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sábado, 31 de enero de 2009

· La multiplicacion de la mala onda generalizada tiene explicacion
· Causas del mal humor argentino
· Así como los ciclos de bonanza mejoran nuestro ánimo social y los de crisis lo empeoran, existen razones culturales y aspiracionales que explican el ya casi natural desasosiego made in Argentina, más allá de geografías, clases sociales y gobiernos.
· Por Manuel Mora y Araujo
· En la Argentina se palpa el mal humor. Estos días eso es evidente como en casi cualquier lugar del mundo. Lo peculiar de la Argentina es que el mal humor es una constante, a veces interrumpida ocasionalmente; que renace y se instala bajo circunstancias muy diversas. Somos un pueblo ciclotímico, oscilamos entre el pesimismo y el optimismo, entre la mufa y la euforia. Vivimos como si los buenos momentos –ciclos generalmente cortos, de pocos años– fueran regalos ocasionales de la providencia, que hay que disfrutar porque inexorablemente terminan para dejar paso al país de siempre, el que no funciona, el que no va a funcionar.
· Tristeza nâo tem fin. ¿De dónde vienen ese mal humor, ese pesimismo, esa suerte de impotencia colectiva? He oído decir que un filósofo europeo, de visita en la Argentina hace como ochenta años, concluyó: “Este es un pueblo triste”. Los argentinos tendemos a pensar lo mismo.
· Una década atrás pudimos realizar un estudio de opinión pública para conocer la imagen que tenemos los argentinos de nuestro país vecino, Brasil. La mayoría coincidía en una percepción: los brasileños son un pueblo alegre, nosotros no; los brasileños tienen fuerza vital, nosotros parecemos vivir la vida más resignadamente. Los brasileños pueden, nosotros no. Somos cordiales, somos amigables, somos simpáticos (los extranjeros lo constatan), pero la mufa nos persigue y nos domina.
· Desconfiados por naturaleza. Los argentinos vivimos la ciudadanía con profunda resignación, sin confiar en las instituciones, ni en los dirigentes, ni en las organizaciones representativas. Protestamos con facilidad; eso sabemos hacerlo. Y cuando no protestamos estamos de mal humor.
· Pienso que ésta es una de las caras de un fenómeno complejo, la anomia argentina, la falta de cumplimiento de las normas enraizada como un hábito en nuestra cultura. El argentino prototípico reconoce que no cumple infinidad de normas, desde las más cotidianas hasta las más fundamentales; y lo reconoce con menos culpa que sentido de la fatalidad: no se puede cumplir, los demás no pueden, uno mismo no puede; y eso se vive con un sentimiento de frustración. Sería mejor que no fuera así, pero no lo podemos modificar. Sería mejor que el país no fuera como es; pero no podemos cambiarlo.
· De mal en peor. ¿Cuánto agrega a ese estado de ánimo la presente crisis? Sin duda algo. Pero el humor venía ya caldeado. Los temas visibles son los de siempre: inflación, el gran estigma argentino; la creciente inseguridad, el gran drama de la última década; esa sensación pregnante de que se acabó un buen ciclo y volvemos a lo de siempre.
· La crisis contribuye a ese clima y lo aumenta: los temores pasan por un recrudecimiento de la inflación (que empieza a ser tangible en los servicios públicos), por un retorno al alto desempleo (el gran logro de la presidencia de Néstor Kirchner), por no poder pagar deudas y mucho menos endeudarse y consumir.
· Consumir o no consumir. En la problemática del consumo se encuentra otra de las claves del humor argentino. Las estadísticas sugieren que el impacto de esta crisis llega a la Argentina atenuado, en comparación no sólo con los países centrales del mundo desarrollado sino también con otros de América latina, como México e incluso Brasil.
· Pero una encuesta de IPSOS realizada en 22 países del mundo muestra a la Argentina al frente en un indicador sintomático: la reducción del gasto en los hogares por efecto de la crisis. En qué medida es esto sensación o realidad, cómo califica nuestra sociedad al lado de otras, es menos relevante que la percepción misma.
· Los argentinos gastamos mucho; solemos gastar por encima de nuestras posibilidades. Consumir es el camino para llenar los vacíos y las insatisfacciones de otros planos de la vida colectiva. No poder consumir produce mal humor y fastidio.
