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miércoles, 26 de octubre de 2011

nota

EL ESPACIO GIECI DE LA COMUNICACIÓN INSTITUCIONAL

Arte, palabra y signo en la comunicación


“Las palabras, como es bien sabido, son enemigas de la realidad”, escribió Joseph Conrad. Joan Costa reflexiona, desde otra perspectiva intelectual, la del comunicólogo, en este soberbio ensayo, sobre el mismo tema. Las palabras, enseña uno de los fundadores del Grupo de Estudios de la Comunicación Institucional (GIECI), son acreedoras del lenguaje por excelencia: el habla. “La palabra nace del hombre y el hombre nace con la palabra”, resume Costa.
  • FotoJoan Costa: "La palabra es la que hace del ser un ser social. Así se tejen los lazos que configuran una comunidad".

Empezamos a ser humanos en la medida que designamos las cosas en ausencia de ellas mismas, mediante sonidos fónicos codificados. Las cosas del mundo hechas palabras. Que son otra especie de cosas en un mundo distinto. Humano.
Las palabras son signos, y como tales significan y designan. Designar, designio tienen la misma raíz común: la palabra latina signum, que engloba las nociones de “signo” y “significado” -y está también en el origen del término “diseño” y design. Designar es señalar las cosas nombrándolas. Señalarlas por medio de signos verbales inventados y transmitidos por la cultura.
Las palabras están ligadas a las cosas y al pensamiento. Ellas establecen las relaciones entre los individuos, y las de estos con las ideas y con las cosas del entorno. La palabra es la que hace del ser un ser social. Así se tejen los lazos que configuran una comunidad. Y ellos existen por aquello que sus miembros tienen en común: una lengua, un entorno, una cultura, un sentido identitario.
Simbolización
Las palabras son también símbolos por el modo en que funcionan con las personas para significar. Las palabras son signos fónicos. Sonidos del habla; que son transcodificados en signos gráficos. Así, las palabras solo existen al ser pronunciadas. O leídas en silencio. O recordadas. Es entonces cuando ellas toman forma y sentido.
Con esos sonidos y su transcripción en signos de la escritura nosotros nos referimos a las cosas. Pero las palabras no tienen relación causal ni directa con esas cosas que designan, ni poseen semejanza formal ni perceptiva alguna con ellas. Las palabras no están en la naturaleza ni en las cosas, ni surgen de ellas. Por eso son símbolos.
Cada cosa -real o imaginaria- tiene un nombre que el hombre, ser simbólico, le ha dado en herencia a otros hombres. Cada cosa -real o imaginaria- tiene una forma -sonora o gráfica y mental- por la cual se hace presente a la conciencia. Es la forma lo que aparece a los sentidos y a la memoria.
Una pulsión irrefrenable del homo emergente (prehistórico) es la de imponerse a la naturaleza. Ejercer algún dominio, algún control sobre aquello que se le escapa: las cosas que ha visto y ha sentido; las que ha imaginado y las que puede llegar a comprender, o que nunca podrá comprender. Es decir, aprehender mentalmente, y retener las cosas del mundo a las que el ser dota de sentido por el desdoblamiento simbólico.
Abstracción
Tal desdoblamiento de lo real y lo imaginario en elementos simbólicos es obra de un cerebro complejo: sapiens. ¿Las cosas son lo que objetivamente son o lo que psicológica y culturalmente significan? Al mismo tiempo que son, son ambas cosas, en la misma medida que se muestran a los ojos, también expresan y ocultan lo que simbólicamente sustituyen. Son símbolos de sustitución.
Hay en este proceder simbólico humano un enorme poder de abstracción.
Un modo de abstraer la realidad es dar un nombre a cada cosa, y así poder manipularlas por el pensamiento y el habla sin tocarlas. Ese acto de bautismo implica un proceso de abstracción básico y fundamental por el cual, en la medida que lo compartimos, comprendemos el mundo. Abstraer es separar, extraer artificialmente (mentalmente) las cosas reales del complejísimo continuo espacio-temporal en el cual existen, en el mismo acto de percibirlas.
