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domingo, 25 de julio de 2010

Cada vez más nos venden y compramos el acoso publicitario
PorMarcelo A. Moreno
Hola, ¿el señor Moreno? -Sí -Le hablo de su compañía telefónica para ofrecerle una conexión ...
-Vea, no me interesa ninguna clase de oferta.
-Pero nosotros tenemos que hacérsela.
-Le repito, no me interesa.
-¿Lo podemos llamar en otro momento? -Por favor, no.
-Mire, señor, hasta que usted no escuche nuestra oferta nosotros seguiremos llamándolo. Una vez que usted la atienda podrá decirnos si le interesa o no.
Me defendí como pude.
Le dije que era un abuso, una invasión intolerable a mi privacidad. Que me obligaban a perder el tiempo. Amenacé vanamente con hacer una denuncia en Defensa del Consumidor. Indignado, harto, corté. Al día siguiente, a la misma hora, volvieron a llamar.
Cada vez más inadvertidamente nos acostumbramos a vivir bajo el ininterrumpido bombardeo propagandístico . Nuestra situación es la de alguien que trata de hacer algo -o, pongámosle, nada- mientras otros tratan de venderle incesantemente cosas por lo general innecesarias. Y no es sólo una imagen.
Si abro el mail, la mayoría de los mensajes que recibo tratan de venderme algo.
Daré sólo la lista parcial de los se acumulaban en mi casilla ayer a la tarde: una suscripción a una revista, una podadora ultraveloz, un inventario de juguetes eróticos, clases de yoga, un servicio de desratización, vinos diversos, una dieta para adelgazar, un programa de software para maxikioscos, un taller de gerencia política (?), descuentos por compra telefónica asociada a un banco, un departamento en alquiler en Barrio Norte, vacaciones en un hotel de Tanti, videos sobre OVNIS, cruceros a Miami, un taller de teatro sobre la figura del clown, aire acondicionados varios, un curso de formación para secretarias ejecutivas, la promesa de salvación eterna si adhiero a cierta creencia. Y el colmo: también, miles de direcciones mails con el fin de llegar de manera directa a una selecta clientela para ofrecerle productos. Es decir, un catálogo de víctimas.
Cuando me llega correspondencia, si se trata de facturas, casi indefectiblemente vienen acompañadas de folletos que me hacen ofertas. Desde un crédito ya acordado en un banco - crédito que desde luego no pedí, pero que un gerente a quien no conozco con su firma me extiende - hasta las más variadas propuestas que me hace una tarjeta de crédito: viajes, bolsos de viajes, computadoras, cafeteras eléctricas, mantas polares, para seguir comprando con la tarjeta, todo a los mejores precios, claro, y en comodísimas cuotas.
Si salgo a la calle, no sólo soy atacado por la polución visual de los avisos publicitarios.
A cada rato, si transito por un lugar céntrico, alguien me encaja un volante : desde los que ofrecen cursos de lectura veloz hasta los que venden oro, pasando por los que promocionan servicios de señoritas de ensueño para no charlar sobre Shakespeare. Si entro en un bar o en un comercio cualquiera, me topo con carteles que promocionan los productos más diversos.
No bien prendo la tele o la radio, abro un diario o una revista, me llueve una ducha de avisos . Si miro un partido de fútbol, a los costados de la cancha veré publicidades, lo mismo que en las camisetas de los jugadores. Si me interno en una página Web, los avisos aparecen al costado de los textos o integrados a ellos.
Si entro a un shopping, soy blanco de fuego a discreción, una tormenta perfecta.
Tengo un amigo que sostiene que le gusta tanto el campo porque aún las vacas, los árboles y los arroyos no consiguieron sponsors.
No así las carreteras que conducen a esos fragmentos de paraísos perdidos, llenas de anuncios.
¿Y cuál es la novedad? Acaso sólo que este invasivo acoso es cada vez más sofisticado, más extendido y más intenso.
Y ese aluvión artificial persiste con toda naturalidad, insensiblemente . “Las cadenas del hábito son en general demasiado débiles para que las sintamos, hasta que son demasiado fuertes para que podamos romperlas” escribió hace unos siglos, con su tan desarrollado hábito de la lucidez, el doctor Johnson.

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