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martes, 10 de junio de 2008


La violencia posmoderna
La hostilidad ya no emerge como un medio para otros fines, sino que estalla sin ideología ni estrategia. La paranoia social como multiplicador de este fenómeno contemporáneo.
Por Silvia Ons *
no de los síntomas más relevantes de nuestra contemporaneidad es, sin duda, el fenómeno de la violencia. Ella se acrecienta día tras día, pulula por doquier y, aún sin ejecutarse, se hace presente como una sombra que amenaza la cotidianeidad de nuestra existencia. Respiramos un aire violento, la violencia callejera, la doméstica, la de las noticias que trasmiten los medios, la de los medios mismos con su tinta roja, la política con su gusto por confrontar, la social, la escolar, la juvenil la criminal, la de las guerras, la terrorista, etc.
Se dirá que la violencia ha existido siempre. Basta recordar, en los albores de la modernidad, el concepto de “contrato social” creado por Thomas Hobbes que considera que el hombre liberado a sí mismo es el lobo del hombre (homo hominis, lupus). Es necesario refrenar tal impulsividad que hace de la sociedad humana una formación de individuos dominados por ambición de mando y dominio.
En el “Leviatán” (1651), describe que “en su estado natural, todos los hombres tienen el deseo y la voluntad de causar daño” de modo que hay –cuando menos, en principio– una constante “guerra de todos contra todos” (bellum omnium contra omnes). El fin de dicho estado, y con él, las condiciones para que pueda existir una sociedad, surge mediante un pacto por el cual cesan las hostilidades y los sujetos delegan sus derechos. Tal renuncia permite el establecimiento de una autoridad que está por encima de ellos, pero en la cual se sienten identificados.
Dejando en este caso a un lado el absolutismo que podría derivarse de tal desenlace, importa destacar en este planteo dos cuestiones que considero relevantes. Por un lado, que la exacerbación de los derechos individuales llevaría más bien al no respeto por los del otro, y por otro, la importancia de que los sujetos se sientan medianamente reconocidos por el gobierno que los representa; caso contrario, existiría un aumento de la violencia. Estos dos aspectos suponen –a mí entender, como base– una creencia: una creencia en un bien común, una creencia en la autoridad a quien se delega. Quizá tal requisito nos permita pensar en la violencia “posmoderna”, llamo así a aquella que se infiltra dondequiera como violencia ubicua que prefigura al mundo mismo. Tal imperio también se manifiesta en que ella no emerge como medio para otros fines –que irían por ejemplo desde ganar una guerra y ser fiel a una nación, hasta obtener un bien como en el robo–, sino que ella estalla a veces careciendo de estrategia, permitiendo dicho corriente de “la violencia por la violencia misma”. Es que esta violencia suele navegar en el sinsentido en la medida en que está desprovista de marcos que podrían, imaginariamente, otorgarle una razón, ella prolifera habitualmente huérfana de ideología y en el plano delictivo sin código. Desprovista de los encuadres que, en cierta forma la acotarían, desmadrada de fines, su irrupción intempestiva no tiene cauce. No sólo la vemos dirigirse hacia el semejante, sino que, por momentos vuelve sobre el propio sujeto: los numerosos accidentes ocurridos en los últimos meses en nuestro país lo demuestran. Desgracias ocasionadas, en su mayoría, por una falta de previsión, por la suposición de que todo es posible, por esa falta de límite con el que vivimos, que conduce al abismo donde se nutre el pánico.
Desplegaré, a continuación, de qué modo uno de los aspectos de la “violencia posmoderna” se monta en la paranoia social, que surge como producto de la devaluación de los valores y de la incredulidad resultante de tal declinación.
La época
Hace ya más de diez años, Jaques Alain Miller y Eric Laurent caracterizaron esta época como la del momento del “Otro que no existe”, época signada por la crisis de lo real. En una primera formulación, definieron a esa inexistencia como la de una sociedad marcada por la irrealidad de ser sólo un semblante. Asistimos a un proceso de desmaterialización creciente de lo real en el que los discursos, lejos de estar articulados con este, se separan de su cuerpo para proliferar deshabitados. Cuando advertimos que las palabras no tienen contenido, nos estamos refiriendo a este proceso.