· El poder de la clase media. La Argentina es, desde hace un siglo, una sociedad de clase media. El hecho impresionante, abrumador, de que somos uno de los pocos países del continente que hoy tiene más pobres que algunas décadas atrás no modifica ese otro rasgo incontestable: somos una sociedad de clase media por el estilo de vida y las aspiraciones de sus habitantes, por la cultura vigente, por su tradición secular de movilidad social (que ya se perdió, pero sigue en el centro de las expectativas sociales). Una sociedad que sólo se concibe a sí misma viviendo con un estilo de vida de clase media, cuyo eje es el consumo.
· En las barriadas pobres de las grandes ciudades la pobreza agobia y, para quien la mira desde afuera, frecuentemente espanta. Pero también es cierto que en esos enormes nichos de pobreza se va gestando la emergencia de una nueva sociedad de consumo.
· Quien pasa por la Autopista Illia, a la altura donde atraviesa la Villa 31, no puede dejar de observar un fenómeno llamativo: edificios que crecen, antenas parabólicas, comercios que prosperan, una sociedad de intercambio y un mercado más parecidos en su desapego a las normas “oficiales” a aquellos que hace décadas describió en Lima Hernando de Soto, que a los que conoce la consolidada clase media argentina.
· En esos ambientes también se consume, se vive para consumir –lo que se puede, claro– y se padece la misma frustración cuando las circunstancias conspiran contra la posibilidad de hacerlo.
· Sin adaptación a los cambios. La clase media argentina es el producto de varias generaciones, cuyas raíces están en el aluvión inmigratorio y que experimentaron alta movilidad ascendente en una sociedad abierta a lo largo de gran parte del siglo XX.
· Con los años, la economía argentina se estancó, el mundo cambió, el país no se adaptó al ritmo de esos cambios, pero la clase media imaginó que su nivel de vida no cambiaría. Cambió, desde luego, y eso tiene que haber contribuido al mal humor argentino.
· El argentino promedio, cincuenta o sesenta años atrás, se comparaba favorablemente con el español o el italiano promedio; los parientes europeos transmitían ese mensaje.
· El argentino de hace treinta, veinte o menos años parecería que en algún lugar de su mente mantiene la idea de que en la vida debería tocarle lo mismo que reciben los españoles o los italianos de ahora, aunque el producto por habitante de estos últimos es hoy cuatro veces superior al nuestro.
· Cultura inflacionaria. Esa idea notable, impermeable a las evidencias más duras de la realidad, explica que la Argentina sea el país con la más alta tasa media de inflación del mundo en el período 1946-2008.
· Hacia 1989 la sociedad estalló en un clamor antiinflacionario –que era novedoso– y hasta hoy sigue siendo muy sensible a la inflación.
· Pero antes de entonces, la sociedad argentina convivió con esa inflación devastadora, presumiblemente porque era el único modo de mantener la ilusión de un nivel de vida superior al que la realidad material podía sustentar.
· La Argentina vivió durante décadas –y sigue viviendo– en medio de una impresionante brecha entre las aspiraciones de la mayoría de la población y la capacidad de producir la riqueza necesaria para satisfacerla.
· La inflación y la pobreza crecientes son consecuencias inexorables de ese modelo; pero aun así, los recursos no alcanzan, y la clase media vive frustrada y malhumorada.
· Shocks de confianza. El mal humor se mitiga con los ocasionales shocks de confianza. Regularmente esos shocks tienen que ver con los cambios políticos, con la asunción de nuevos gobiernos. A veces –las menos– están relacionados con los ciclos de bonanza económica.
· Para la Argentina, esos ciclos normalmente se originan en los precios de las commodities agropecuarias; curiosamente, la sociedad argentina parece haber descubierto cuánto depende de su sector agropecuario recién en el año 2008, aunque el fenómeno es exactamente el mismo desde hace unos 130 años; y eso porque su gobierno se mostró dispuesto a esquilmar a esa vaca lechera en una medida que terminaba afectando a toda la sociedad.
· Los ocasionales golpes de confianza no alcanzan para modificar las cosas. Duran lo que duran los ciclos económicos favorables, o lo que tardan en desgastarse los nuevos gobiernos una vez que alcanzaron con algún grado de éxito sus metas iniciales.
· Esos vaivenes del sube y baja, cuando acercan a la sociedad a un clima de optimismo, son no más que un respiro. Y la mayoría de la gente así lo siente: el mal humor duerme una siesta, pero está ahí para volver a despertarse en cualquier momento. Como ahora.

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