Y de este modo, separando la forma del fondo, desciframos el mundo en unidades simples de un sinfín de cosas y de sensaciones.
Otro modo de abstracción es mirar, o recordar, la forma sensible de las cosas y trazar sus contornos sobre un soporte para fijarlas en él y retenerlas. Ese trazado, ese dibujo simplificado, es el producto de reseguir mentalmente el contorno que encierra cada cosa, aislada de su contexto. Pero las cosas de la realidad no tienen líneas ni contornos. Las líneas y los contornos están en nuestras cabezas. La forma de las cosas es tridimensional, volumétrica o táctil, pero ningún contorno lineal las dibuja. La forma dibujada, la línea que la traza o el contorno que la encierra no están en la naturaleza; no están en las cosas, sino en la mente. Exactamente igual como lo están las palabras.
Hay en el dibujo figurativo tres niveles de abstracción. El primero es cuando el prehistórico aisla en la memoria el bisonte real del continuo espacio temporal en el que existe, y lo traslada a la imaginación simbólica. En este nivel de conciencia, el animal bisonte es muerte para el hombre indefenso y es vida para el cazador hambriento.
El segundo nivel de abstracción reduce el animal bisonte a una forma mental estática, una matriz: su silueta. El animal desmaterializado en el pensamiento dictará el dibujo de su perfil.
La tercera abstracción es este trazado, este contorno imaginario dibujado sobre la roca con un pedazo de carbón. Esa abstracción final es absolutamente ajena al animal bisonte -como las palabras lo son a las cosas-. Este dibujo es energía biológica -mental y gestual- traducida en el gesto trazador que crea la línea.
La línea es a su vez un producto de la abstracción; ella tiene vida propia con independencia de las cosas de la realidad. Y tiene el sentido que sapiens le da en ese gesto, no vital, sino lúdico o gratuito, que no procura la supervivencia del prehistórico sino la del bisonte plasmado sobre la roca. Las palabras y las imágenes sobreviven a las cosas que ellas significan.
Escritura. Mesopotamia. Egipto
Seis mil años antes que nosotros. Las imágenes simbólicas del arte inventado por sapiens doce mil años antes, se abstractizan, se simplifican y se funcionalizan. Se metamorfosean en lenguaje visual. Pero ya no representan a las cosas sino a las palabras con que designamos las cosas. Escritura sin alfabeto. Pictogramas. Jeroglifos. Símbolos de símbolos reducidos a signos, y con ellos emergencia de breves relatos visuales. La imagen simbólica ha dado paso a la imagen funcional. Lo que antes era dibujo ahora es notación. Sirve para tomar notas, anotar. Y el arte se ha transformado en documento.
En Mesopotamia y en Egipto las imágenes devienen palabras; las series de imágenes devienen relatos. Casi al mismo tiempo, en Italia, los dibujos grabados sobre las rocas ya no muestran el alma del bisonte ni son su fantasma. Ahora son la historia, el relato visual de una pequeña aldea: Bedolina, y la vida agrícola en esa olvidada comunidad.
Dibujo que es casi escritura. Así, mientras los signos escritos y contables cuneiformes, trazados sobre tablillas de arcilla tierna puestas a secar al sol en Mesopotamia inventan la escritura, los grabados pétreos de Bedolina se convierten en documentos de la vida diaria en esta aldea. El arte parietal se ha transformado en grafismo. E inventa el documento, que rompe con el pasado simbólico del arte y de esta ruptura emerge la imagen funcional.
En la medida en que el ser anota, se escribe y se dibuja la vida, y todo eso se retiene y se hace visible, ¡surge la historia! Sin embargo, el fin de la prehistoria no será el final, sino el principio del arte.

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