La sospecha que existe un abismo infranqueable entre lo que se dice y lo que se hace, gobierna nuestra mirada frente a los otros. ¿A quién creerle si la impostura es la que rige el mundo? Lo real de la cosa se escabulle de tal manera, que las palabras van por otro carril, pierden su estatuto de valor, para devenir en meras apariencias. Tal desvinculación parece ser el signo de nuestro tiempo. El poder ha perdido legitimidad y la ética se limita a pregonar valores inmutables, como una suerte de tribunal de la razón atemporal e independiente de la experiencia: un anacronismo. Hoy se invoca a la ética, apelando así a una función reguladora de las fuerzas científicas, mediáticas, políticas. Esto refiere a la separación radical entre la ética y los dominios mencionados. Si el poder debe ser sopesado, ello se debe a su desarraigo de la ética. En efecto: la ética no está en su ejercicio. Ahí el signo de su ocaso.
La ética se extingue cuando, lejos de ser la práctica de un poder, se circunscribe a limitar su ejercicio, delatándolo. La ética no es discurso aleccionador, antes es, por excelencia praxis y ello remite a la raíz del vocablo, ya que “ethos” es costumbre de- pauperizada por la moral de los “valores”. Considero que la separación entre ética y poder hace a la ineficacia de la ética y a la deslegitimación creciente del poder. Es decir, una ética pura que no consienta en mezclarse con la conducción, perece inevitablemente en la medida en la que se divorcia del acto y, un poder sin ética es un poder sin autoridad. Podemos recordar aquí la observación de Lacan, cuando dice que la impotencia para sostener una praxis se reduce, como es corriente en la historia de los hombres, al ejercicio de un poder. La ética pues no es palabra vana, ella abreva en el accionar mismo, y la expropiación de este real resulta fundamental para entender el poder sin legitimidad de nuestros tiempos, ya que tal sustracción barre el suelo que le daría autoridad genuina. Mundo en el que los semblantes proliferan, careciendo de consistencia ya que no tiene la vida la vida les daría anclaje.
“El Otro que no existe” puede muy bien vincularse con la muerte de Dios, anunciada por Nietzsche. Pero ¿qué significa esta muerte? La devaluación de los más altos valores que ha reverenciado Occidente a lo largo de más de 2.000 años, es decir, el advenimiento del nihilismo. Silvio Maresca se interroga acerca de las implicancias de la devaluación de un valor y considera que demasiado rápidamente asimilamos este proceso a una destrucción física, a una simple desaparición. Una vieja ontología “cosista” guía nuestra mirada, impone aquí de nuevo su ancestral perspectiva. Sin embargo, el valor devaluado continúa existiendo, se sostiene impertérrito dentro del círculo de visibilidad, hasta es invocado con más frecuencia e intensidad... sólo que ya no vale, es decir, se revela incapaz de galvanizar las energías humanas, incapaz de ordenar, en el doble sentido de mandar y de estructurar un orden. En NOTICIAS del 26 de abril del 2008, dice: “… El valor devaluado no tiene por qué desaparecer de súbito, como el billete devaluado, puede permanecer largo tiempo allí, entre nosotros, sólo que ya no vale, pierde su función. Así invocamos constantemente la justicia, el bien, la belleza, la verdad, la unidad, el ser, pero nuestras actitudes y conductas no se orientan ya por ellos”. El hiato que se genera entre el valor y la conducta cuando ambos se separan es la esencia de la corrupción, y esa distancia genera la incredulidad respecto del valor mismo, un valor que ha devenido en este sentido, un puro semblante.
El sociólogo de moda Zygmunt Bauman explora la extrema fragilidad de los vínculos humanos en la sociedad actual en la que la gente tiene una gran avidez por estrechar lazos, pero al mismo tiempo, desconfía de una relación duradera por el compromiso que implica. Es por ello que el término “relación” ha sido sustituido por “conexión”, es que las conexiones vía red pueden ser disueltas por ser virtuales y, a diferencia de las verdaderas relaciones, son de fácil acceso y salida. Así, el arte de romper las relaciones y salir ileso de ellas, con pocas heridas profundas y sin marcas, supera ampliamente el arte por componer relaciones. La moderna razón líquida ve opresión en los compromisos duraderos, y los vínculos durables despiertan la sospecha de una dependencia paralizante. El “homo faber” ha sido sustituido por el “homo consumes”, el otro deviene objeto consumible y prontamente desechable, evaluado según la cantidad de placer que pueda ofrecer, de acuerdo con el índice “costo-beneficio”. Concluye, entonces, Bauman que el amor en esta modernidad líquida llevará esa herencia y será…. un amor líquido. Sabemos que este sociólogo ha escrito varios libros inspirados en esa palabra que, cual comodín, permite explicar una multiplicidad de fenómenos: Modernidad líquida, Vida líquida, Amor líquido, Miedo líquido, Tiempos líquidos.
Llamativamente, Bauman no liga su hallazgo con lo ya pensado por Nietzsche, cuando describió la decadencia de la civilización occidental con el nombre de nihilismo. La muerte de Dios, la devaluación de los valores reverenciados históricamente, genera necesariamente un estado fluido donde lo sólido metafísico no puede ya sostenerse. El nihilismo nombra la caída profunda, la errancia de la falta de fundamento en la que se apoyaban los sistemas especulativos y morales. ¿No había ya augurado Nietzsche que el final de la metafísica inhibe el impulso para empresas de largo aliento, ya que la evaporación de un cimiento sólido impele al sujeto a lo breve, lo efímero, lo fugaz? La inquietud del hombre moderno surge del hundimiento de la tradición, ya nada es vinculante ni tan siquiera el territorio natal. El sentimiento dominante hoy en día es lo que los alemanes llaman “Unsicherheit” que usa Bauman, porque dada su enorme complejidad nos obliga a utilizar tres palabras para traducirlo: incertidumbre, inseguridad y vulnerabilidad. Si bien se podría traducir también como “precariedad”. Es el sentimiento de inestabilidad, asociado a la desaparición de puntos fijos en los que situar la confianza. Se evapora la confianza en uno mismo, en los otros y en la comunidad.

El cinismo
Ese nihilismo permite también pensar en el cinismo “posmoderno” y diferenciarlo del antiguo. Recordemos a esa escuela fundada por Antístenes cuyo mayor discípulo fue Diógenes de Síncope. Tal movimiento –o más bien “secta” al decir de Diógenes Larcio– rechazaba el placer entendido como búsqueda y como trabajo impuesto por la cultura, lo mejor era vivir en soledad, lejos de la civilización. El cínico repudiaba las instituciones sociales, despreciando lo estimado generalmente por los hombres, su hedonismo era autoerótico, negador del valor de la ley social. La fama de Diógenes atrajo a Alejandro Magno, que le propuso que le pidiese lo que deseara y él le respondió que se apartase del tonel en el cual vivía, ya que le tapaba el sol y le hacía sombra. Esta anécdota muestra a las luces el profundo sentido del cinismo antiguo en el no querer nada, salvo que se retire la sombra del otro, estar por encima de Alejandro, el gran amo, prescindir de los anhelos fijados por la cultura. Tal vez por ello se comenta que Diógenes, a plena luz del día, salía por las calles gritando: “Voy buscando un hombre verdadero”, quizás un hombre desasido de los vestidos mundanos como máscaras mentirosas.
Vayamos al cinismo epocal para comprobar también su diferencia con el antiguo. El cínico posmoderno tampoco cree en las máscaras sociales, sabe que detrás de ellas no hay nada más que la búsqueda de dinero, poder, fama; pero, en las antípodas de Diógenes, las utiliza a sus anchas con fines totalmente utilitarios. El cínico no se retira del mundo como el de otrora, se adapta a un mundo hecho de ficción donde sólo importa el provecho personal y se hace uso de los valores sociales como meros disfraces instrumentales. Jamás hubiera rechazado la sombra de Alejandro, habría, por el contrario, hecho uso de ella, no creyendo en el valor heroico de sus hazañas.
