaban las partes en las que cada trabajador debía, una y otra vez, enroscar, atornillar, encastrar o perforar a velocidad continua, sin dejar escapar las piezas, como bien se ilustra en el clásico de Chaplin, Tiempos modernos.
Se podrían mencionar muchos otros hitos tecnológicos para el aumento de la productividad laboral o, como se diría en términos marxistas, del aumento de la extracción de plusvalía relativa. En los últimos tiempos, en los sectores de trabajo de elite, y gracias a la llegada de la digitalización y la sociedad de la información, como algunos gustan llamarla, lo que se logró fue una disolución de las fronteras entre los tiempos de trabajo y personales, algo que hubiera sido un sueño para el moralista Henry Ford, quien gustaba controlar a sus empleados y pagaba su altísimo sueldo de Five dollars a day (Cinco dólares al día) sólo a quienes demostraban que no lo gastarían en forma pecaminosa.
Por un lado la victoria ha sido de los empleadores: estar conectado es un valor social en sí mismo; celulares, wifi, chat, radiomensajes, telefonía IP y toda una batería de recursos on line que se consumen con fruición así lo demuestran y permiten a los modernos profesionales la sensación de una omnipresencia divina que puede satisfacer a sus empleadores... pero sólo por un lapso de tiempo.
Es que en los últimos años cada vez más empresas están notando que la excesiva conectividad de sus empleados, en vez de permitirles hacer mejor su trabajo, les impide poner el foco en su labor hasta terminarla. La capacidad de hacer múltiples tareas de una computadora no ha logrado ser emulada por su contraparte humana. En lugar de vivir la era de la comunicación, parecemos vivir la era de la interrupción.
En busca del tiempo perdido
Un nuevo campo de investigación se ha abierto recientemente para averiguar un poco más sobre el efecto de la excesiva conectividad de los empleados. Entre sus resultados hay una larga lista de estadísticas para el miedo. Algunos afirman que el 28% del día de un empleado que trabaja con información es malgastado en interrupciones que no son urgentes ni importantes y también por el tiempo que consume retomar el hilo de lo que se estaba haciendo. ¿Qué hubiera pasado con un empleado de Ford si hubiera desperdiciado tanto tiempo? La pérdida se hace más relevante cuando se la compara con el tiempo de creación productiva, en la que se incluye la redacción de emails necesarios, que es del 25%.
Las cifras para el horror estadístico se multiplican: según Rescue Time, una empresa dedicada a analizar los hábitos en el ambiente de la computación, un empleado tipo, sentado todo el día frente a su monitor, se detiene a mirar su bandeja de entrada de mails más de 50 veces y envía mensajes otras 77; en la Web, en promedio, el trabajador visita 40 sitios. Todo esto en un solo día. El resultado se obtuvo a través de un software que rastreó el comportamiento en las PC de 40.000 empleados.
Tan grave es el problema que las mismas compañías que contribuyeron a crear esta avalancha de bits viajeros han comenzado a estudiar la manera de reducirla. Grandes monstruos informáticos como Microsoft, Intel, Google e IBM, han conformado el Information Overload Research Group (Grupo de Investigación en Sobrecarga de Información), a fin de encontrar métodos que ayuden a los trabajadores a hacer frente a la marejada de bits que soportan.
Las herramientas creadas para aumentar la productividad se han vuelto, como robots que se rebelan contra sus creadores humanos, en causa fundamental de la noproductividad. Esto es, palabras más, palabras menos, lo que admitió al diario New York Times (EE.UU.) Jonathan Spira, analista jefe de investigación de la firma Basex y miembro del grupo de investigación. Tampoco dejó de recordar una máxima conocida de Silicon Valley que afirma que las compañías deben ser las primeras en hacer uso de las innovaciones que inventan, pero reconoció que se están encontrando con que eso no es nada bueno.
Mensaje inteligente
Según Gloria Mark, especialista en “Interacción computadora-humano” de la Universidad de California, muchas de las llamadas o correos electrónicos son realmente importantes y hacen a la tarea del empleado, por lo que ignorarlos por completo resultaría peligroso: de alguna manera las interrupciones son (o pueden ser) parte del trabajo. Pero, ¿cómo saber si lo que uno está haciendo es más importante antes de leer el nuevo mail o atender el teléfono?
Incluso, puede que no sea importante para la tarea, pero que sí lo sea en el ámbito emocional; por ejemplo, si viene de la pareja o una amistad. La solución no es sencilla. La información ha dejado de ser un recurso escaso; en cambio, la atención ha pasado a serlo, asegura David Rose, un experto en informática de Cambridge.
Los ingenieros en computación han empezado a pensar en algo tan improbable como la interrupción perfecta. Algo así como un mensaje con criterio propio que llame la atención del destinatario o se autopostergue hasta otro momento. Mary Czerwinski, una “experta” en el nuevo fenómeno de la interrupción, se encontró con este problema en una situación límite: astronautas ocupados en trabajar en el espacio. ¿Cómo debería hacer la NASA para enviarles un mensaje importante?
En una estación espacial se atienden docenas de experimentos y, al mismo tiempo, se monitorean los sistemas de advertencia de fallas. Si recibe una interrupción que distrae demasiado, el astronauta puede echar a perder un experimento que vale millones. Si la interrupción es demasiado suave, o sutil, puede no advertirla, con consecuencias aún peores. Czerwinski advirtió que lo crucial era la manera de hacer llegar el mensaje de interrupción y propuso un gráfico visual, estilo pentagrama, cuyos costados cambiaban de color según el tipo de problema que se estuviera enfrentando.
