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lunes, 26 de marzo de 2012

ARGENTINA | EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI

Crisis del silencio


Por el canal Eurochannel pasan una serie llamada El tiempo de su vida. Narra la historia de una mujer que ha conseguido despertar de un estado de coma después de casi veinte años. Todo ha cambiado para ella en ese lapso: su familia, sus amistades, sus vecinos, los valores. Extraña muchas cosas y se sorprende de otras. El relato no está centrado en la tecnología, el aspecto más evidente y sencillo de enfocar, sino en los sentimientos y las relaciones.
  • FotoBorrini: “El silencio no solo es salud en los hospitales, como proclama el clásico afiche de la enfermera con el dedo en la boca, sino en la mayoría de los lugares donde trascurre nuestra vida”.

El tiempo de su vida me hizo reflexionar acerca de lo que más sorprendería a una persona de nuestra sociedad que pasara por un trance parecido. ¿Qué ausencia, o qué presencia le llamaría hoy la atención? ¿Qué lamentaría más de lo que veinte años atrás disfrutaba? ¿Cuáles cosas han cambiado más lo meramente tecnológico?
Ciertamente es mucho lo que se ha perdido o modificado. Y mucho también lo que se ha progresado en tantos aspectos. Es mucho lo que nos conmovería de tener que volver del pasado después de veinte años. La mayoría de lo que hemos ganado o perdido figura cotidianamente en los noticieros televisivos o en los periódicos de cada mañana, y está vinculada mayormente con los cambios registrados en la escala de valores.
Marginando a las carencias más graves que no nos dejan olvidar las noticias, invito a concentrarnos en una de ellas que puede ser tomada como menor pero que realmente no lo es, y que por el contrario puede competir con las que, admito que son más evidentes y están en boca de todos.
Se trata del silencio o su reverso, el ruido.
El silencio no solo es salud en los hospitales, como proclama el clásico afiche de la enfermera con el dedo en la boca, sino en la mayoría de los lugares donde trascurre nuestra vida. En sentido inverso, fue empinándose el ruido. Hay muchas probabilidades de que nuestros nietos sean una generación de sordos precoces. Buenos Aires, de acuerdo con las estadísticas, es una de las ciudades más ruidosas del mundo, y nadie hace nada para remediarlo.
Me encantaría que fuese tema de una campaña del Gobierno de la ciudad u objetivo del marketing social de alguna firma o marca o, en su defecto, del Consejo Publicitario Argentino. Pero el Consejo está tironeado permanentemente por varias causas de las que las autoridades se desentienden, pese a que disponen de dinero público para hacerlo (y que suelen destinar a propósitos con mayor atractivo electoral) y pasan a depender de la solidaridad de la gente común, quizá una de las virtudes más sobresalientes de la idiosincrasia argentina. En efecto, resulta admirable como personas de pocos recursos, privándose ellas mismas de vivir más cómodamente, ayudan a otras que ni siquiera tienen para comer, vestirse o curarse.
Pero volvamos al silencio, sobre el cual hay figuras más autorizadas que otras para explicarlo. La enfermera del dedo sobre los labios sería una de ellas, y pienso que si se refugiase en el baño o en la cocina de hospitales y sanatorios podría hablar, aunque dependería de un libreto.
Más creíble aún es el testimonio del famoso mimo francés Marcel Marceau, quien alguna vez dijo que “El silencio es como el movimiento, no tiene límites. Para mí, los pone la palabra”.
El silencio, en efecto, es parte de la comunicación, así como la comunicación está vinculada con el silencio. Sobre todo en la música, uno de los sistemas de comunicación más efectivos. “El silencio es la réplica más aguda”, según Gilbert K. Chesterton, el escritor inglés que tanto admiraba Jorge Luis Borges. “Manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra”, coincide el político francés George Clemenceau. “Mi arma mayor es la palabra muda”, sentenció a su vez Mahatma Gandi.
Incluso Ernest Hemingway, que no estuvo siempre callado, precisamente, escribió que “Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”. En eso estamos, se me ocurre añadir.
Me quedo con esta humorada del filósofo francés La Rochefoucault: “El silencio es el recurso más seguro para el que desconfía de sí mismo”. De lo que se infiere que el silencio más valioso, aunque más difícil de practicar en medio de tanto ruido exterior que deploramos, es el silencio interior, que es un subproducto de la sabiduría.


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