El cinismo posmoderno se vincula con la idea de que ese semblante no apunta ya a ningún real, y lo que vale es su lugar como valor de cambio. Como si el valor de uso hubiese sido desterrado por completo. La expropiación de lo real del semblante trae consigo la disolución de la diferencia, la extinción de la alteridad, la abolición de la no identidad. Este fenómeno ha sido magníficamente expresado en el tango “Cambalache”: “Hoy resulta que es lo mismo / ser derecho que traidor / ignorante, sabio o chorro, / generoso o estafador... / ¡Todo es igual! / ¡Nada es mejor! / Lo mismo un burro que un gran profesor. / No hay aplazaos ni escalafón, / los ignorantes nos han igualao. / Si uno vive en la impostura / y otro roba en su ambición, / da lo mismo que sea cura, / colchonero, Rey de Bastos, / caradura o polizón”. Maravillosamente, Discepolín ha preanunciado la posmodernidad como lugar donde desaparecen las fronteras.
La paranoia social, la incredulidad y la violencia
“El Otro que no existe” genera, entonces, subjetividades cínicas, no incautas, desengañadas, el Otro no es tanto el lugar donde una verdad puede emitirse, ya que lo que lo anima es un goce que provoca siempre desconfianza. La incredulidad relativa al valor de la palabra, corre paralela a la certitud respecto a lo que hay “detrás” de esa palabra. Así, la misma paranoia social montada como defensa frente a la violencia termina alimentándola. Asistimos a un momento en el que los otros pueden transformarse súbitamente en enemigos, porque son potenciales adversarios, cualquier indicio basta para generar sospechas, la inseguridad de la que todos hablan está montada en la seguridad en un mundo habitado por intenciones malévolas. Claro que algunas veces el mal radique, al decir de Hegel, en la misma mirada que ve siempre el mal. La película “Vidas cruzadas” (“Crasch”), de Paul Hagáis, indica de qué modo todos los personajes pueden caer en una suerte de paranoia social, se dirá que la realidad es la que conduce a ella, sin duda, pero lo que el filme (tan cercano a las últimas tragedias desencadenadas en nuestro país) muestra es una sucesión de calamidades producidas por suposiciones erróneas. Sin ir a tales catástrofes extremas: ¿no notamos, acaso, de qué forma los discursos se sobreentienden inmediatamente al ser confinados al grupo partidario de donde supuestamente provienen, a los intereses que los gobiernan, a los propósitos implícitos que los empujan?
En el Seminario “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, dice Lacan que, en el fondo de la propia paranoia, tan animada en apariencia por la creencia, reina el fenómeno del “Unglauben”. El sustantivo que utiliza Freud en alemán para designar esta “incredulidad de origen” del sujeto paranoico es “unglaube”, que corresponde a la negación de “glaube”, que significa fe y creencia. Fue Freud el que introdujo este término para explicar el mecanismo de la proyección, que es típico en esta afección. Se deniega creencia a un eventual reproche interno, atribuyéndole al prójimo el displacer que ese reproche genera. “El elemento que comanda la paranoia es el mecanismo proyectivo con desautorización de la creencia en el reproche”. La proyección implica no fiarse del inconsciente, rechazarlo, mantener lo que emerge de su fuente, lejos del yo. Es interesante que Freud evoque en este mecanismo una posición subjetiva que desautoriza una creencia, diciéndonos con esto que las formaciones del inconsciente suponen una creencia para ser reconocidas, caso contrario es arrojado “al mundo exterior el sumario de la causa que la representación establece”.
Tanto Freud como Lacan nos indican que el paranoico no cree en algo diferente a su yo, ya que –en término lacanianos– para que exista creencia es preciso que también exista división subjetiva, es decir, que el yo admita un orden que lo traspasa. Entonces, podemos pensar que la incredulidad contemporánea es paralela a la égida del yo como punto de referencia de los acontecimientos. No hay creencia, sino certeza relativa a la malignidad de los otros, Lacan nos enseña que cuanto más declina la primera, con más fuerza se instaura la segunda. Si en su obra definiría para la paranoia al goce identificado al Otro ¿ello mismo no revela que cuando no se cree, lo que anima el vínculo es la certeza relativa al goce del Otro? Así, la incredulidad posmoderna, puede darse la mano con el fundamentalismo más extremo, como aquel donde anida la violencia.
* Analista miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis.

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