Gracias a esta experiencia Czerwinski fue contratada por Microsoft para investigar cómo se usan las computadoras y qué ocasiona su uso en términos productivos. Para ello creó un programa que registraba cada click del mouse y obtuvo algunas cifras interesantes: en promedio, la gente tenía unas ocho ventanas abiertas al mismo tiempo y no se detendría en ninguna de ellas más de 20 segundos. Pero lo peor es que luego de una llamada, un mensaje de chat o un mail que enciende una luz en un rincón de la pantalla, puede llevar unos 25 minutos volver a continuar la tarea que se estaba realizando.
Incluso, el 40% de las veces la tarea inicial era definitivamente olvidada por el trabajador, quien se veía arrastrado por la ola de nuevas tareas en constante aparición. Según Czerwinski el principal peligro de las interrupciones es la distracción que producen en la memoria de corto plazo, que ya no retiene qué se estaba haciendo.
Los especialistas sugieren que si resulta probable que la interrupción lleve más de un par de minutos en ser resuelta, uno se tome el trabajo de anotar lo que estaba haciendo. Es más, la mayoría de la gente que lograba una productividad aceptable aseguraba usar un sistema muy simple para mantener una lista jerarquizada de tareas. No era necesaria una moderna agenda o una palm; papel y lápiz, un simple archivo de texto o un mail recordatorio, bastan.
Otra solución, al menos parcial, es la que diseñó el “gurú” de la interrupción, Danny O’Brien, quien diseñó un programa que luego de 10 minutos de navegar la web preguntaba “¿Estás posponiendo algo?”. Sus conferencias sobre “life hacking” (algo así como una “coartada de vida”, en referencia a los sistemas que permiten filtrar interrupciones no justificadas) atraen a mucha gente y el concepto ya mereció varios sitios de Internet.
Otro de los problemas de las relaciones digitales es que uno no sabe hasta qué punto está interrumpiendo al enviar un mensaje. Cuando se trabaja al lado del compañero es muy probable que el lenguaje corporal indique si es el momento de interrumpirlo o no. Por eso, Gloria Mark propone un sistema informático que sea equivalente: las máquinas almacenarían los mensajes hasta que uno considere que es el momento oportuno y se disponga a verlos.
La salida es una alternativa tecnológica a lo que se hacía hasta hace unos años al conectarse especialmente por teléfono para bajar mails o lo que se podría hacer ahora simplemente cerrando el servicio de correo hasta que se tenga tiempo de leer los nuevos. Pero... ¿y si llega uno realmente importante?
Uno de los asistentes de Czerwinski en Microsoft diseñó hace ya varios años un programa de correo electrónico llamado Priorities que establece prioridades para los mails y los va enviando de acuerdo a lo ocupado que está el receptor. Según Czerwinski el sistema le permitió tres horas de trabajo ininterrumpido.
Otro sistema desarrollado por su equipo busca conocer los patrones de trabajo del sujeto y prever su comportamiento para analizar si es un buen momento para interrumpirlo. Por ejemplo, un programador que lleva cierto tiempo digitando en su teclado es probable que esté concentrado y lo mejor sea dejarlo seguir hasta que haga un alto para chequear mails, algo que suele ocurrir con una frecuencia previsible. Luego de un tiempo de estudio, el software conoce a su usuario y está listo para decidir cuándo vale la pena interrumpirlo.
El problema entonces es el criterio, un bien que parece patrimonio exclusivo de los seres humanos pero que cada vez resulta más vital emular desde un sistema informático capaz de digerir el monstruoso volumen de información en constante arribo.
Amor a la interrupcion
Pero, ¿es necesaria tanta tecnología para apagar tanta... tecnología? Al fin y al cabo, no debería ser tan difícil reducir la lista de contactos en el chat, apagar el celular cuando se requiere concentración y un par de medidas por el estilo. ¿Por qué cuesta tanto?
Tal vez lo peor sea la adicción a estar conectado que se genera y la tendencia a creer que la capacidad de hacer varias tareas simultáneas es también una capacidad humana. Guillermo Movia, representante argentino de Mozilla, cuenta que en las reuniones generales de la organización en San Francisco la mayoría de los asistentes van con su notebook y contestan mails mientras “participan” de la discusión. Cada vez más la información circula fragmentaria, parcial y el feedback es tan entrecortado que no sería de extrañar que nadie sepa bien de qué se está hablando.
En la larga historia de la organización del trabajo, quizá nunca se haya visto un éxito tan rotundo en la aceptación de acicates tecnológicos que no saben de respeto por el tiempo y los horarios personales. Todo debe acometerse con igual urgencia. Pero también quizás esta sea la victoria más pírrica imaginable: la era de las telecomunicaciones ha permitido perder tanto tiempo como el que permitió ahorrar.
Y esto explicaría también por qué la prometida revolución productiva digital nunca ocurrió tal como se la auguraba en sus comienzos, cuando se la comparaba con el impacto que generaron la máquina de vapor y el tren. Es cierto que las computadoras y la omnipresente Internet permiten acciones que hoy resultan imprescindibles, pero también lo es que facilitan muchas que no lo son.
El nuevo fenómeno no hace sólo al aspecto profesional de la vida sino también al personal. Las charlas con amigos se ven interrumpidas por mensajes breves que dicen poco o nada, llamados al celular, luces que se encienden en las palms. Ninguna charla sobrevive más que hasta la siguiente interrupción, sin poder profundizarse, haciéndonos vivir siempre en la superficie de las cosas, en la superficie de nosotros mismos.
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