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martes, 15 de diciembre de 2009

CATALOGOS EXTRAVAGANTES
Libros curiosos para huir de la crónica
Un apasionado de libros antiguos como Mario Praz apuntaba en 1931 lo placentero que le resultaba al bibliófilo leer catálogos de libros antiguos como si fueran novelas policíacas. “Pueden estar seguros –decía– de que ninguna lectura ha generado nunca una acción tan rápida y conmovedora como la lectura de un catálogo interesante.”
Por Umberto Eco
Un apasionado de libros antiguos como Mario Praz apuntaba en 1931 lo placentero que le resultaba al bibliófilo leer catálogos de libros antiguos como si fueran novelas policíacas. “Pueden estar seguros –decía– de que ninguna lectura ha generado nunca una acción tan rápida y conmovedora como la lectura de un catálogo interesante.” Ahora bien, puede haber catálogos pocos interesantes que contienen sólo ediciones menores de Dante, códigos y obras de teólogos contrarreformistas, pero está claro que al apasionado los que le resultan interesantísimos son esos catálogos que los anticuarios denominan “curiosos,” que enumeran obras de locos literarios, visionarios, genios justamente fracasados y desparecidos de todas las bibliografías por muchas y motivadas razones. Hace unos años comenté un catálogo de este tipo, pero siguen saliendo sin parar, sobre todo en Francia, y no resisto a la tentación de hojear con mis amables lectores el reciente Livres curieux et bizarres de los Libraires Associés (y así olvidamos por lo menos un momento las tristezas de la crónica).
Entre las obras con intenciones innegablemente serias encuentro un tratado sobre el gemido de la paloma del cardenal Bellarmino (sí, el de Galileo); uno sobre la localización del paraíso terrenal de Huet (que lo sitúa en Basora, en contraste con toda una tradición que lo quería en el Extremo Oriente, por lo que se entiende qué quería Bush al invadir Irak); la obra de Pierre Sindico sobre la inmovilidad de la Tierra (1878), y descubro que Ricciotto Canudo, que yo conocía sólo como un serio teórico del cine (e inventor de la definición “séptimo arte”), era también un héroe de guerra y se ocupó de metafísica musical de las civilizaciones.
No falta una bella sección dedicada a las lenguas madre de la Antigüedad, como la lengua hablada por Adán (según John Cleland era el druídico, 1776) o el vasco como lengua de Cam para Pedro Nada, 1885; por no hablar de las lenguas artificiales como la Langue bleue, de Bollack, 1900; el Silabayre, de Jallais, de 1923, con instrucciones para el funcionamiento de una máquina para leer (sic); el código napoleónico en rima gracias a un anónimo de 1811 y La civilización primitiva reencontrada con todos sus archivos en el Paraíso Terrestre, en el país de Edén o Bretaña de un tal Radiguel.
Pasando a otros argumentos, siento la tentación de leer La vida sexual de Robinson Crusoe, de Michel Gall (1977), donde se subraya con qué satisfacción el ilustre náufrago encontró a Viernes más cooperador que las cabras. El catálogo anuncia como excitante antología del sadomasoquismo (amenizada por grabados que no dejan espacio a la imaginación) el De sanctorum martyrum cruciatibus, de Antonius Gallonius (1602), donde el pío pretexto sería documentar los tormentos sufridos por los mártires. Menos fiel a las crónicas de la santidad, el reciente Sex in Amurfenland (1980), que no es sino una relectura de Los pitufos en clave pornográfica, y el catálogo nos anuncia que no debemos preocuparnos de que el texto esté en neerlandés porque las imágenes son muy comprensibles. Un doctor Brennus en L’acte bref (1907) se explaya sobre la incontinencia espasmódica. Yo conocía un De la demonialité, del padre Sinistrari d’Ameno (inquisidor del siglo XVII), aunque algunos bibliófilos lo consideran un falso, publicado para estimular la curiosidad morbosa de los lectores de su época sobre los actos sexuales de mujeres. Pues bien, veo que Sinistrari también fue autor de un De sodomia tractatus (muy apreciado aún hoy en los sitios gay de Internet), donde el aspecto más suculento sería su teoría de la “sodomía lésbica trámite el clítoris” (órgano acerca del cual el pío franciscano tenía ideas bastante vagas).
Para terminar, encuentro la traducción francesa (La domination du moine) de la que debería ser Clelia, novela de Giuseppe Garibaldi, escrita, como indica Garibaldi en el Prefacio, para recordar a los valientes caídos en los campos de batalla, hacer ver a la juventud italiana “las infamias y las traiciones de los gobiernos y de los curas” y, “por último, ganarme la vida. He aquí los motivos que me empujaron a hacer de literato”. Los que quieran desmitificar la historia patria italiana tienen que leer Clelia tanto como, por lo menos, Claudia Particella, l’amante del cardinale, de Benito Mussolini.
*Semiólogo y escritor, distribuido por New York Times Syndicat

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