EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI
Resulta paradójico que, pese al rol dominante que tiene la TV entre los medios desde hace más de cinco décadas, no sean las imágenes sino las palabras las que ocupan el centro del debate más profundo de una sociedad cada vez más mediatizada.
Sucede que hablamos más, pero nos entendemos menos. Hay más, mucho más información, pero menos noticias que realmente nos interesen. Vengo observando que hasta en los noticieros de TV se habla más de lo que se muestra. Para acompañar a largos textos, y cubrir espacios de duración predeterminada que hay que llenar como sea, a menudo se repite la misma filmación hasta tres o cuatro veces mientras sigue hablando el locutor, lo que ha terminado por provocar la erosión de algunos términos muy usados: “genio”, “loco”, “héroe”, “amigo”, “pueblo” e incluso “patria”, son los que vienen pronto a mi mente.
Umberto Eco, en uno de sus últimos libros, “A paso de cangrejo”, advierte sobre el abuso mediático de la palabra “pueblo”. Su significación, explica, depende de quien la utiliza. “En realidad la palabra “pueblo”, como expresión de una voluntad y unos sentimientos iguales, una fuerza casi natural que encarna a la moral y la historia no existe”, opina el autor de “El nombre de la rosa”, añade.
Las palabras, que me perdone McLuhan, no son un fin sino el primero de los medios. Y por ellas debe comenzar la ansiada transparencia que pedimos a los funcionarios, políticos, directivos, periodistas e intelectuales. Por el contrario, prospera un “photoshop”, una cosmética del lenguaje que embellece o rejuvenece los vocablos, pero que atenta contra la verdad que debería ser el principal objetivo de su empleo.
Ya no se trata de buenas o malas palabras; tampoco de corregir errores, o ás bien “horrores” gramaticales cada vez más frecuentes y tolerados, que a esta altura resultan inocentes frente a los reclamos de los que piden una mayor transparencia al lenguaje cotidiano. David Ratto decía, veinte años atrás, que “tenía una teoría algo absurda”, que para él “comunicador no es el que habla, sino el que escucha”. Hoy no sólo se escucha menos, sino que debido a las picardías y malicias del vocabulario, sospechamos de cualquier discurso, lo pronuncie un político, un funcionario, un religioso o un comunicador profesional.
Se habla, por ejemplo, de “cibernautas”, englobando en el término a quienes deben ser tildados sin eufemismos de “ciberdelincuentes”, culpables de que ciertos medios de comunicación sean tan inseguros como las más solitarias calles de cualquier ciudad por la noche. El defensor del lector del diario El País, de Madrid, explicó en una reciente edición que el vocablo “manifestante” es ambiguo y confuso porque puede comprender a personas que tienen intenciones violentas y “que hacen de todo menos manifestarse”.
Hace poco, leí y recorté una interesante columna de Luis Alberto Romero, publicada en La Nación, en la que el reconocido historiador aconseja que “si se pretende devolverle a la política su dimensión moral… hay que comenzar por cuestionar el tan extendido uso de la palabra “corrupción”. Su uso indiscriminado hace que lo empleemos tanto al hecho de cobrar una coima por aligerar o ignorar un trámite, hasta para designar prácticas delictivas de gran calado que desgastan la credibilidad de las instituciones y causan desaliento y resignación en los ciudadanos.
En efecto, cuando todo es “corrupción”, nada termina por ser lo que todos pensamos, abominamos y queremos erradicar de la política y los negocios.
Es preciso aceptar que las palabras son, a la vez, hechos. Que la realidad crea acción, como bien dice Joan Costa, pero la comunicación crea sentido. Y es precisamente el sentido de las cosas el que se está perdiendo. Estoy convencido de que la tan ansiada transparencia debe comenzar por las palabras. Ojala aprendamos a usarlas con corrección, recuperando su verdadero significado, sin el photoshop del eufemismo, la ambigüedad y sobre todo, el engaño que tan bien sienta a la propaganda, cualquiera sea su origen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario