MEDIOS
Y COMUNICACION
Las
imágenes a la escuela
A
partir de la reciente encuesta sobre consumos culturales de los jóvenes y una
iniciativa del Ministerio de Educación sobre nuevas tecnologías de comunicación
y educación, Luciano Sanguinetti reflexiona sobre los conflictos entre las
imágenes y la escuela.
La reciente encuesta sobre consumos culturales de
los jóvenes en la que se prueba que más del 60 por ciento tiene una computadora
en su casa, que un 80 por ciento integra una red social, y que mientras
estudian miran televisión o chatean, le da más fundamentos al Postítulo en
Educación y TIC que lanzó el Ministerio de Educación de la Nación para los
docentes secundarios de todo el país y que ya cuenta con 10.000 inscriptos.
Así
entrarán las imágenes a la escuela, a pesar de que hace mucho tiempo la escuela
se había peleado con ellas. Depositarias de todos los males, fueran del cine o
de la televisión, las imágenes se volvieron objeto de sus escarnios.
Distractivas, sensuales, ambiguas, superficiales, las pusimos del otro lado del
portón de la escuela, con el resto de las mistificaciones de la incultura: las
supersticiones, los consejos de la abuela. Se inició así el proceso de escisión
entre escritura e imagen. Todo empezó en el siglo XV, cuando la imprenta nos
hizo olvidar que las primeras palabras fueron también imágenes como los
pictogramas antiguos. Con la masificación de la escritura, el ciclo de la
oralidad primaria se cierra. La imprenta modifica nuestra relación con el
espacio y el tiempo y libera nuestra cabeza de la obligación de la memoria. El
pensamiento abstracto se desarrolla vertiginosamente y las palabras pierden
magia.
Sin
embargo, esto no significa que la escuela no tuviera imágenes. Como lo recuerda
la especialista argentina Inés Dussel, la escuela estuvo desde su nacimiento
poblada de imágenes. Quizá no eran las del cine o la televisión, pero imágenes
al fin que colgaban de los muros con escenas históricas de un arquetípico San
Martín cruzando Los Andes, láminas sobre el funcionamiento del sistema nervioso
o alguna réplica ósea en un escaparate. Como lo atestigua Daniel Feldman, la
pedagogía intuicionista fue la primera estrategia para el uso de las imágenes
como fuente de la enseñanza. Johann Heinrich Pestalozzi, el famoso pedagogo
suizo, fundador de la escuela moderna allá por el siglo XIX, decía que se aprendía
a través de las cosas o sus sustitutos, las imágenes, y que con esa intuición
perceptiva se ingresaba en el conocimiento. Mapamundis, globos terráqueos,
láminas sobre la germinación del poroto y hasta el viejo pizarrón negro
sirvieron de soportes irreemplazables para aprender lecciones de anatomía,
geografía y borronear los primeros palotes. A aquella pedagogía intuicionista
le siguió, en los años sesenta, el constructivismo, que se difundió con la
desaparición del normalismo y el desarrollo de los profesorados de formación
docente. Daniel Feldman observa que cuando enseñábamos cosas y hechos, las
imágenes eran útiles para representarlos; cuando esto cambió por procesos y
estructuras, la cuestión se volvió más compleja.
De
algún modo lo que siempre estuvo en juego fue el control de esas imágenes.
Porque en realidad lo que el cine y la televisión hicieron fue agregar su grano
de arena al desarrollo autónomo de las imágenes que se desprendieron de las
bóvedas eclesiales, liberadas por el grabado y xilografía en el siglo XVI, a la
que se sumó el daguerrotipo en el siglo XIX. En el XX el cine le agregó
movimiento. Porque es cierto que una imagen puede ser más elocuente que mil
palabras, ¿pero qué es lo que dice? Alguien ha señalado que es el poder el que traduce.
De ahí los epígrafes en las fotos periodísticas o los zócalos cada vez más
informativos en los noticieros de televisión.
Pero
a la relación entre imagen y conocimiento tampoco se la puede considerar
exclusivamente moderna. Imaginemos que pudiéramos preguntarles a los autores de
las pinturas rupestres en las cuevas de Altamira, hace 25 mil años, por qué lo
hacen. Para dominarlos, dirían. Ahora bien, el conjuro mágico que inspiró
aquellas obras, ¿dista mucho de la alquimia del físico que busca con nombres
determinar lo que son las cosas, habrá mucha diferencia entre aquellos
supuestos ignorantes cavernícolas que intentaron aprehender las cosas mediante
formas y colores y la necesidad de Durkheim de considerar los hechos sociales
como cosas?
En
el siglo XX la relación de la escuela con las imágenes no estuvo exenta de
conflictos. En principio, tres. El de la pérdida de la distancia crítica. El de
la cultura popular como indisciplina. El de la dificultad para transmitir
problemas abstractos o complejos.
La
primera dificultad la advirtió Walter Benjamin, perspicaz frente al cine. Las
cosas en el cine se acercan a nosotros como la locomotora en la primera
película de los hermanos Lumière. En aquella sala oscura era difícil mantener
la distancia. ¿Para qué? La palabra impresa puede separar el poder del hablante
de su discurso, las imágenes no, dice el sociólogo chileno José Joaquín
Brunner. Las imágenes buscan la identificación del espectador, el espectáculo,
buscan los sentidos y no el intelecto. ¿Pero aprendemos sólo con la cabeza?
En
relación con la cuestión de lo popular, es cierto que la escuela rivalizó desde
el principio. Pero además, hay que sumar el hecho de que las imágenes desde la
antigüedad eran el libro de los pobres. A la cultura popular (escatológica,
paródica, táctica) nunca le fue bien en la escuela. Rabelais, o mejor dicho,
Bajtin, lo dijo. La cultura popular es la negación de la cultura alta y subir
hacia esa cumbre fue por muchos años el destino de la escuela. ¿Se hace todavía
necesario ese derrotero?
Lo
complejo es un tema aparte. Hay formas de ver y formas de mostrar. Lo sabemos
desde que la perspectiva renacentista modificó la forma de representar lo real.
Pero también lo hizo el cubismo que anticipó en la primera década del siglo XX
la multiplicidad de perspectivas del siglo XXI. La idea de que lo complejo y
abstracto no es narrable es vieja, y se desmiente a medida que el mundo
representacional crece con la democratización de las tecnologías de
reproducción audiovisual. La serie Lost lo probó con creces.
* Docente e investigador. Ex decano de la Facultad
de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.
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Invisibles
Washington
Uranga se refiere a los “invisibles” a quienes todavía no les llega el derecho
a la comunicación.
El derecho a la comunicación puede definirse como
una potestad de los ciudadanos para expresarse en igualdad de oportunidades y
en equidad de condiciones. Incluye también la posibilidad de acceder a la
información que permita a los actores forjar su propia opinión y tomar
decisiones autónomas. Para que sea efectivo tiene que apoyarse en condiciones
materiales que lo garanticen. ¿Se puede proclamar y poner en práctica efectiva
el derecho a la comunicación mientras continúen existiendo “invisibles” para el
sistema de comunicación?
El
ejercicio del derecho a la comunicación está íntimamente ligado a la vigencia
del conjunto de derechos. Tiene mejores condiciones de hacerse efectivo cuando
rigen los derechos sociales, políticos, económicos y culturales de las
personas. De manera complementaria, este derecho comunicacional es habilitante
de otros derechos: genera condiciones para que la totalidad de los derechos
humanos puedan ser, primero, conocidos, luego, reivindicados, reclamados y
exigidos por parte de quienes consideran que no pueden gozar en plenitud de
ellos.
En
la Argentina hemos crecido en conciencia y hemos avanzado hacia una cada día
mayor vigencia de los derechos fundamentales de las personas. También en
materia del derecho a la comunicación. Y esto más allá de la Ley de Servicios
de Comunicación Audiovisual, que es, sin duda, un instrumento sumamente valioso
en este sentido. Las condiciones generales del país, las económicas, las
políticas y las sociales han permitido prosperar en tal sentido.
Sin
embargo, entre nosotros siguen existiendo “invisibles”. Son personas
invisibilizadas como consecuencia de la asociación de factores políticos,
económicos, judiciales, culturales y, por cierto, mediáticos. Y en la era de la
comunicación, la invisibilidad es una forma de exclusión. Porque reduce las
posibilidades de participación, porque aleja del acceso a eventuales soluciones
a sus problemas y, sobre todo, porque las voces de estos “invisibles” no llegan
de forma directa a los otros ciudadanos, porque sus argumentos y puntos de
vista no pueden ser oídos por el resto de la ciudadanía para ser ponderados y
considerados.
Aunque
parezca contradictorio, son invisibles también muchos que ocupan las tapas de
los medios gráficos y las aperturas de los noticieros radiales y televisivos.
Son invisibles las víctimas de la trata de personas o de la violencia contra la
mujer, o los pobres de distintas condiciones. Lo son porque son presentados
como parte de una situación y un fenómeno social, pero rara vez se indaga en
las circunstancias que generan tales situaciones. Tampoco se conocen sus voces,
salvo para generar periodismo amarillo.
Son
invisibles en muchos casos los niños cuando sus derechos son violados. También
las comunidades originarias de la Argentina, porque poco y nada se conoce de
sus condiciones de vida y acerca de su situación de extrema marginalidad. Y por
más que los derechos indígenas sean proclamados hasta constitucionalmente, esos
pueblos son hoy excluidos incluso de la consulta sobre temas que les atañen.
Esto a pesar de que existen normas legales muy precisas que obligarían a
escuchar sus voces.
Podemos decir que en la Argentina hemos avanzado
mucho en materia de derechos. También de derecho a la comunicación. Pero los
invisibles aún existen y esto implica una restricción importante en términos de
justicia. Hay considerable tarea por delante.
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